CANNES 2016 (06): DOS DEL GANADO
Por Roger Koza
Fue Hitchcock el que los comparó con el ganado y no se trató entonces de una mera devaluación de su importancia. Los actores son insustituibles, pero no por ello son los propietarios del plano. Hablar de los actores es algo inusual para mí, que tiendo a subscribir la lapidaria descripción del maestro inglés, ese golpe al mentón propinado al narcisismo del gremio.
Sucede que he visto dos películas que me han gustado porque sus actores y actrices contrarrestan mediocridades y arbitrariedades de la puesta en escena o son ellos el punto de fuga de las constricciones del guión. A un actor se le puede decir qué hacer y qué decir, pero su piel, semblante y singulares expresiones se sustraen a los requerimientos de los directores. La mirada es insondable e ingobernable.
Loving no está mal, pero en Cannes, después de películas como Sieranevada y Rester Vertical, el filme de Jeff Nichols parece propuesto por los programadores del canal Hallmark. El clasicismo de este cuento cívico, basado en la historia real de la familia interracial Loving, oscila entre un didactismo sobrio que amenaza con convertirse en panfleto anacrónico sobre los derechos civiles y un exponente probo de una larga tradición (transversal) del cine estadounidense, en la que este tiene que (re)escribir popularmente la historia de la nación.
Por cierto: nunca está de más recordar que un hombre blanco y una mujer negra, en la década de 1950 (y hasta 1967), tan sólo por casarse en un estado y vivir juntos en otro podían ir presos por más de 25 años debido a desacatar los mandatos de una ley que mancillaba la mezcla racial. El país de Jefferson y Whitman quizás nunca ha sido lo que estos soñaron. Es un país del porvenir, una utopía que seguramente fue traicionada para siempre.
A favor de Nichols hay que decir que más allá de los excesos poéticos característicos en películas de este tipo (música extradiegética en todo momento, primerísimos planos de los rostros para denotar emociones y algún que otro penoso montaje cruzado para sugerir el peligro inminente), el film goza de una estética bastante circunspecta que lo dignifica. Una gran decisión es la de soslayar los grandes momentos en la corte con los presuntos pasajes retóricos que suelen refrendar el mito de una nación democrática que se edifica en sus múltiples discursos y en el esclarecimiento racional. Las elipsis son también de una precisión quirúrgica, y en eso la economía narrativa es una virtud manifiesta. El mejor ejemplo se comprueba por la prescindencia de representar la llegada del caso a la Corte Suprema de Justicia.
Joel Edgerton es quien interpreta al esposo abnegado, Richard Loving. La naturaleza reservada de su carácter lo mantiene en silencio y meditabundo frente a las injusticias sistemáticas que padecen él y su familia. Edgerton, que se parece mucho a John Savage en la década del ‘70, prioriza expresiones mínimas del rostro y su peso dramático recae en dos o tres posturas corporales que dicen lo que es necesario. Con eso basta para transmitir el decoro y la fuerza de voluntad con la que aguanta los embates de un estado racista. ¿Solamente ahí reside y se circunscribe su composición? Es imposible saberlo, pero no lo es conjeturar que la fuerza de su interpretación está tocada por un elemento involuntario que no es otra cosa que la poderosa fotogenia que encierra su personalidad y la relación que se establece entre él y todos los intérpretes que conforman la familia de su esposa, Mildred. Hay aquí una inteligencia en la dirección que apenas se traiciona en el final: no explicitar positivamente la diferencia racial, en tanto que ese hombre blanco y los hermanos y padres de Mildred son negros y conviven sin problema alguno; es decir: el film no aprovecha la inversión racista investida de corrección política para pavonearse en la felicidad cívica que se desprende de la amigable convivencia entre negros y blancos. Eso pasa enteramente desapercibido, hasta que se introduce muy tardíamente una escena psicologista en donde los amigos de Richard le hacen saber de esa diferencia de pigmentación que convierte la piel en un sistema de segregación, identidad y diferencia. La indistinción que se perpetúa en casi todo el film, o al menos hasta la escena señalada, es en donde descansan la elegancia y la ética de la película.
