CANNES 2023 (11): PREMIOS DE AUTOR
Los franceses se sienten los dueños del cine. Tienen pruebas: dos apellidos pioneros (Lumière y Méliès), una cinemateca mítica y el primer arqueólogo de imágenes (Langlois), una revista decisiva para la historia (Cahiers du Cinéma), autores por doquier (Epstein, Renoir, Truffaut, Rohmer, Resnais, Eustache, Garrel, Denis, Dumont, Guiraudie) y un festival de cine que puede anunciarse sin que nadie lo desmienta como el festival de festivales: Cannes. En esto último no fueron los primeros. Cannes se celebró después de Venecia y Berlín, los otros dos festivales poderosos, aunque en poco tiempo conquistó la hegemonía. Cannes tiene algo de Vaticano del cine. Quien cree en el cine, quien tiene fe en ese arte clave del siglo XX, sabe que, para bien o para mal, en esa institución se decide casi todo, entre otras cosas qué es un autor.
La política de los autores es un sintagma difuso en la historia del cine. Un libro reciente publicado en Argentina, Caligrafía de la imagen: de la política de los autores al cine de autor, de David Oubiña, esclarece bastante los usos y las mutaciones de un concepto que ha servido para todo. Cannes se define por nombres propios y ejerce su programación bajo esa orientación. Basta ver lo que sucede en cada aparición en el Teatro Lumière de un cineasta, antes de que se proyecte su película, para constatar que se apuesta todo a la figura del autor. Martin Scorsese puede venir acompañado por Leonardo Di Caprio, Todd Haynes por Natalie Portmann o Tran Anh Hung por Juliette Binoche; la ovación del público, las luces de la sala y el presentador harán del director el máximo referente de la noche. Eso no significa que las estrellas de cine estén devaluadas. Simplemente existe una jerarquía. A Michael Douglas o Harrison Ford, como sucedió en esta ocasión, se les puede dar una Palma honorífica, pero en Cannes las estrellas de cine nunca son más poderosas que los autores. ¿Qué es un autor? Un nombre asociado a un estilo. A él o ella se le adjudica una relación entre su visión del mundo y la puesta en escena. Un autor es quien sabe disponer de los planos para plasmar una imagen del mundo.
En la edición 76 del festival, hubo nombres legendarios. Marco Bellocchio, Catherine Breillat, Wim Wenders, Aki Kaurismäki, Ken Loach. En una sección no competitiva llamada Cannes Première, Víctor Erice estrenó Cerrar los ojos, su primera película después de 30 años, como también lo hizo Takeshi Kitano con Kubi. Todos los mencionados tienen más de 70 años, dato indesmentible que permitió alguna que otra ironía maliciosa como un festival la tercera edad. Detrás de ese señalamiento pueril puede advertirse un problema: ¿quiénes son los autores de hoy, los nombres propios que con cinco o seis películas podrían estar en el nuevo panteón? En otros términos, ¿cómo se reinventa la tradición internacional de los autores? Si Cannes tiene algún sentido, es justamente el de poner a consideración de la cinefilia mundial los cineastas del presente en tensión con los del pasado.
La sala de los espectros
El primer día del festival, antes de que se pasara la vergonzosa película de apertura Jeanne Du Barry, de Maïwenn, con el regreso sin gloria de Johnny Depp en un protagónico, se proyectó una versión restaurada en la sala Debussy de L’Amour fou, de Jacques Rivette. De todos los miembros de la Nouvelle vague, ninguno es tan misterioso como Rivette. Fue un hombre reservado, un crítico refinadísimo y un cineasta inigualable. L’Amour fou fue su tercer largometraje, el primero que superó las cuatro horas y el que mejor permite apreciar lo que caracterizó su condición de autor: la relación del cine con el teatro. El núcleo narrativo de esta película se circunscribe al ensayo de una obra de Racine. El director de la obra tiene tres semanas para preparar a su elenco, comprender la puesta y estrenar. Son pocos días y habrá muchísimos obstáculos.
