CALIGRAFÍA DE LA IMAGEN. DE LA POLÍTICA DE LOS AUTORES AL CINE DE AUTOR (03)
En el verano de 2022, diremos alguna vez con agradecimiento y satisfacción, David Oubiña publicó Caligrafía de la imagen, un libro voluminoso que ha determinado su lugar en la historia de los pensadores del cine. Sus 594 páginas no deben ser interpretadas como una historia comentada y circunscripta a un período (de 1950 a 1970) de un problema teórico en el interior de la crítica de cine que el subtítulo precisa y sintetiza como tesis: De la política de los autores al cine de autor. El libro es un laborioso análisis de un concepto, acaso una genealogía restringida a la conformación de un término decisivo, su enunciación inaugural y sus mutaciones posteriores en la teoría y la práctica cinematográfica. No se trata solamente de una glosa de todo lo que se ha dicho acerca de la figura del autor; no es un manual, sino una obra total de un escritor, es decir, un autor.
En un pasaje en el que Oubiña trabaja sobre la posición de Dwight Macdonald respecto de la teoría de masas, entrevé que su preocupación pasa por darse cuenta de que “el modernismo de la Bauhaus ha terminado en el mobiliario de las cafeterías y en el diseño de las tostadoras eléctricas”. Esa aflicción conceptual es extensiva a la palabra “autor”, que hoy puede ser funcional para la industria del cine y cuya aplicación alcanza hasta la gastronomía y la carpintería. Hay placares de autor, milanesas de quinoa de autor… Todo es posible, hasta pensar que Luc Besson, Fernando Meirelles o Michael Bay lo son. La conjura frente a la banalización de un concepto requiere historización y restitución de discusiones y sus escenarios, exige una atención firme, como este caso, a los usos y apropiaciones de un concepto. Solamente después se puede sopesar si ese concepto exangüe puede reanudar una nueva travesía. (Oubiña esboza tímidamente en el epílogo una vía discreta apenas nombrada como una política del amateur; algo así como un cineasta justificado por su pasión de filmar a espaldas de todas las instituciones del cine).
Un prólogo, siete capítulos y un epílogo constituyen el libro. Oubiña elige dos territorios simbólicos: la crítica francesa y la crítica anglosajona; no serán las únicas tradiciones, pero resultan cronológica y geográficamente ineludibles. Los indicios del vocablo “autor” en el cine pueden rastrearse en 1913 cuando David Griffith publica un anuncio en el que se publicita como director de películas; hay otros casos, pero es sin duda el más destacado. Las resonancias románticas del vocablo son conocidas, y la disquisición en un primer momento consiste en dilucidar quién tiene la responsabilidad final de una película, si es que puede ser concebida como una obra y como tal ser equiparable a un libro o a una pintura con una firma que detenta un nombre, un propietario, un autor.
La reconstrucción del contexto y cómo el cine vindica su estatuto de arte es el asunto del primer capítulo. Es Louis Delluc, crítico y realizador, quien en la segunda década del siglo pasado piensa que un autor es aquel que dirige su propio guion. El criterio de demarcación sobre qué implica ser un autor constituye una ansiedad epistemológica continua; lo mismo respecto a la inconmensurabilidad del cine con otras disciplinas artísticas, como sucede con Jean Epstein, un realizador excepcional y un teórico notable y cercano a Delluc. Cuando Oubiña se refiere a Epstein regala un párrafo hermoso sobre cómo aquel percibía su quehacer: “La novedad absoluta del cine radica en su capacidad para mostrar las cosas como son, de una manera que es por completo ajena al ojo humano. Nada de historias: todo consiste en dibujar con la luz los ritmos de la materia”. A ese primer momento de agitación teórica, las dos décadas siguientes sumarán intuiciones distintas, pero el punto de inflexión será la primavera europea de 1951, cuando en abril comiencen a publicarse los Cahiers du Cinéma.
La invención de un concepto
Es admirable la compilación microscópica que despliega Oubiña de cómo fue posible que los miembros de los Cahiers de Cinéma, y en especial los famosos “jóvenes turcos”, pudieran delinear un concepto que estableció una forma de hacer y comprender el cine. Antes de que François Truffaut, Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, Eric Rohmer y Claude Chabrol pudieran valerse de ese misterioso sintagma (“política de los autores”), hubo sondeos similares y cercanos a la tradición a la que todos los nombrados pertenecían.
