CANNES 2016 (08): LOS HISTÉRICOS DE LA NADA
Por Roger Koza
Un grupo de sociólogos de la universidad de Joseph Schérer del sur de Francia estudian el caso. Saben que la invención del fenómeno empieza en Cannes. Les resulta muy complicado averiguar las razones de una consagración tan temprana en la carrera de un cineasta. El dato con el que cuentan es que en el 2009, el joven Xavier Dolan, canadiense, tenía 21 años y estrenó su ópera prima Yo maté a mi madre en la Quincena de los Realizadores de Cannes. De ahí en más, no dejó de filmar y prácticamente siempre sus películas empezaron su recorrido en el poderoso festival de festivales. El joven quebequense conoció la gloria de su carrera dos años atrás. En mayo de 2014 obtuvo un premio compartido con el legendario Jean-Luc Godard, de quien desconocía su obra, en el Festival de Cannes. Esto fue para los sociólogos franceses el punto de inflexión que dio inicio a sus investigaciones. No podían racionalizar el fenómeno; los excedía.
El punto de partida fue identificar qué relaciones existían entre el grupo generacional que le profesaba un amor incondicional al joven director canadiense y sus películas. Pudieron entrever rápidamente que el joven Dolan era un eficiente exégeta de la sensibilidad del grupo; también, que la lógica cinematográfica del cineasta conseguía a menudo materializar los dispersos e intangibles sentimientos de ese grupo joven. De inmediato dieron con un rasgo repetido en sus películas y declamaron la existencia de una regularidad que servía como llave de lectura. A esa endeble pero constante unidad la denominaron experiencia de lo fugaz. Aparentemente, el éxito de Dolan coincidía con un saber filmar la insustancialidad ubicua del Yo, el mundo y las cosas, consecuencia directa de poder advertir esa conciencia de lo transitorio como matriz de toda experiencia. Dicen que ayer, cuando el personaje de Juste la fin du monde recuerda el coito que tuvo con un compañero de la juventud y se despide de su amante, los feligreses de Dolan agradecían la eficacia de la escena sin poder contener las lágrimas. Era una escena perfecta que sintetizaba la experiencia de lo fugaz. El coito, la ternura volátil, la despedida. El amor dura un segundo, el recuerdo lo evoca por siempre. La nostalgia a la que alude el personaje de Juste la fin du monde lo sobrepasa, o en todo caso, es parte de la lingua franca espiritual de una generación ligera.
El reportorio está completo en Juste la fin du monde: los ralentís, el peculiar uso de música extradiegética, el montaje cortado, los saltos de escala en los planos. Por otra parte, los personajes hablan hasta por los codos, pero es una habla dispersa, pletórica de conceptos altisonantes pero entrecortados que no expresan prácticamente nada. La nada, ni budista ni sartreana, sino la nada misma, es el tema de Dolan, pues lo transitorio, en última instancia, es mirar cómo las cosas se despliegan y desfiguran en la inmediatez de su duración. La nube en el cielo pierde rápidamente su forma, insustancialidad atmosférica reconocible. Eso es el cine de Nolan: una nube que se dispersa en un segundo y se convierte en nada. ¿No es esta la razón más poderosa, quizás secreta, de la devoción del cineasta por la cámara lenta? El joven cree que así detiene la marcha de lo real y por consiguiente triunfa (falsamente) sobre lo fugaz.
Juste la fin du monde está basada en una obra teatral de Jean-Luc Lagarce de título homónimo. El origen teatral se traslada en demasía al film, pese a los enormes esfuerzos de Dolan de desmarcarlo de esa genealogía; esta claro que intenta hacer cine a partir del material, de transformar lo que no necesita imágenes en movimiento en un bloque de imágenes que se mueven con gran fluidez; a veces le sale, en otras prefiere o no le queda otra opción que ingresar al reino visual del videoclip. Los tres momentos cliperos son lamentables.
La historia es breve: un escritor que no ve a su familia hace más de 10 años regresa a su casa para contarles a los suyos que en breve morirá. Dicho así, se puede creer que se trata de un hombre de letras en su senectud, pero no es así. El misterioso moribundo apenas tiene unos treinta y pico de años, se lo ve bastante bien y nada en su fisionomía anuncia un encuentro inminente con un tribunal divino en el más allá. Sin embargo, hemos de creerle que está por morir, como afirma su voz en off en pleno viaje de avión camino al hogar. Nunca se sabrá qué tiene y qué enfermedad incurable lo aqueja. Tampoco su semblante es el de un enfermo terminal.
La familia es tremenda. Propia del bestiario de los cínicos misántropos de Zentropa, cada uno de los miembros culmina abonando el deseo honroso, frente a la tan evidente decadencia de la especie, de que la humanidad acabe para siempre. El personaje de Vincent Cassel, el hermano mayor del escritor, más histriónico que nunca, alcanza una dimensión insólita de neurosis en donde no solamente ataca a su dócil esposa (Marion Cottilard), sino también a toda la platea. Grita durante toda la película, se irrita como si el regreso de su hermano y la historia que tienen en común, que apenas se puede adivinar, constituyera un drama cósmico irreparable que está por encima de cualquier situación humana. Cassel, además, está muy bien acompañado. La madre, interpretada por Nathalie Baye, también tiene picos de una histeria asombrosa, y Léa Seydoux, como la hermana menor, no desentona en el exabrupto y en los picos de emoción. En definitiva, una familia de histéricos poco sublimes: todos quieren reencontrarse, pero cuando el deseo puede cumplirse el rechazo les impone una conspiración conjunta para malograr el objetivo.