El punto de partida de L’Amour fou es el siguiente: la actriz principal de la obra se siente intimidada por la presencia de una cámara que filma los ensayos. Dice que así no puede seguir y por esa razón abandona la obra. El título de la película se predica de lo que sucede con la actriz interpretada por la extraordinaria Bulle Ogier, porque en el relato ella es no solo la actriz, sino también la mujer del director. A medida que la obra sigue su curso sin ella, su personaje empieza a enloquecer. Rivette aprovecha la desestabilización psíquica del personaje para inventar formas cinematográficas que transcriban su desmantelamiento racional. La descomposición de la psiquis, antes de verse, se escucha. El concepto sonoro de la película consiste en disociar lo que se escucha de lo que se ve. Es una proeza estética.
El punto de vista en los ensayos se duplica. El de la propia película que remite a un registro en 35 mm y otro en 16 mm, que es un pequeño equipo que filma la obra. Ese ida y vuelta es magnífico y propone un juego de espejos entre cine y teatro. Rivette cifra esa relación del siguiente modo. El director de la obra sabe que solamente repitiendo el texto en los ensayos algo sucederá. No tiene tiempo suficiente, y reconoce entonces el peligro: solo en la repetición obsesiva se conquista el alma del texto. Esa clarividencia de Rivette a través de su personaje colisiona con otra: el cine es el arte de registrar lo irrepetible. En esa tensión entre la repetición y aquello que no puede jamás volver a ser lo mismo reside el misterio de su cine.
Rivette está muerto desde hace mucho tiempo. Godard, en cambio, terminó con su vida algunos meses atrás. En Cannes se estrenó un tráiler de un film que no existirá jamás, pero un tráiler de 20 minutos no es un tráiler, es un cortometraje. El título breve sería “Guerras falsas”, y nada en esos minutos gloriosos es un indicio de cuáles serían las batallas inauténticas. Lo que sí puede detectarse es el dominio que el cineasta emblemático de la modernidad cinematográfica tenía sobre la composición de los planos, el empleo idiosincrásico de los colores, el uso magistral del sonido, la siempre pertinente incursión de la palabra en la imagen. Godard fue quien mejor entrevió la relación del pensamiento con el cine. He aquí su última prueba.
En Tráiler de una película que nunca existirá: “Guerras falsas” se habla de un trotskista belga, Charles Plisnier, quien tal vez hubiera sido el protagonista conceptual de ese film; se leen algunas afirmaciones sueltas, la voz de Godard suelta algún nombre, fecha o concepto: Sarajevo, Palestina, Gestapo. Fechas: 1968, 1943. Irrumpen a veces fragmentos de un cuarteto de cuerdas de Shostakovich, y se confirma que Godard pensó mejor que nadie la disyunción entre imagen y sonido. Quienes estuvieron presentes en esa primera y última función del tráiler-película no fueron a una función. Se trató de una elegía, acaso una misa secular sin ningún sacerdote dirigiendo el oficio.
Los premios
Justine Triet presentó Anatomie d’une chute (Anatomía de una caída). La realizadora francesa es la segunda mujer que se lleva la famosa Palma de Oro. Apenas dos años atrás, Julia Ducournau había recibido tal distinción cuando Titane obtuvo el máximo reconocimiento en Cannes. Es muy deseable que el mundo del cine prosiga con su necesaria desmasculinización. El machismo de la cinefilia es una mácula en su historia.
Anatomía de una caída es una película sólida. Empieza con un accidente y en poco tiempo deja de serlo. La caída de un hombre del último piso de una casa situada en las montañas de algún lugar hermoso de Francia puede haber sido un suicidio o quizás un asesinato. En la película de Triet, Sandra Hüller interpreta a una escritora exitosa que vive con su marido, también dedicado a las letras, pero novelista frustrado. Tienen un hijo al que, por descuido del padre, un accidente lo dejó ciego. Con esas coordenadas de fondo, la película de Triet es literalmente la investigación judicial de lo sucedido, de lo que se predica una tensión inesperada entre los cónyuges relacionada con la distribución del tiempo propio, el vínculo con su hijo y la competencia acallada de ambos en torno a su condición de escritores.