Dicha tradición erigida en cineclubes y en la Cinemateca francesa tiene sus primeros escribas: Roger Leenhardt, Alexandre Astruc y André Bazin. Oubiña analiza cómo en cada caso preparan la formulación de “la política de los autores”, y no solamente porque Astruc acuñe el término “cámara-estilográfica” o las lecturas de Bazin sobre William Wyler, Charles Chaplin, Orson Welles y Jean Renoir constituyan una prueba irrefutable de que los autores existen. Caligrafía de la imagen es pródigo en los meandros que posibilitan una enunciación. El genio de su autor radica en que puede reconstruir los enlaces conceptuales entre los críticos e intelectuales de un período y los signos en circulación que abonaron un espacio de creación conceptual.
Pero es recién en el número 31 de la revista cuando Truffaut, en su famoso artículo “Una cierta tendencia del cine francés” habrá de emplear el término para denostar la tradición de calidad del cine francés que contaba con la aprobación de la crítica de su tiempo, al mismo tiempo que validaba a ciertos autores, europeos (Renoir y Rossellini) y hollywoodenses (Hitchcock y Hawks), con los que se iniciaba un nuevo modo de discusión. No se trataba solamente de un ejercicio selectivo sobre quiénes son autores y la constitución de un canon alternativo, sino de una axiología y un método: un autor tiene un estilo, que no es otra cosa que el resultado de una concepción de la puesta en escena, de lo que se predica una visión del mundo.
Sobre esa conjunción de conceptos que justifican el gran concepto, Oubiña reúne todas las variables y equívocos sobre términos como “puesta en escena”, del mismo modo que se concentra en las exegesis que habrá de demandar la opacidad de la palabra “política”. Una vez que dilucida en el contexto de su enunciación la “política de los autores”, sigue el uso inicial y sus críticas (ahistoricidad, ideología, impresionismo), como también las apropiaciones diversas que habrá de padecer el término: desde la traducción idiosincrásica del crítico estadounidense Andrew Sarris, a fines de la década de 1950 y principios de la década de 1960, quien sustituye teoría por política, pasando los tiempos de radicalización política y teórica en Francia e Inglaterra en 1960 y 1970, cuando el término “autor” en sí resultará problemático y acaso semánticamente imposible, hasta las apropiación de “la política de los autores” en Latinoamérica, cuyos contextos son disímiles, como ocurrió en Argentina, México y Brasil. Todo será más complejo cuando a fines de la década de 1960 el continente latinoamericano esté signado por un espíritu de revolución y una política generalizada de represión. ¿Qué puede significar ser un autor en un continente en el que el hambre define la vida de las mayorías?
De todos los capítulos, “Máquinas conceptuales y dispositivos oníricos”, el que se ocupa de Latinoamérica, es quizás el más importante porque pocas veces se ha sistematizado tan aguda y exhaustivamente la recepción de la política de los autores en el contexto latinoamericano. Las páginas dedicadas a Glauber Rocha, por ejemplo, en las que se puede discernir la operación paulatina por la cual Rocha reemplazó la “política” por el “método del autor” es magistral, no menos que los pasajes dedicados a las injurias cruzadas entre Sarris y Pauline Kael o Manny Farber, o entre los dos últimos con Susan Sontag (del segundo capítulo titulado “Museo del autor cinematográfico”. Lo mismo podría decirse respecto de la vida del concepto en su recepción vernácula. Sucede que el libro es una maravilla, y las 62 horas que lleva leerlo de corrido no pueden resumirse en una página. Es un clásico, acaso porque tiene un autor lúcido detrás de cada párrafo, un hombre que sabe lo que dice, tiene una visión del mundo y del cine y sabe cómo enunciarla.
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David Oubiña, Caligrafía de la imagen. De la política de autores al cine de autor, Buenos Aires, 2022. 598 páginas.
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*Publicado en Revista Ñ con otros títulos en el mes de junio 2023.
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