¿Cómo filmar la neurosis hiperbólica de este grupo familiar cuyo domicilio no es otro que el limbo? En el inicio se advierte un aviso situando el relato en algún lugar y hace algún tiempo. Limbo espacial y temporal, pues los personajes son caricaturas neuróticas que deben encarnar un laboratorio discursivo de la incomunicación. En este sentido, los personajes son caricaturas paradigmáticas de una subjetividad contemporánea que no está en ningún lado y a su vez no pertenece a nada. Si esto fuera así de forma programática, tal vez Juste la fin du monde tendría algo rasgo más crítico y lúcido que la mera duplicación del mundo que representa. La película no muestra y examina un problema; más bien, es parte de él. En efecto, Dolan desconoce la distancia o está demasiado cerca de lo que pretende representar (y si bien en esta ocasión decidió no estar frente a cámara para que el mundo entero reconozca y usufructúe su indesmentible belleza, el reflejo narcisista del film pasa por la reproducción acrítica de un orden simbólico). Impresionismo puro el de Dolan: es el cineasta de nuestro tiempo, lo que no implica que estemos frente a un (buen) cineasta.
¿Qué más decir sobre Juste la fin du monde? ¿El escritor revelará su destino funesto? Poco importa, ya que la lógica del relato consiste en retardar la revelación y en ese desvío narrativo intensificar la tensión indiferente a la progresión del relato. El objetivo se cumple: distintas situaciones que se centran en la interacción con el escritor y su familia (una charla colectiva inicial, charlas con cada uno de los hermanos, una cena) operan como un barullo constante en el que se emiten signos dispersos que poco dicen pero refuerzan un malestar no identificado y menos aún trabajado. Dolan es nuestro Bergman, o la expresión más acabada de un existencialismo posmoderno vaciado hasta su propia extinción simbólica. Asombrosa paradoja: la buscada exageración en el tono y en volumen es inversamente proporcional a la esterilidad de prácticamente todo lo que se dice.
¿Algo más para decir sobre Juste la fin du monde? A su favor, debido a que nunca se debe ahorrar en prodigar un elogio si hay algo que lo amerite, hay una cierta intuición que Dolan trabaja con eficacia: la relación que se establece entre el ritmo de la conversación y las formas de musicalizar una escena de discusión resulta novedosa. Al respecto, hay dos o tres momentos excelentes, en el que el trabajo sobre el fondo sonoro musical en concordancia con la rítmica y el volumen del tema elegido orquesta un sistema desordenado de transmitir emociones que alcanza hipérboles sorprendentes. En esos pocos fragmentos se adivina el cineasta que Dolan podría ser, y que a lo largo de su carrera se puede corroborar en algunos pasajes notables de Tom à la ferme y aceptables de Mommy, que luego con poco empeño Nolan diluye en cada una de las películas de su abultada obra. Ejemplos: los tres clips de Juste la fin du monde y las involuntarias publicidades de crema de enjuague en Los amores imaginarios.
El concepto de lo social brilla por su ausencia en Juste la fin du monde, pero hay una forma histérica de trabajar el conflicto social que en Ma’ Rosa, de Brillante Mendoza, se perfecciona con suma claridad.
Una hipótesis: hay cineastas que creen que por el mero hecho de describir un sistema social en decadencia y corrupto cumplen con su cometido crítico. La histeria acrítica pasaría aquí por confundir el acto de enunciar con un acto de denunciar. Grado cero de la crítica política: describir lo que se conoce y representarlo es simplemente una forma de congelarlo. Ma’ Rosa es un film narcótico sobre narcóticos.
Mendoza sitúa su relato en Manila, que luce como un chiquero atestado de negocios callejeros. En uno de ellos, la protagonista y su marido, con quien tiene cuatro hijos, llevan adelante un negocio en el que venden un poco de todo, incluyendo, clandestinamente, drogas en cantidades menores. Alguien los delatará e irán presos. Ya en la cárcel, el matrimonio será chantajeado de diversas formas. Primero darán nombres de dealers de mayor importancia; luego, pagarán para que los dejen en libertad.
Mendoza acopia situaciones de violencia en el microcosmos de una comisaría. Los policías golpean y coimean, los detenidos resisten o se entregan. A uno de los dealers le dedican una golpiza espectacular; he aquí la gran imaginación del director para mostrar la impunidad de las fuerzas del orden. Escenas como esas hay muchas, y como si eso fuera insuficiente, el concepto de registro no es otro que el de un cine de urgencia que está al lado de la escena. La cámara en mano es propia de un estudiante, y lo mismo debería decirse del montaje y el concepto sonoro.
Políticamente inocuo y formalmente perezoso, Ma’ Rosa es el tipo de film que en el mejor de los casos alivia la conciencia de los pudientes, al incluirlo en un festival situado en una realidad inconmensurable a la realidad filipina. La gran pregunta frente a films como el de Mendoza es saber quién es el destinatario de su presunto retrato social. Para los filipinos debe ser una saga vista miles de veces; para los europeos, una confirmación de que fuera de sus fronteras el mundo es un infierno. En Brillante Mendoza el festival no dejó de tener exponentes de la estética de la sordidez. Espero que John Torres no se tarde en hacer su versión de Agarrando pueblo.
Roger Koza / Copyleft 2016
Muy bueno, lo peor del cine de Dolan es que ya está generando prosapia. Una pequeña observacion : «Asombrosa paradoja: la buscada exageración en el tono y en volumen es inversamente proporcional a la esterilidad de prácticamente todo lo que se dice.» No sería directamente proporcional, por lo que venís relatando?. Quizá me equivoque yo.
A cuenta de lo que decís , alguna vez apunté de una crítica de Pasolini a Rocco y sus hermanos: «Plantear el problema, hacer que eso sea motivo de indignación, no es suficiente; es una forma un poco tautológica para salvar la propia conciencia»
Saludos!
Generando descendencia quise decir.