CANNES 66 (04): VARIACIONES DE LA EXPERIENCIA AMOROSA
Por Roger Koza
Siguen la lluvia y el frío. Posiblemente, Steven Spielberg, a quien se lo ve muy contento en su rol de presidente (no hay ocasión en la que no lo declare), y sus compañeros de jurado no se habían imaginado días tan lluviosos. Pero ni el más desalmado de los cinéfilos puede dejar de sorprenderse: a las 7.45am, el Gran Teatro Lumière, con sus 1300 butacas, ya estaba lleno. Hay un candidato vernáculo fuerte en la competencia internacional de este año: el gran Arnauld Desplechin.
Nada más oportuno que un gran film de un director francés cuente con la presencia de Benicio del Toro, un niño mimado de los franceses y sin duda una estrella de primera línea del cine estadounidense. Pero Jimmy P no está a la altura de las expectativas. La película es buena, no hay dudas, pero lo que promete al comienzo se diluye paulatinamente.
El punto de partida es fascinante: ¿se puede aplicar el psicoanálisis a un indígena? Poner en duda la universalidad de la invención de Freud frente a un aborigen traumatizado es una intuición notable. Mathieu Amalric interpreta a Georges Devereux, un antropólogo y psicoanalista húngaro de origen judío. Su misión aquí consiste en tener que curar al personaje que magistralmente compone Del Toro (¿ganará por segunda vez el premio a mejor actor?), un Pies negros, una de las tantas tribus de lo que se entiende como la América nativa. Jimmy Picard es un ex combatiente de la Segunda Guerra, y su paso por el frente de batalla le ha dejado secuelas: intensos dolores de cabeza, mareos y distorsión de la percepción. Hoy se hablaría de ataque de pánico. En el hospital militar de Topeka, Kansas, las limitaciones del marco de interpretación del caso es ostensible. La lobotomía ya ha pasado de moda, pero en esa línea hermenéutica se leen los problemas del circunspecto y dolido Jimmy. Por suerte, uno de los doctores conoce y admira el trabajo del antropólogo y psicoanalista Devereux, quien concibió la etnopsiquiatría. El film es simplemente el registro de una terapia y la elaboración casi pedagógica de una cura.
La obsesión por lo inconsciente y la dimensión onírica en la expresión del mismo no es un tema ajeno al cine de Desplechin. El vértigo de sus películas precedentes, esa línea narrativa de curvas, derivas y sobresaltos constantes, en donde se pone en juego la dinámica de la vida psíquica sufre aquí un retardo, un paso hacia atrás. Es como si el temple dominante estuviera asociado a un nirvana aborigen que detiene la velocidad del relato. En ese sentido, la película parece mimetizarse con la experiencia perceptiva de Jimmy P. La película, de ese modo, reposa en un extraño sentimiento de quietud y pérdida, pero distante al modelo vertiginoso del director. Las secuencias oníricas se descubren con facilidad, a diferencia de lo que sucedía en Reina y reyes, en donde la puesta en abismo era un recurso extraordinario y estructural para poner a circular otra economía libidinal y narrativa.
Un uso demasiado ortodoxo de la banda de sonido y una innecesaria linealidad en la poética narrativa ejercida por Desplechin podrá hacer más accesible el film, pero detiene su marcha hacia otras capas posible que el film enuncia pero que abandona encontrando una flotación en una superficie demasiado cómoda. Todo queda pautado y definido, como cuando Devereux le explica la función de los sueños en el psicoanálisis como la repetición de escenarios del pasado y en el marco referencial aborigen como una zona de predicción sobre el porvenir. Podría haber sido genial, y simplemente es un film amable.
Junto con los franceses y los estadounidenses, la presencia oriental en la competencia es ostensible. Una vez más resulta previsible que un film como Like Father, Like Son, del japonés Hirokazu Koreeda, pueda ganar las preferencias del jurado. Es difícil despreciar el encanto de cinco niños (demasiado) adorables como protagonistas de un relato familiar.
El film de Koreeda no tiene nada que ver con Nadie sabe, aquella película en la que tres niños quedaban abandonados y crecían sin el cuidado de los adultos. El nudo narrativo es otro: dos familias se enteran de que sus respectivos hijos de seis años fueron intercambiados por una enfermera el día del nacimiento.
