CANNES 2024 (06): LAS PELÍCULAS NOS PUEDEN HACER MEJORES
Miopía, frivolidad, malicia, indiferencia. Otros sustantivos podrían sumarse para desterrar la perplejidad que ocasiona encontrarse con una película magnífica en una sección que tiene sabor a nada: Cannes Première. El discurso oficial defenderá la sección apelando al prestigio del que goza el festival. Es mejor estar en Cannes, en cualquiera de sus secciones, que empezar en cualquier otro festival. Basta decir “Cannes” para que los oídos se tensionen como los de un burro que reconoce los pasos de su dueño.
Ha pasado más de una semana y pocas son las películas que doblegarán el paso del tiempo y la caída libre hacia el abismo en que el olvido digiere los fotogramas a la velocidad de la luz. ¿Quién recuerda hoy películas más o menos recientes como Dheepan o Fahrenheit 9/11? Es evidente que ganar la Palma de Oro no asegura un lugar en la eternidad. Las buenas películas no dependen enteramente de un espacio de exhibición ideal y de un jurado capaz de reconocer algo singular. Lo extraño es otra cosa: ¿por qué un pequeño milagro como Misericordia de Alain Guiraudie ha sido relegado a la sección de los resignados?
La palabra es inequívoca y tiene una herencia. Es indudable: El vocablo “misericordia” pertenece a la tradición cristiana como el vía crucis, la eucaristía y el pecado. En la nueva película de Guiraudie hay un cura rural que en apariencia no tiene nada que ver con el de Bresson, pero que bien podría ser una versión suya en sus últimos años de vida, ya sin la desesperación de la juventud y algo de la sabiduría que no siempre se cosecha con el transcurrir del tiempo. Es probable que, si el Altísimo es esencialmente amor, la conducta de su mediador en este pueblo diminuto en el que una muerte y un crimen ponen en funcionamiento el relato le resulte digna de su ministerio. El cura intuye todo lo que ha sucedido desde el inicio, y cuando es capaz de confirmarlo en vez de condenar prefiere justamente radicalizar la noción de misericordia. El cura es capaz de poner en riesgo sus vestiduras. Una aclaración lacónica: Misericordia es una comedia.
Los primeros planos con los que abre Misericordia son característicos de Guiraudie: es el campo soleado del sur visto desde el movimiento de un auto. La luz del sur es única. Quien está al volante viaja a un funeral de quien había sido aprendiz de un oficio noble. Ese hombre que le transmitió un oficio acaba de morir. En el entierro los esperan la mujer del fallecido y su hijo. Aparentemente, fue casi un hijo para la familia. Todo lo que sucede de ahí en más se precipita por los celos del hijo único, quien ya no vive en la casa porque tiene una mujer y un hijo. Sin embargo, siente la amenaza. Según su parecer delirante, el visitante quiere acostarse con su madre. Lo que pasará entre los dos, el visitante y el único hijo del matrimonio, no puede terminar bien. Por eso, vale repetirlo: Misericordia es una comedia, jamás una tragedia.
Excursus: el plano-contraplano-plano, del muerto al rostro del protagonista y de regreso al muerto en otra escala tiene un misterio propio del encuentro con los muertos, una mirada al abismo, porque mirar a un muerto es saber que la reciprocidad es imposible y es el primer reconocimiento de una ausencia. Algo similar pasa mucho más tarde con otro hombre muerto. El abrazo misericordioso de un vivo a un muerto en la oscuridad absoluta de un cementerio es todavía más conmovedor. Solamente a Guiraudie se le puede ocurrir ese gesto de ternura. La duración de esa acción intoxicada de piedad dura poco, pero el gesto invoca la eternidad.
En Misericordia no hay muchos personajes, pero cada uno de ellos es inolvidable: el vecino que vive solo tiene una propiedad y sus necesidades básicas garantizadas, y no sabe si siente o no atracción por el visitante. La viuda, cuidadosa y solícita, decide atender a todos antes de sumirse en el duelo, aunque prefiere que su hijo adoptivo se quede en la casa para no estar sola. Del cura, ya se ha señalado todo, pero habría que añadir su ubicuidad; en esto se parece a su Padre todopoderoso: está en todos lados, en todo momento y cuando menos se lo espera. El hijo auténtico es temperamental. Celoso, algo infantil; tener un trabajo y un auto propio son motivos de orgullo. Todos los días sale a las 4 de la mañana para ir a otra ciudad y ganarse el pan. A diferencia de su padre, a él no le interesó el oficio. Y falta decir algo de cuatro secundarios magníficos: la nuera y el nieto, y dos policías que llevarán adelante la investigación del caso. La pasión que tienen por investigar incluye interrogar a los sospechosos durante la noche y de improviso mientras duermen en sus casas. En sueños, tal vez, digan algo. Así y todo, Misericordia no es un policial, es una comedia.
