CANNES 2015 (10): LOS TESOROS DE LA CINEFILIA

CANNES 2015 (10): LOS TESOROS DE LA CINEFILIA

por - Críticas, Festivales
22 May, 2015 11:08 | comentarios
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Visita ou memorias e confissos

Por Roger Koza

Si ayer hubiera habido un atentado en la sala Buñuel a las 9 de la noche, la cinefilia global hubiese tenido bajas de importancia. ¿Qué y quién los convocaba? Digamos que se trataba de una misa con un fantasma que había estado entre nosotros milagrosamente por más de 100 años. Sucede que en la ridícula y única presentación del secreto film póstumo de Manoel De Oliveira, Visita ou memorias e confissos, estaban todos: los programadores de Locarno, de DocLisboa, gente de la Viennale, críticos de varios países, directores de cine, incluso productores, entre ellos Paulo Branco. Lógicamente, estaba el portugués del momento, el más expuesto en Cannes 2015, Miguel Gomes. El cine portugués no es uno entre otros. Es una cinematografía agraciada. Lo sabemos: cuenta con varias figuras míticas, en este caso el patriarca más venerado: Manoel De Oliveira. ¿Por qué en este país nacen tantos cineastas notables? ¿Será el clima? ¿La posición continental con salida al mar? ¿El catolicismo o el judaísmo acallado? No habrá sociología capaz de descifrar el misterio, pero los lusitanos, como los japoneses, estadounidenses y rusos, detentan un saber hacer cine, como si les resultara consustancial a su estructura lingüística; vaya saber uno qué condiciona esta facilidad que tienen para componer un plano y hacer entender de qué se trata el cine.

De Oliveira, a sus 73 años, decide hacer una película personal que recién su público conocerá a una vez que él esté muerto. Es probable que a principios de la década de 1980 el realizador de Gebo y la sombra no podía imaginar que viviría aún por más de tres décadas. Su longevidad es todavía más enigmática. Había especulaciones sobre los motivos de esta confiscación de un material que, tras la interdicción en vida, la muerte viene a liberar. ¿Algún remordimiento de naturaleza política? ¿Alguna mácula en el trayecto de una vida que resultaba inconfesable? Ahora que se ha visto, nada había para esconder. La amabilidad de la película no solamente nada tiene que ocultar, sino que el clima confesional no parece detenerse frente aquello que para un hombre lo es todo.

En 1982, De Oliveira decide entonces hacer un film sobre (y en) su (ex) casa, en la que ha vivido por más de 40 años. El plano fijo de inicio se sostiene por un buen rato con la presencia de los árboles en el jardín de la casa en Oporto. El propio De Oliveira introduce el film y nombra la totalidad de los créditos. Dice entre otras cosas, y en un tono que favorece la comicidad, que se trata de una película suya y una película sobre él. Insinúa que tal vez se trate de un despropósito, pero ya está hecha.

Las voces de un hombre y una mujer conducen gran parte de la primera parte, en una especie de recorrido preliminar y protocolar por la totalidad de la casa. Ellos permanecen en fuera de campo y no necesariamente la perspectiva de cámara es la de ellos. Después de varios minutos aparece por primera vez De Oliveira escribiendo en su escritorio con una máquina de escribir. Delgado, elegante aunque sobrio en la combinación de vestuario, hablará mirando a cámara. Este procedimiento se repetirá unas tres o cuatro veces más, y en alguna ocasión viene acompañado de una proyección en el propio film de películas caseras que cuentan cosas de su infancia y de la vida de su familia, e incluso sobre otros eventos más o menos domésticos. Las fotos de su mujer o alguna secuencia en la que ella está trabajando en una huerta son conmovedoras. Lo más sorprendente en términos narrativos es la recreación de su detención y el paso por el calabozo en tiempos del régimen militar portugués, durante la década del ‘60, por razones no del todo claras que ni siquiera él entiende. Lo que queda claro en ese segmento es la gran antipatía de De Oliveira por el régimen. Así es que si alguien temía por una revelación vergonzosa, una infamia guardada con llaves secretas, lo que se llega a conocer aquí en términos políticos es exactamente lo opuesto de cualquier capciosa intriga que se escuchaba cada tanto sobre el director y este film suspendido en el limbo.

