CANNES 2011 (01): LOS ESCRITORES

CANNES 2011 (01): LOS ESCRITORES

por - Críticas, Festivales
12 May, 2011 02:13 | comentarios

Por Roger Koza

Comenzó el festival y hasta el 22 de mayo, la ciudad costera de Cannes será el epicentro del cine mundial. Las estrellas, los grandes maestros del cine contemporáneo, los mejores críticos, los programadores de miles de otros festivales de cine, compradores, distribuidores y cinéfilos llegan a esta ciudad del sur de Francia, al menos esa es la creencia generalizada. Como suele decirse, Cannes es el festival de festivales, y es aquí y no en otro lado donde se verán por primera vez las nuevas películas de Terrence Malick, Nanni Moretti, Aki Kaurismaki, los hermanos Dardenne, entre otros. Aquí estrenan los grandes, aquí están, supuestamente los mejores. Las películas tendrán la última palabra.

A primera vista, la competencia oficial no presenta ni mayores sorpresas, ni grandes desafíos estéticos. Entre todos los filmes en competencia, ninguno parece estar a la altura de El hombre que podía recordar vidas pasadas (tampoco están Godard y De Oliveira, pero sí Hong), la obra maestra del tailandés Weerasethakul que ganó inesperadamente el máximo premio el año pasado con el beneplácito de Tim Burton, presidente del jurado en aquella edición. Un compatriota aún más conocido que el director de Alicia en el país de las maravillas, Robert De Niro, tendrá la responsabilidad de presidir el jurado que tendrá que elegir entre 20 títulos el mejor film.

¿Será el año de Almodóvar? La piel que habito, con el protagónico de Antonio Banderas, es un verdadero candidato oficial, ideal para los que defienden un cine-arte de códigos comprensibles y sin mucho riesgo. Está claro que no se trata de una comedia típica del primer Almodóvar: un cirujano plástico intenta crear una piel para su esposa, que sufrió quemaduras graves en un accidente. El experimento implica, como dice el catálogo, “carecer de escrúpulos, un cómplice y un conejillo de indias humano”. Cómico o truculento, es poco probable que Almodóvar se vaya con las manos vacías.

Pero para controversias y escándalos, el siempre abonado al club Lars von Trier vuelve a la Croisette con Melancholia, que promete ser un drama familiar atravesado por una conflagración cósmica. Todavía es temprano para saber si su protagonista, Charlotte Gainsbourg, pasará por mayores suplicios que en El anticristo, pues, como es sabido, en toda película de von Trier las mujeres padecen y después se redimen.

Sin duda, la sensibilidad de una cineasta como Naomi Kawase, una cineasta genial pero no siempre pareja, que presenta aquí Hanezu no tsuki, un drama intimista de connotaciones metafísicas, funcionará como contraste del nihilismo europeo que tiene en von Trier su exposición más rabiosa y en Aki Kaurismaki, con Le Havre, su versión delicada. El árbol de la vida, de Terrence Malick, con el protagónico de Brad Pitt, también promete ser una de las grandes candidatas.

Esto recién empieza, y en Cannes, a veces escondidas entre la alfombra roja y el glamour obsceno característico del mundo del cine, se pueden divisar las verdaderas joyas del cine, las que no lucen ni en el cuello de las estrellas, ni se compran a miles de euros en las joyerías de la rue d’Antibes.

Pero hoy ya hubo proyecciones, y entre ellas, la nueva película de Woody Allen. Supongo que para los amantes parisinos y porteños, cualquier film de Allen es un verdadero acontecimiento. Después de leer a Kent Jones y a Scott Foundas, es posible que el nuevo film de Allen, a pesar de no transcurrir en Nueva York, tenga sus fervientes defensores en la Gran manzana.

