CARTA SOBRE CARTA
¿Por dónde empezar? Mientras estaba terminando esta película (que recién encontró su sentido tras las protestas que tuvieron lugar en Francia), leí en el número de la revista La vida útil aparecido a fines de 2023 una larga y tardía crítica contra Adiós a la memoria, minimizando a la “derecha porteña” que poco después ganó las elecciones gracias al apoyo sustancial de casi todo el país. El desatino era tan previsible como el rápido resultado de ese gobierno, y mi sensación mientras leía la nota ya era (además de vergüenza ajena y pena por la inutilidad de esa revista, que ya en febrero de 2024 propuso unas jornadas “más desafiantes que nunca” porque “así lo piden tiempos como estos”, aunque eran jornadas cinéfilas y desde ya no tenían ni eso de desafiante, y no hacían más que representar la generalizada falta de respuesta ante la catástrofe) que me había quedado corto, cortísimo, frente a lo que estaba sucediendo en Argentina. Debo alegar en mi defensa que la película se estrenó en 2020, cuando nadie podía imaginar algo peor que el retorno del macrismo (recordemos que a inicios de 2023 la peor pesadilla posible era una probable victoria de Larreta…)
La pregunta siempre es (o debería ser) qué hacer, así en política como en arte, aunque pocos programadores, críticos y cineastas parecen hacérsela, incluso en tiempos como estos. Pero –sin querer resumir en una línea el par del libros que escribí– es cada vez más evidente que si esto sucede (si podemos asistir impávidos a esta nueva avanzada neoliberal, en su versión más bizarra) es porque los años 90 nunca pasaron del todo: aun estamos cautivos del país que nos dejó la (pos)dictadura. Y pareciera que el cine argentino no sabe qué hacer con esto, ni cuando finalmente también vienen por él: acaso ni siquiera los que marchan volcarán esa experiencia en sus películas, aun cuando puedan seguir haciéndolas. Serán sin duda “tiempos interesantes” (al menos para los que logren sobrevivir), pero tal vez ni siquiera quede registro en el cine, aunque sufra la catástrofe en carne propia. Pues evidentemente la Argentina es más pobre, y no sólo materialmente: es un país quebrado (desde hace mucho tiempo, aunque recién ahora lo comprobemos). Habrá menos producción de películas (como de todo lo demás), y eso sería lo de menos, si sirviese para replantearse la propia práctica: si cada cineasta se preguntara si lo que quiere hacer vale literalmente la pena (aunque algunos hace rato pueden escapar a esa incertidumbre, y seguirán haciendo films aclamados y/o prescindibles).
Hay cineastas que no piensan, otros que piensan demasiado, y muchos que sólo piensan mientras filman. No sé si se puede elegir: yo al menos hago lo que puedo. Lo que no significa que haga todo lo que pueda, porque creo que hay que hacer solo lo que uno considere necesario. Preguntándose también si un cineasta sigue siéndolo cuando no filma (visto que con suerte sí lo es cuando lo hace), o qué es un cineasta, o quién puede llamarse a sí mismo como tal. Adiós a la memoria, por ejemplo, no se “filmó” nunca: se fue escribiendo a lo largo de los años y luego de un verano definitivo (en el que todo hizo sentido) entró en una fase de montaje que duró muchos meses. La película se realizó con material de archivo propio, entre el fílmico heredado y tomas hechas al azar con un teléfono celular sin glamour. En la fase de montaje (mejor dicho: para poder entrar en la fase de montaje) no volví a capturar una sola imagen más (salvo un acontecimiento nuevo y puntual que no podía sino constituirse en el provisorio final). Lo mismo sucedió antes con M. Para mí, terminar de gestar la película implica imponerse el límite de trabajar sólo con lo ya capturado. Ese corte en el tiempo ayuda a completar un proceso, que de no ser así podría volverse eterno. De hecho ya había arrastrado Adiós a la memoria por años, mientras trataba de elegir (o asumir) qué película debía hacer con esos materiales.
Siempre hay varias películas posibles, y uno intenta decantarse por la “mejor” opción, entendiendo por tal la que más consecuente sea con el impulso final, más que original. Porque una película viva siempre muta, al menos hasta que uno la da por terminada como tal. Y aun así quedan excrecencias, que no es sólo viruta en el piso. A veces hay planos, escenas o fragmentos completos que se desprenden de ese cuerpo, aunque no siempre pidan uno propio. Pero a veces sucede. M contenía muchos senderos apenas desarrollados, como descubrí ya reviendo las películas familiares de mi padre, que mucho tiempo después se convirtieron en el corazón de Adiós a la memoria. Pero esta película también se fue expandiendo rizomáticamente, por la misma naturaleza fragmentaria de sus materiales y mi propio trabajo (asumídamente fragmentario desde M). Esa lógica también funciona por la negativa: a veces uno siente que algo falta, aunque no sepa qué. Y ahí pueden suceder dos cosas: se espera a encontrar (más por azar que esfuerzo) la fortuita pieza que falta, o se la termina con lo que uno tiene a mano. Tengo la impresión de que la mayoría de las películas (incluso las no fallidas) se terminan de este último modo. Y yo mismo habría terminado tomando esa opción una vez más, porque llega un punto en el que uno solo quiere desprenderse a su vez de la película, que ya ocupa demasiado tiempo de tu vida.