Koreeda elige contrastar las diferencias de clase a partir de una familia de clase media alta ligada a la cultura empresarial y otra de clase media trabajadora. En un caso, el hijo que no es el hijo es además el único hijo. En el otro caso, tiene dos hermanos menores. Los problemas legales, institucionales y económicos no son finalmente el eje del relato sino el acomodamiento psicológico y afectivo de los niños y de los adultos a una situación desconcertante. La precisión de las interpretaciones es verificable pero cierta proclividad al sentimentalismo y los lugares comunes le quita poder a una historia donde el concepto biológico de paternidad es cuestionado a partir de la importancia decisiva que tienen la cultura y la clase social en el desarrollo de una personalidad. Es un film menor, definitivamente menor, pero es difícil pensar que un jurado presidido por Spielberg lo ignore a la hora de repartir premios.
A falta de Lars von Trier (la exhibición en el mercado de Cannes de La ninfómana generó estupor y delirio), está Alejandro Jodorowsky. Tras casi tres décadas de no filmar, el gurú cool de la psicomagia vuelve con un film autobiográfico llamado La danza de la realidad. A juzgar por la primera hora de metraje debería llamarse “La danza de la fortuna” o “Introducción a la vida fascista”. La celebración descarada del dinero y el sadismo alcanza una dimensión payasesca. Ni transgresión, ni escándalo, sólo vergüenza. El gurú, lógicamente, tiene sus apologetas y fieles, pero quien mire cinematográficamente podrá constatar una absoluta negación de la profundidad de campo en todos los fotogramas de la película. La imagen pierde sus pliegues en el espacio y un registro televiso achata el espacio curvándolo hacia un grado cero de volumen. Es increíble que una condición objetiva como éste no llame la atención ni de los críticos, ni de los programadores. Si se trata de transgresión, líbido liberada del orden social y una política antifascista habría que ver Sweet Movie de Makavejev. Aquí todo pasa por mostrar tullidos iracundos e ilustrar los métodos pedagógicos de un padre que busca el dominio de su hijo sobre sus pasiones. Controlar el dolor, alcanzar una suerte de ataraxia demencial a fuerza de cachetazos y experiencias extremas. Si el torno de un odontólogo funciona como una picana, aquí se trata de una ascesis sádica orientada a la liberación. Fue así que un decadentismo perverso tan esotérico como anacrónico colmó los ánimos de la sala en donde se proyectan las películas de la Quincena. Parecía una misa feliz y ruidosa de la Iglesia Universal pero en clave aristocrática. El templo de la resistencia cinematográfica de la década del ’60 celebraba a un hijo reaccionario. En la Quincena se tomó una decisión lamentable: dos películas de Jodorowsky fueron más sustanciales que el último film de Jean-Marie Straub, el cual rechazaron. Humillante.
Pero si se trata de transgresión, la más poderosa de todas es aquella que se pliega sobre sí, y trastoca entonces la relación de los límites con la ley sin la apelación al gesto exhibicionista. En las manos de los discípulos de la psicomagia, un film como L’ Inconnu du lac hubiera sido un baño de semen y otros fluidos viscosos. La elegancia no pertenece al universo psicomágico.
¿Cómo mostrar los placeres de la homosexualidad masculina sin componer por cada imagen un discurso militante acerca de lo gay como política de la identidad? ¿Cómo filmar mamadas y cogidas ocasionales que no estén ni asociadas al amor romántico pero que tampoco se le condene como perversión propia de una vida licenciosa? Los hombres, más bien los putos, se pueden encontrar, chupar, besar, hablar y acompañarse. El cuerpo, además, puede ser vivido como una superficie absoluta de placer. En un pasaje glorioso, en el que dos hombres se masturban gozosamente, la amabilidad de la escena y el placer que transmite puede remitir a esas secuencias hermosas del cine de Jean Renoir en donde sus personajes se permiten sentir el placer del mero estar en la naturaleza. Un río, el viento, el pasto, elementos mínimos de un bienestar no mediado por el dinero, y en este caso, ni siquiera el sexo. ¿Quién ha filmado esta genialidad? Alain Guiraudie.