La contundencia de Anatomía de una caída estriba en sus interpretaciones, sobre todo el de la actriz alemana, y en un guion trabajado minuciosamente en el cual la palabra adquiere una valencia absoluta. Las ideas cinematográficas de Triet están acá al servicio de la credibilidad de los diálogos, y los conflictos maritales son demasiados esquemáticos para traspasar la mera mezquindad de clase y una psicología ceñida al narcisismo de los artistas. El límite de la película reside en su apego a un guion de hierro, y el cine nunca es del todo la ilustración perfecta de algo escrito con antelación.
El segundo premio de importancia (Gran Premio del Jurado) fue para The Zone of Interest, de Jonathan Glazer. El cineasta estadounidense tomó la novela de Martin Amis de título homónimo y se adentró en un tópico paradigmático del cine moderno: los campos de concentración durante el nazismo. ¿Cómo volver sobre este tema? ¿Hay algo que agregar a Noche y niebla, a Si esto es un hombre, a Eichmann en Jerusalén?
En El roce del tiempo, Amis dice: “En los campos de concentración, todas las muertes no fortuitas eran supervisadas por los médicos (también los hornos crematorios). En palabras de uno de ellos: ‘Por respeto a la vida humana, extirpo los apéndices gangrenosos de un cuerpo enfermo. El judío es el apéndice gangrenoso del cuerpo de la humanidad’”. El film de Glazer intenta representar la cotidianidad de quienes podían concebir pensamientos tenebrosos y actuar en consecuencia, y sin embargo llevar adelante una vida familiar, como la de cualquier persona ordinaria.
En The Zone of Interest, Glazer se circunscribe a seguir el día a día de Rudolf Höss y su familia. El comandante a cargo de Auschwitz puede discutir con los ingenieros la eficiencia de los hornos para una aceleración del exterminio y a la vez leerle a su hija cuentos clásicos infantiles. En la decisión de no prodigarles ni un primer plano a los nazis se cifra la injuria estética propinada a los genocidas, quienes pueden preocuparse por los jardines y los animales domésticos, y no por eso estar menos implicados en un plan casi indescriptiblemente perverso. El hecho de que todo lo que sucede en Auschwitz permanezca en fuera de campo y de que el horror llegue esencialmente por un sonido abstracto que remite a las barracas es un incuestionable signo de respeto por las víctimas. De lo que se trata es de observar a los artífices de la aniquilación tal como son: seres banales que encarnaron estúpidamente una ideología despreciable a la que nunca debe dársela por vencida.
En Cannes no todo fue sombrío y triste. Hubo películas hermosas, como Los delincuentes de Rodrigo Moreno, otras fascinantes, como Cerrar los ojos de Erice, y algunas alucinatorias, como Inside the Yellow Cocoon Shell del debutante director vietnamita Thien An Pham. Pero ninguna quedará en la historia endeleble del cine como Fallen Leaves (Hojas caídas) de Aki Kaurismäki. ¿Quién puede filmar una historia de amor proletaria como el director finlandés?
Si la felicidad no estuviera devaluada, bajo sospecha y gozara del prestigio que tienen el drama y la tragedia, el romance entre la empleada de un supermercado y un hombre que pierde sus trabajos por beber mucho debería haber ganado todos los premios en Cannes. Todo está bien en la película de Kaurismäki. Los colores, los movimientos de cámara, el empleo de la música, las citas cinéfilas en tono humorístico. Solamente a él puede ocurrírsele llamar Chaplin a un perro sin sonrojarse. Es que Kaurismäki representó en Cannes el humanismo lúcido y crítico del cineasta que hizo reír sin darle la espalda a nada de lo que es injusto en nuestro mundo. El día de la proyección de Fallen Leaves permanecerá en la memoria de todos los que estaban presentes. Fue un día feliz, un día en el que se conmemoró otro modo posible de estar en el mundo, eso que ya nadie invoca y que alguna vez se denominó utopía.
*Publicado en Revista Ñ en el mes de junio 2023
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