Guiraudie es un cineasta demasiado libre para nuestro tiempo. El deseo sexual prescinde de cualquier reivindicación identitaria. El sexo ya está emancipado en sus películas. Ser homosexual, heterosexual o cualquier variante es irrelevante. La libido recorre el cuerpo como el viento mueve a las hojas de los árboles. Los penes erectos que se ven acá cumplen funciones distintas. A veces erótica, en otras cómicas, pero lo distintivo es la naturalidad con la que puede introducir pitos, destituyendo el tabú de verlos en pantalla cuando no se trata de pornografía. Es que el cine de Guiraudie está en las antípodas de la pornografía: el deseo está decodificado de la moral como de la inmoralidad, avanza libre y todos pueden participar de él. Tener un cuerpo y tener conciencia de él es una dádiva de la evolución. O, teológicamente, es una muestra de la misericordia del Señor el habernos conferido conciencia para que los placeres del cuerpo no se ciñan a la reproducción y la perpetuación.
Misericordia es calma y virtuosa en sus tiempos narrativos. Tiene tiempos tan precisos como una sonata para un cuarteto de cuerdas que se ejecuta conforme a cambios de intención que modulan la pieza sin que se note. La película retiene cada carta que juega para lanzarla en el momento justo y propiciar así un nuevo aditivo humorístico y otro paso en el camino hacia la libertad. La escena de la confesión en la iglesia es una cifra del genio del cineasta. Es bueno añadir que Guiraudie escribe y dirige su película. ¿Hace falta decir que es el mejor cineasta de Francia?
El cineasta de lo abierto, el que prefiere el bosque y el lago, aquel que sabe encuadrar geométricamente para que la distancia enaltezca la hermosura del bosque y el recorrido de la luz. Cineasta que puede hacer de ese espacio fértil para recoger hongos silvestres el escenario de un crimen. ¿Quién sabe filmar tan bien el viento? Sabe convocar al viento para que interprete su papel con los matices necesarios del caso y jamás sobreactúe su paso por las copas de los árboles. Es cierto que el otoño lo esperó para el rodaje: la variedad de anaranjados lucen pintados por Monet.
Todo es vital en Guiraudie, todo lo existente está sexualizado, porque todos los organismos existen debido a esa fuerza incontrolable de la atracción. Y es justamente aquí en donde reside la gran paradoja: el cineasta del erotismo es capaz de recobrar el sentido de la misericordia como ningún otro cineasta actual. No importa si Guiraudie es o no un creyente. Lo que es admirable es que, en una película en la que existen el deseo y la muerte, la misericordia se revela como una cualidad democrática del espíritu por la que un hombre puede reconocer en otro v viceversa un salto por encima de cualquier consideración moral para aceptar sin más lo que se es.
En la oscuridad de un cuarto, una persona apoya su cabeza en la otra para atenuar la soledad. Se llega a la delicadeza de ese gesto después de reír mucho y de varios disparates que no impiden que Misericordia elija como último plano un momento en que la misericordia deja de ser una palabra y es una imagen pura.
En un libro muy convincente, el filósofo estadounidense Stanley Cavell razona que el cine nos puede hacer mejores. A la luz de las películas de Guiraudie, de Jia Zhang-ke, de Robert Bresson, de Roberto Minervini, la afirmación de Cavell resulta indudable. No se podría decir lo mismo con otra selección. Basta seguir la competencia oficial de Cannes para confirmar la tesis opuesta.
En una de sus películas más hermosas y maduras, Volveréis, Jonás Trueba cita el libro de Cavell. Es una escena clave de un segmento de la trama indeleble. En verdad, quien cita el libro es su padre, el gran Fernando Trueba, cuyo papel tiene incidencia desde la primera escena, papel que crece en fuera de campo hasta que hace su aparición después de un buen rato. La elegancia que caracteriza a los grandes actores del cine clásico le pertenece. Trueba no solamente propone ese título con fines muy concretos y en oposición a una pretérita conjetura suya dicha sin pensar. Le sugiere a la hija darle una leída a La búsqueda de la felicidad, también de Cavell, el famoso libro sobre las screwball comedies de Hollywood de los 30 y 40, y añade un libro extraordinario que no es de cine pero sirve para todo: La repetición, de Søren Kierkegaard. No son citas gratuitas, e incluso en el desenlace los dos personajes centrales leerán una afirmación del filósofo danés que sintetiza el dilema de los personajes.