Midnight in Paris

Midnight in Paris

Acompañado por Owen Wilson, Adrien Brody, Michael Sheen, Rachel McAdams y Léa Seydoux, Woody Allen llegó muy tranquilo a la conferencia de prensa. A diferencia de su elenco y las celebridades histéricas que llegan a Cannes, Allen parecía experimentar una serenidad propia de los filósofos cínicos. La discreta felicidad que produce su nuevo filme, Midnight in Paris (“Medianoche en París”), que abrió el festival de Cannes, es probablemente la síntesis de una filosofía que atraviesa toda la obra de Allen, aquí en clave cómica y nostálgica: somos una especie a la deriva en un cosmos tan azaroso como la caída de una moneda en una cancha de tenis, una de las escenas centrales de la mediocre Matchpoint, interpretada por muchos como una genialidad y una obra maestra.

No es difícil adivinar por qué Thierry Frémaux escogió el filme de Allen para la ocasión: los primeros minutos son panorámicas de París, sin excepción planos muy bellos que pueden ser catalogados de turísticos pero que dan un perfil de la ciudad imaginaria que Allen pretende homenajear, una metrópolis más ideal que real, pues Allen la retrata sin barrios pobres y sin conflictos. No son planos al azar. Hay un criterio preciso y una selección cuidadosa de todos los lugares que aún sin haber estado en París, conocemos por las películas. El procedimiento de montaje remite en parte a Manhattan, aunque también a Antes del amanecer en el modo en que Linklater finaliza su película. ¿Habrá Allen recordado una pregunta extraña y misteriosa que le hiciera Godard a propósito de cómo registrar los edificios de Nueva York sin que se imponga inconscientemente un registro televisivo? Han pasado 25 años, y aquella pregunta de  Meeting Woody quizás haya quedado en el olvido. La impresión es que el problema subsiste.

Lo que viene después es una historia conocida: un escritor quiere desmarcarse de su trabajo en Hollywood; desea escribir su primera novela y cree que París es el mejor lugar del mundo para hacerlo. Su prometida es la hija rica de una familia republicana, esos “zombis cripto-fascistas”, como los describe Gil (Owen Wilson en una canalización perfecta de Allen, incluso mejorada), y los intereses de ella poco tienen que ver con los suyos.

Como sucedía en La rosa púrpura de El Cairo, Wilson hallará una zona de transición fantástica o imaginaria en una calle de París. Todas las noches, una vez que suenen las campanas, subirá a un auto de la década del ’20 del siglo pasado y viajará a esa época. Conocerá a Fitzgerald y a Hemingway; se enamorará de una amante de Picasso; hablará con Dalí quien està obsesionado con los rinocerontes, Buñuel y Man Ray sobre surrealismo (la mejor escena del filme), y Gertrude Stein le hará una devolución de su novela. Ese circuito temporal y espacial carece de explicaciones, aunque habrá un giro lúcido en donde un personaje del ’20 y Gil se toparán con Lautrec en el pináculo de la Belle Époque. Esa escena constituye el centro de gravedad filosófico de un film consciente de su liviandad: la idealización del pasado constituye una falsa opción, lo que ni siquiera funciona como consuelo. El pasado mítico es un obstáculo, un impedimento, un deseo negativo. Finalmente, el personaje de Wilson tendrá que tomar una decisión sobre su presente, y será el fin de la película.

Midgnight in Paris es la mejor película de Allen en años. No es filosóficamente pretenciosa como la sobrevalorada Matchpoint, ni cínica como Si la cosa funciona, ni excesivamente light como Conocerás al hombre de tus sueños. La cosmovisión es la misma de siempre, pero hay una excepción que posiciona al film en un espacio simbólico extraño al propio Allen. Quizás porque la mayoría de los personajes son especímenes grandiosos de la literatura y la pintura, y todos ellos tratan a Gil-Wilson, el alter ego de Allen, como a un igual, la película carece del típico desprecio de Allen por sus criaturas, las que siempre son menos inteligentes que su titiritero detrás de cámara y por obsecuencia y consecuencia, también menos sagaces que su público. Y eso no es todo: Owen Wilson le impone un tono ligeramente naif a su personaje. Es evidente que Allen ha trabajado conscientemente sobre la inocencia de su personaje, pero en el modo en que Wilson interpreta a un imaginario Allen rejuvenecido trastoca la amargura cínica del cineasta en una ligereza que puede hasta confundirse con sabiduría prematura.