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Visita ou memorias e confissos

La palabra memoria es aquí un término operativo desde el inicio; la confesión se hace explícita al promediar la mitad de la película. La confesión es un término semánticamente cristiano. En este caso, tal tradición está asumida sin reparos. Como en varias de sus películas, hay aquí un catolicismo singular, acaso severo pero matizado por un sentido humorístico impropio de la teología. De Oliveira habla del absoluto, de la pureza, de la virtud e incluso del pecado. La forma de enunciación acerca de estos tópicos permite creer que se trata de un conjunto de afirmaciones de las que el realizador tiene cierta distancia. Una mirada y escucha atenta podrá constatar que no es así. Lo que sucede es que sus convicciones están desmarcadas del dogmatismo y el deseo de conversión, y esto resulta peculiar, desafiante y desconcertante. Lo que es indudable es que el director, antes que nada, cree tanto en el Altísimo como en el cine, su segunda religión, una forma de fe secular aplicada en su caso a cimentar el paso civilizatorio. Vocación ascética circunscripta a la cámara, De Oliveira detenta un amor por el cine que se transmite minuto a minuto en cada cosa que dice. Su amabilidad es de una transparencia inactual. Ya no hay hombres de esta estirpe, de esos que desconocen el cinismo como refugio del resentimiento. Esa afirmación por la vida que se veía en algunas películas suyas, vitalismo no del todo compatible con la fe cristiana, está a la luz.

Hay descubrimientos diversos: por ejemplo, De Oliveira fascinado por la agricultura y la arquitectura, algo que también, si uno empieza repasar sus películas, se nota que eran pasiones dispersas en la puesta en escena. Era lógico pensar que a De Oliveira lo frecuentaban los grandes nombres de la cultura portuguesa y los hombres de la cinefilia de su época. Lo más hermoso es su amor profesado a su mujer y la forma de entender qué implica contar con una casa, un lugar que solamente tiene sentido si se trata de un espacio de encuentro con otro. No es la propiedad el concepto dominante sino una forma de habitar. Es por eso que resulta del orden de lo alucinatorio cómo filma la casa del film, como si se tratara de una entidad viviente, una esfera de protección simbólica. Al respecto, hay un chiste maravilloso sobre el lugar de los sillones.

De Oliveira ha partido hacia esa tierra de la que nadie vuelve para confirmar que ahí algo continúa y que la vida del espíritu prosigue sin el requerimiento de la carne. No sabremos nunca, al menos por ahora, qué persiste o si la única realidad es la nada postrera de todos. Pero nos queda este testamento lúcido y lucido, en el que el director conjura el amenazante exhibicionismo narcisista de una película sobre uno mismo y exterioriza y a la vez objetiva su peculiar cosmovisión de las cosas, en donde conviven el deleite vertical por los misterios de Dios y la gracia horizontal que se detecta en la vida terrestre ante la presencia de amigos y la generosa vida natural.

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The Treasure

Cornelio Porumboiu es un genio. Filma cada vez mejor; el suyo es un cine puro, consistente, de una eficacia narrativa notable. Por ejemplo: un auto; en él viajan el padre y su hijo. Plano medio sobre el niño sostenido por un rato y un conflicto en pleno desarrollo: el padre llegó tarde a buscarlo a la escuela. El congestionamiento callejero, aparentemente, lo demoró. Así lo entiende también el niño, pero todavía sigue molesto. ¿Por qué? La conversación que se mantiene en el auto es extraordinaria. Justeza melódica en los diálogos y decisión de registro perfecta sobre cuándo dejar el foco en un personaje o cambiar el ángulo y la perspectiva; la reproducción y la lógica de los giros argumentativos son contundentes, una especialidad de los rumanos en general y de Porumboiu en particular. El quinto plano será un primerísimo plano sobre un libro ilustrado de Robin Hood. Eso que los psicoanalistas llaman el ideal, he aquí un padre que siente y desea ser aquel legendario héroe literario en la representación imaginaria de su hijo. Digámoslo así. Ésta es tan sólo la primera capa de una película que parece sencilla (y lo es), pero que se reserva varias líneas de lectura. En el desenlace, el deseo del padre alcanzará una representación hermosa. Debe ser ese momento una de las escenas más amorosas que se recuerden con niños en el cine reciente. No describo la escena, tan sólo la califico.