Como Guiraudie, Trueba es un cineasta “liviano” y un humanista por default: el amor que les dispensa a los personajes a lo largo de toda su obra es indesmentible. Jamás los maltrata, siempre lo respeta. Hay una escena en Volveréis en la que participa con un plomero que es un instante de revelación de cómo observa el mundo el cineasta. Tras reparar la cañería de la canilla de la cocina, el señor pide sus 60 euros, saluda y se retira. Ni bien se va, hay una breve discusión sobre lo que ha sucedido, algo que ha dicho que podría haber molestado al plomero. Es una escena al paso, pero es ahí donde se observa cómo se concibe el cuidado de los personajes. Es el instante en que lo que está en el plano es lo mismo que está detrás del plano. La conciencia del cineasta impregna la materia filmada.
En Volveréis los miembros de una pareja que llevan casi quince años juntos se preguntan si tienen que separarse. De hacerlo, se les ocurre que deberían organizar una fiesta de celebración por el hecho de culminar la relación. La idea es del padre de Ale, directora de cine, le recuerda Alex, actor, a su compañera de tantos años. En una larga conversación cuya ocurrencia reproduce con exactitud ese tipo de diálogos que pueden mantenerse con una persona con la que se ha convivido por mucho tiempo, la idea empieza a percibirse como una posibilidad real hasta convencerse de que es una forma digna de cerrar un capítulo de sus vidas. De ahí en más, es el tiempo de la comedia, cuya evolución radica en introducir interlocutores disímiles (familiares, amigos, colegas y desconocidos) que reaccionan sobre la propuesta y al hacerlo reflejan los propios razonamientos de la pareja como también las incertidumbres.
La tradición a la que adscribe el ya no tan joven Trueba, pero jamás envejecido como cineasta, es la de la gloriosa comedia estadounidense sobre los matrimonios exangües que tienen una segunda oportunidad sin que se den cuenta del todo. La velocidad de los diálogos no será la de Luna nueva de Hawks o La pícara puritana de McCarey, pero estos exhiben el mismo tipo de lucidez discursiva para sugerir cómo las palabras ordenan el deseo y pueden esclarecer los sentimientos. Toda la película no es otra cosa que un laborioso examen sobre cono una pareja es en sí misma un ejercicio de conversación por el que se puede conjurar la opacidad del sentimiento hasta saber lo que se quiere. Dadas las circunstancias, se puede citar otra gran idea del filósofo danés: el momento de tomar una decisión es un momento de locura.
Volveréis es hermosa por muchas razones. Trueba conoce la luz de Madrid y le saca provecho. A Trueba le interesa siempre el problema de la representación en el cine y acá lo afronta como un juego. Trabaja muy bien con sus intérpretes y conquista una fluidez en la interacción con la que florece una comunión no forzada y amable. El director es un cinéfilo y cuando intercede con una cita honra el motivo de toda cita: la alegría de saber que en lo citado se comparte algo que se ama.
Pero Volveréis tiene algo más. Pocas veces un hijo cineasta ha filmado a su papá cineasta con el amor que se puede observar aquí. Como si Trueba padre no se diera cuenta, en un momento la cámara parece descubrir sin su consentimiento un gesto que el hijo debe reconocer como singularísimo de su padre. Son dos o tres planos breves donde Trueba hijo lo toma desprevenido y lo observa con la cámara, como si el lente fuera un abrazo óptico y háptico. Es una escena memorable, una escena que, cuando el padre ya no esté en el mundo de los vivos, le permitirá al hijo visitar al fantasma de su padre para recordarlo y darle las gracias, una vez más, por haberle contagiado el oficio.
Roger Koza / Copyleft 2024
El último párrafo sugiere algo encantador. Mezclado con otro tema un poco menos encantador, pero sin duda del ámbito del cine.
Todavía no alcanzo a ver nada, pero leyendo siempre suena interesante J. Trueba, así también suena la aparición de Kierkegaard. Hace tiempo quiero ver un documental suyo, larguísimo.
Gracias por estas líneas y por la cobertura en general!
Lucas, si te referís al documental «Quién lo impide», rodado por Trueba con adolescentes, escribime por IG a @trespasos_cine, hay una versión en cuatro partes de esa gran película.