Como sea, Midnight in Paris es la película de un cineasta, ya viejo en años pero con un renovado deseo de filmar. En esta ocasión, Allen, inesperadamente, parece liberarse un poco de su propio pasado y entrega una película tan libre como ligera.

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Bonsái

Bonsái es la segunda película del chileno Cristián Jiménez (Ilusiones ópticas), y como el film de Allen, también gira en torno a escritores, amores y en este caso, plantas. Estructurada en 6 capítulos, divido en dos tiempos separados por ocho años, sin respetar una duración proporcional o seguir una lógica precisa entre los eventos de un tiempo respecto del otro, excepto que en el pasado la historia transcurre en Valdivia y el presente en Santiago, Bonsái elude una concepción del relato lineal y experimenta así con la ficción y su desarrollo. Como dice una voz en off en el inicio, casi todo es ficción, excepto el destino de sus personajes centrales, Julio y Emilia. Uno ha quedado solo y vive solo desde hace mucho tiempo; el otro ha muerto.

En un tiempo histórico indeterminado, pero ya en democracia, a pesar de cierto autoritarismo sutil por parte de un profesor que amonesta verbalmente a los alumnos por no haber leído a Proust, un joven estudiante empieza su estudio en literatura al mismo tiempo que constituye una relación amorosa con una compañera universitaria. Esencialmente, cogen y leen. La obsesión por un trébol, una metáfora elegida para testear la fortaleza del amorío, resultará simbólicamente fatal. Así, entre párrafos de Proust y Macedonio Fernández, pasan sus días, y en algún momento, impredecible pero ligado al poder simbólico de la planta, se separarán, aunque no llega ser explícito la razón.

Ocho años después, Julio trabaja como asistente de un escritor, y durante la corrección de una novela ajena, terminará siendo una excusa para escribir una novela propia, la que reconstruye y reescribe su historia de amor con Emilia. Si bien Julio vive solo y escribe solo, su vecina y amiga, Blanca, funciona como una sustitución fallida de Emilia: con ella también coge y lee, pero en este caso Blanca, sin saberlo, también oficia de crítica.

Jiménez filma con elegancia. Los planos medios suelen ser fijos, los pocos travellings resultan naturales respecto del movimiento de sus personajes y en dos ocasiones (los primeros besos de la pareja y la primera redacción por parte de Julio de un capítulo de la novela), sus jump cuts son particularmente vistosos, como también lo son sus encuadres y registros de Santiago y Valdivia. Jiménez parece sentir el espacio: la geografía y la arquitectura son intérpretes secundarios. Una discusión sobre el estatuto del fracaso y su reivindicación, tomados en un plano general, o el raccord entre dos planos respecto del movimiento de la mano de Julio (otro buen trabajo de Diego Noguera) denota un cuidado formal ostensible. Las elecciones musicales, por otra parte, parecen responder a un mandato de aligerar el relato, una suerte de concesión generacional quizás requerida por cierta propensión a la paradójica abstracción temática que vertebra su historia: las zonas indiscernibles entre la literatura y la vida.

Habrá un veredicto, una tesis, acaso una moraleja: “Escribir es como cuidar un bonsái”, y eso implica no sólo qué se dice sino cómo se dice. Jiménez parece excesivamente cuidadoso en cómo filmar, pero no siempre su obsesión formal encuentra una dimensión simbólica apropiada para visualizar cómo la palabra, el texto y la ficción articulan la memoria, el deseo y la creación literaria. Las reiteradas lecturas de Proust y la elección de un árbol diminuto como metáfora de su relato son indicios involuntarios, aun una confesión que, en algún sentido, la película necesita de palabras consagradas para traspasar su propio límite, identificado con un ejemplar botánico cuyo crecimiento parece imposible.

Roger Alan Koza / Copyleft 2011