Algo similar sucede en America Honey. Sasha Lane, la joven que interpreta a Star, trasciende las marcaciones dramáticas y el seguimiento de las indicaciones propias de un guión; con ella se impone una vez más la misteriosa fuerza del rostro y la involuntaria plenitud de la fotogenia. Sin ella el film es inimaginable, ya que el vitalismo ubicuo que atraviesa el relato proviene de una irradiación de su personalidad indefinida pero determinante. Lane es una usina que pone en movimiento la energía caótica del film. Es combustible para la cámara.
La historia que cuenta Andrea Arnold en esta ocasión se circunscribe a un grupo de jóvenes comandados por una chica de la misma edad que sus “empleados” que viajan en una combi por distintos pueblos de Estados Unidos vendiendo revistas. El trabajo es rarísimo, no menos que la naturaleza de las revistas. En los viajes escuchan música, cantan y hablan de temas circunstanciales; no son empleados de una compañía, más bien parecen miembros de una tribu en la que las mujeres llevan, aparentemente, las riendas. El carácter tribal de la organización se puede constatar en los recreos y en varios momentos de ocio. Algunas prácticas aluden sin duda a una actividad colectiva de supervivencia ancestral que necesita de sus pausas y rituales para inventar una justificación simbólica que no se agote en el acopio de sustancias primarias para tan sólo subsistir y pasar el día.
Desde el plano inicial en un container de basura, en el que Star irrumpe en el cuadro, la joven prácticamente estará en todas las escenas del film; la excepción circunstancial y estructural estriba en la obsesiva aparición de animales de todo tipo que sirven tanto para pasar de una escena a otra como también para puntuar una idea general que sobrevuela el relato: los hombres son animales entre animales. Abejas, perros, saltamontes, tortugas e incluso osos acompañan el relato. (Para los interesados en Bazin, si el oso que saluda en una temprana mañana a Star no es digital, Arnold se descubre como una gran lectora del gran crítico. Lo más probable es que se trate de una especie digital, un pariente cercano al que casi se devora a Di Caprio en El renacido). Hay que decir que la insistencia en el registro de diversas especies circundantes es tan irrisoria como sublime. Cuando en el final Star suelta una tortuga que empieza a encaminarse hacia a una laguna para sumergirse en el agua y recuperar su libertad, dan ganas de imaginar la cantidad de tomas frente al desgano del quelonio. En el cine, filmar animales es una prueba decisiva. Arnold tiene un interés genuino por hacerlo y a menudo es capaz de mimetizarse con el ejemplar elegido. Su problema es otro: ¿cómo filmar no a los animales, sino a los hombres y las mujeres como animales y sacar de ahí las conclusiones necesarias para encontrar la naturaleza de la conexión entre nosotros y el resto de la vida animal no lingüística?
Pero regresemos a Star, más bien a Lane. Su presencia en el film es volcánica. Como actriz juvenil tiene la responsabilidad de cargar la película en sus espaldas, por lo que esta exige su entrega irrestricta. En una escena, por ejemplo, se va de juerga con tres vaqueros ricos e ignorantes, paradigmáticos del electorado de Donald Trump, con los que hace una apuesta insólita: comerse un gusano que reposa en una bebida mexicana, el cual puede ocasionar efectos no deseados en la digestión. Por un puñado de dólares, lo hará. La escena es magnífica solamente porque se puede percibir los movimientos de la conciencia de Star, que va midiendo las intenciones de esos hombres y su deseo de obtener una suma de dinero que jamás vio en toda su vida. Algo similar sucederá más tarde con un trabajador de una refinería, con el que tendrá un poco de sexo a cambio de dinero.
Extraña paradoja la de American Honey. Pretende ser un retrato de la insustancialidad del alma estadounidense, pero al hacerlo se encuentra con una presencia física que desborda su propuesta. Lane-Star es un cuerpo en fuga, un alma errante, una honesta nómade que deambula por la pesadilla de vivir en Estados Unidos. Ella es la única expresión real del vitalismo caótico que Arnold quiere filmar y rara vez consigue hacerlo. Pero la directora inglesa la ha descubierto. La gratitud es entonces nuestra respuesta.
Roger Koza / Copyleft 2016
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