La segunda capa de este tesoro concebido por el director de Policía adjetivo consiste en trabajar sobre la crisis europea en su versión rumana convocando tanto al absurdo como a la suerte. Frente a la impotencia de todos aquellos que son víctimas de un sistema que ni siquiera eligen, imaginar la conjura de la miseria por parte de los sometidos proporciona placeres desconocidos. Es tan agradable filmar una fantasía de justicia distributiva. Tanto Costi, el padre del niño, como su vecino, viven y trabajan para pagar sus respectivas hipotecas. Costi, al menos, tiene trabajo y consigue cumplir con el pago de sus deudas, no así el vecino, que le pedirá auxilio económico por unos dos meses para amortizar su déficit. Necesita 800 euros, lo que aquí suena a fortuna. La suma no es inaccesible, pero The Treasure da a entender que ese monto es prácticamente imposible de tener como reserva. La clase media rumana sobrevive. El ahorro es una acción de otro tiempo. Y esto, como corresponde, se ve, no se dice.

Tercera capa narrativa: el vecino volverá a llamar más tarde a Costi para proponerle algo insólito; aparentemente, en el patio de la casa de su madre reside un tesoro escondido. Lo que él necesita y no tiene cómo es alquilar un detector de metales para hallar la caja escondida bajo tierra que albergaría una posible fortuna. ¿Lograrán dar con ella? Y si lo logran, ¿la riqueza será fidedigna o falsa? ¿Podrán quedársela y compartirla? Interrogantes inmediatos que pone en movimiento la propia historia.

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The Treasure

El humor de Porumboiu es prodigioso. Éste se predica de una administración del absurdo en situaciones que implican casi siempre la intervención de algún procedimiento institucional. La forma de trabajo es siempre parecida. Una situación problemática menor da inicio al relato, que para resolverse debe pasar por un conjunto de obstáculos menores que constituyen un todo estructural revelador de una idiosincrasia burocrática en la que el impedimento define la naturaleza de los intercambios. De allí no solamente surge el humor sino que también se edifica una yuxtaposición de trabazones que empujan al relato en forma de preguntas y problemas a resolver en etapas. Cada situación que se presenta opera como si se tratara de la resolución de una palabra enrevesada en un crucigrama. En The Treasure primero se necesitan 800 euros, luego se trata de conseguir a alguien que pueda alquilar un detector de metales, inmediatamente todo radica en cómo conseguir un mejor precio para ese cometido, después la cuestión pasará por encontrar la caja misteriosa y corroborar que ésta albergue en verdad el tesoro oculto y prometido. Y, si todo sale bien, ver cómo se resolverá la pertenencia de la riqueza que debe pasar por una instancia de controles estatales. La burocracia es una filigrana que constituye la forma de estar en el mundo de los rumanos. Es así como se escribe e inscribe el argumento, el cual se mueve hacia delante por saltos y pruebas que los personajes deben enfrentar hasta resolver el objetivo inicial por el que se decidieron comprometerse. En este caso, el motivo es doble: cobrar, si existen, una acciones de una empresa alemana, y en el caso de Costi, más allá del dinero, perpetuar el reconocimiento simbólico de su hijo.

The Treasure es absolutamente genial porque sostiene su suspenso diminuto en las derivaciones menos esperadas, un despliegue de anudamientos insospechados. La eficacia narrativa, por otro lado, no conlleva descuidos en el registro y encuadres despreocupados. Los planos generales suelen ser soberbios y la forma elegida para delimitar el espacio de los diálogos de los personajes deriva de una idea de puesta en escena consciente. El trabajo sobre el sonido tampoco es menor y el mejor gag, como si fuera una película de Tati, responde a un efecto sonoro y no lingüístico. Por otra parte, los actores rumanos siempre están perfectos: nunca sobresalen, siempre están con el registro justo y son piezas orgánicas de una trama. ¿Cuál es el secreto del cine rumano? No lo sabemos del todo.

Lo que sí es comprobable es que la invención de las historias que filman nacen de breves anécdotas menores. En lo diminuto de los actos,, los directores rumanos consiguen identificar líneas de experiencias de mayor peso y relevancia que la vida privada y personal. A través de prácticamente nada, de un evento insignificante, son capaces de hacer hablar tanto a la crisis económica como a pretéritos sucesos revolucionarios que aquí remiten incluso a otro milenio. Los rumanos pocas veces subrayan, pero siempre sugieren con elegancia y sequedad cómo toda experiencia humana se puede inscribir en un presente socialmente problemático que no viene de la nada sino de una gran Historia que determina y mueve incluso las ocurrencias menos trascendentes. Pura lucidez la de Porumboriou, capaz de sintonizar con el espíritu de la comedia en una época en que la risa es escasa y se ve desterrada como rebeldía política.

Roger Koza / Copyleft 2015