Película insólita y libre como pocas, ya desde el plano de apertura estamos frente a un director que entiende la gramática del cine con una seguridad que no contrabandea pretensión alguna. Una panorámica presenta un bosque y una playa al lado de un lago. Allí, funciona una playa nudista para homosexuales, y es también un lugar que sirve para el levante. En la playa se toma sol, se habla y se práctica natación. En el bosque, fundamentalmente, se coge. Los habitués llegan en automóviles los que estacionan regularmente en un improvisado parking. Es verano. La luz del sol brilla de un modo peculiar y el viento sopla de una forma específica. Guiraudie pone especial atención en cómo capturar el ecosistema de este cosmos desnudo en donde se desarrollará su comedia policial erótica. Las panorámicas de la playa, el bosque, los lagos y los cielos componen un mapa visual de inmediato. Cada día que pasa arranca con un plano general del estacionamiento, y otros planos generales sobre el territorio varían cada tanto. La naturaleza se repite pero también cambia, y lo que se ve al mismo tiempo se duplica en un trabajo sonoro formidable. Los sonidos se repiten pero también padecen cambios menores. Al ver el desplazamiento de un hombre nadando en el lago, en los primeros minutos del film, ya se puede aprender un código y una motivación estética: asombrarse frente a la vitalidad del cuerpo, celebrar un vitalismo al alcance de la mano. Primero será vía el deporte, luego por el placer por el sexo.
Franck suele ir todos los días. Nada, charla y coge. Los visitantes se conocen, lo que no implican que sepan sus nombres. Es una zona libre, en el que la identidad del documento no tiene estatuto ni sustento. Lo fugaz como tal colma la mera existencia; alcanza con estar, respirar, moverse y acabar. Franck conocerá a Henri, un hombre de mayor edad y heterosexual que suele ir todas las tardes a contemplar el lago. Esa relación no pasará por el sexo sino por la amistad. He aquí un pronunciamiento magnífico: los hombres se pueden amar de muchas maneras. La construcción de esa amistad es una de las revelaciones del film y el punto de mayor sofisticación afectiva, que en el desenlace policíaco consigue el carácter de lo sublime. Los diálogos entre Franck y Henri son de una delicadeza admirable, y el crecimiento del cariño entre los dos es un pequeño milagro que sucede en pantalla. Se trata de exponer una política de la amistad entre hombres, una modalidad del cuidado del otro en el que la genitalidad no es una condición de su posibilidad. Lo homosexual pertenece a otra vía, y el propio Franck, siempre predispuesto a coger con extraños, reconoce de inmediato en Henri a un amigo, un caballero de la conversación y el cuidado.
Franck, por otra parte, se enamorará paulatinamente de un tal Michel, aun sabiendo algo terrible de él. Es que ha habido un asesinato: Michel ha matado a uno de sus amantes y Franck lo ha visto. Y aún así, los dos hombres estarán por varios días juntos, encontrándose a la tarde, cogiéndose y acariciándose. Este hecho, lógicamente, abrirá la vía policial del film, lo que incluye a un maravilloso personaje tardío, el del inspector. Figura cómica que viene además a proponer una ética que trasciende las predilecciones sexuales. Y es genial porque su investigación es siempre jurídica, nunca moral.
Ninguna escena está de más. Los tiempos son perfectos, la elección de luz y la apropiación de la oscuridad ambiente en el relato virtuoso, los toques humorísticos excepcionales y el erotismo sin concesiones conjura mágicamente la grosería y el exhibicionismo. Es una película de putos pero que no requiere ni serlo ni convertirse para ser parte de ella. La singularidad homosexual está subsumida en lo universal.
Sí, Guiraudie ha hecho una película extraordinaria sobre la amistad entre hombres y sobre el amor físico entre ellos. Estamos frente a una película irrepetible, de las que faltan en festivales y que aparecen cada tanto para renovar nuestra fe por el cine e incluso por los hombres.
Roger Koza / Ciopyleft 2013
Sigue la lluvia y el frío pero cada vez trabajás más y mejor, ¿qué hace Jodorowski en Cannes y no Straub como dijiste? casi inverosímil, qué bueno lo de Guiraudie. Un abrazo.
Espero que traigas «L’ Inconnu du lac» para verla en Córdoba. Entra dentro de los temas a trata este año.