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BERLINALE 2025: EL CINEASTA DE NUESTRO TIEMPO VUELVE A BERLÍN
En una entrevista reciente en TCM Classics, Martin Scorsese elogió a varios cineastas rumanos, pero se detuvo en el más lúcido de todos, Radu Jude. Dijo sobre No se puede esperar demasiado del fin del mundo: “Ostenta estilo, contenido político, cine, moralidad e inmoralidad… y al terminar se ve el mundo de un modo diferente”. Lo que dice el maestro estadounidense es la clave de la contundencia retórica de todas la de Jude: la angustia y la confusión del presente en todos sus órdenes sintetizadas en una modalidad de relato o ensayo donde la propia forma cinematográfica también es interpelada respecto de las mutaciones de la imagen contemporánea. Si se desea saber algo de nuestro tiempo a través del cine, eso que no se lee en los discursos y en otros medios de comunicación y representación, puede ser subsanado viendo una película de Radu Jude. Se accederá entonces a lo que permanece disperso y escondido en la escena cotidiana.
Kontinental ’25 sucede en Cluj-Napoca, en Transilvania, zona que supo ser de Hungría y que más de cien años atrás fue tomada por los rumanos. Hay dos escenas fundamentales en la que esa tensión histórica se revisa en torno al prejuicio vigente entre quienes se sienten más húngaros que rumanos o viceversa. Es un tema secundario al que se alude, pero que es uno de los tantos signos que Jude suele recuperar en sus películas, signos que no le dan la espalda a la relación de la Historia con el presente, prestando atención a los monumentos, carteles, edificios, como también al vocabulario de una época, huellas heterogéneas que persisten en otra. En esto, los diálogos de Kontinental ’25 son pruebas de inteligencia. Pero el corazón de la película es otro.
Lo que sucede en esta ciudad de las más ricas de Rumania puede repetirse en cualquier ciudad que se nombre al azar. En Córdoba, Bogotá, Gijón, Shanghái o Berlín, cualquier persona que vive en la calle, en este caso un hombre de 62 años, puede ser desalojada de un sótano de un edificio que ocupa en los inviernos. La mujer que tiene a su cargo la ejecución de la orden le dispensa unas horas para que se prepare. Pasado ese tiempo, la desesperación irrumpe en el desamparado. De ahí en más, la mujer que intentó cuidar en lo que pudo a ese representante de los nadies se sentirá responsable de su muerte. Nada será lo mismo, y todo lo que sigue no es otra cosa que acompañar al personaje en su duelo y su comprensión de lo sucedido. Los pensamientos y los sentimientos se vuelven visibles.
Como sucedía en Psicosis de Hitchcock, el personaje principal abandona la película pasados pocos minutos y otro en su lugar lo reemplaza para sostenerla. Ese cambio modifica el estilo: de un inicio observacional lo discursivo se vuelve decisivo, porque a medida que avanza el drama de conciencia, no exento de pasajes humorísticos extraordinarios, la mujer necesita hablar. Todos los diálogos forman un caleidoscopio de perspectivas y asimismo un develamiento de cómo un sistema económico estructura incluso la dimensión íntima de un padecimiento, como también la deliberación moral y la especulación jurídica. El boom inmobiliario de la región es lo que pone en movimiento la orden judicial. Los planos generales intermitentes y los del epílogo sobre la propiedad horizontal reciente constituyen el discurso que fundamenta la expulsión del protagonista.
Lección implacable y magistral del cineasta: con un iPhone 16 se puede hacer una película imprescindible. Lo que se requiere es tener necesidad de filmar y necesidad de tomar la palabra para decir algo. Se requiere, además, conocer la historia de cine (véanse la cita directa de Detour y la indirecta alusión a Europa 51), como también conjurar el conformismo preguntándose la razón de todas las cosas. Hay que mirar, estudiar, pensar y filmar con la voluntad de ir a fondo. Por eso Jude es quien mejor mantiene vivo el legado de Jean-Luc Godard: sin imitarlo en nada, en cada película que estrena honra esa tradición crítica. Y lo hace sin repetirse, sin pavonearse, sin vestirse como un millonario estúpido, filmando como se puede y sin detenerse en los laberintos de los apoyos y subsidios, de los que no reniega, pero de los que no depende si la necesidad de filmar apremia. Si vuelve a ganar el Oso de Oro será justo. Hasta hoy, solamente Jude o Linklater merecen los premios mayores. Quizás es así porque no filman para acopiar laureles.
Roger Koza / Copyleft 2025
*Publicado en el diario La Voz del Interior en el mes de febrero
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