En el caso de Adiós a la memoria, el catalizador final fue un viaje, que ayudó a tomar distancia y a la vez rever el material, filtrado a través de una nueva experiencia (algo que tenía que ver con la forma abierta que iba tomando el proyecto, una vez que definí no usar sólo el material fílmico, como era mi primera opción). El viaje tampoco fue planeado: hubo una invitación al festival de Nantes, que derivó luego en un paso por París. A diferencia de otras ciudades (como New York), que llegan a nosotros a través de las películas, mi imagen de la “ciudad luz” estaba impregnada –además de literatura y Nouvelle Vague– por una de las películas caseras de mi padre, filmada durante su luna de miel en 1969 (un año después del 68, un año antes de mi nacimiento). Pero no llegué a París habiendo revisado esa película familiar, ni buscando los lugares que mis padres habían recorrido (salvo, inevitablemente, la explanada del Trocadero, que ningún turista puede evitar). Eran apenas unas imágenes más de un tiempo ido. Hasta que algo las enciende.
No repetiré aquí, entonces, lo que ya conté en relación a cómo el encuentro casual con la tumba de Blanquí en el cementerio de Pere Lachaise disparó una serie de asociaciones (“l’enfermé”, que suena a enfermo pero significa encerrado): ni bien volví me puse a reorganizar y reescribir todo, como si hubiera encontrado, además de elementos que replanteaban la estructura misma, un nuevo final. Pensé que el viaje debía incorporarse a la película como conclusión (aunque creí que iba a durar tanto como un “tercer acto”). Pero avanzado el montaje, merced a un juicio implacable de Luciano Monteagudo, uno de los primeros en ver ese rough cut, comprendí que la película había terminado antes, y que en todo caso ese sólo podía ser uno de los capítulos finales. Sin embargo, como había sucedido antes con las propias películas familiares en M, esas “escenas eliminadas” no fueron olvidadas pasado el tiempo.
Desde entonces sentí que había otra película ahí, y una vez más me pregunté cuál era o podía o debía ser. Reescribí, escribí, siempre a partir del material original. Y ahí apareció la primera disyuntiva: esa película posible (en la que volvían a aparecer ya mis recurrentes cementerios, memorias e imágenes cruzadas) ya no era un mero desprendimiento pero sólo duraba media hora. Al principio creía que el hilo central iba a girar alrededor de la relación argentina con la cultura francesa en general y París en particular, sobre todo en el proceso de conformación de la nación en el siglo XIX (que Viñas estudió tan bien). Pero esa cuestión era literalmente otro largometraje, que no sentí el impulso de (empeñar más años en) desarrollar. Finalmente, lo que debía hacer era conservar algo de ese elemento evanescente que daba el diario de un viaje sin propósito preestablecido, y a la vez encontrar otra vez lo que latía en esas imágenes tomadas al azar, con cincuenta años de diferencia (material limitado por la breve duración de la película familiar que había usado como contrapunto): todo debía cifrarse entre las breves imágenes de mi padre y las pocas palabras de mi madre en una carta, reunidas por mi propio viaje cincuenta años después.
Si en Adiós a la memoria había usado la tercera persona, debía aquí reponer la primera, pero con otra voz, para conservar la distancia entre esos materiales. Y una vez más, llegué inevitablemente hasta Sans soleil, aunque aquí la relación es más transparente que en Adiós. Había estudiado mucho (para) esa película: si Wilder tenía en su escritorio un cartelito que le recordaba “¿Cómo lo hubiera hecho Lubitsch?”, yo no dejaba de preguntarme cómo lo hizo Marker. Pero aquí el juego se invertía: ya no era el cineasta europeo en tierra exótica sino el latinoamericano en el centro de Europa. La voz no podía sino estar en castellano, aunque la corresponsal siguiera siendo francesa. Pues era claro que una voz femenina debía leer esa carta, que a su vez evocaba a otra “señorita en París”. Y desde el primer momento imaginé esa voz como la de Claire Allouche: si ella se hubiera negado, la película no existiría. Su “grano de la voz” (para decirlo con Barthes) es el corazón de esta Carta, que se fue haciendo a la distancia, fiel a su tema.
Una vez más, no terminé de saber lo que estaba haciendo hasta que una mirada nueva me devolvió el sentido: Luciano Monteagudo entendió que era una película sobre fantasmas atrapados en el limbo de la historia (los muertos y nosotros mismos si no logramos encontrar una redención para todos). A partir de ahí, aunque avanzaba a tientas mientras el mundo a mi alrededor iba cambiando, y no para esperanzarse, comprendí que esta era la película que debía ser, a la vez que imaginé una suerte de continuación o segunda parte que, más que completarla, fuera a su vez una nueva película. Al principio, al dejarme llevar por la voz de Claire, imaginé que a esta “carta a una señorita en parís” podía responderle otra, esta vez leída por el hombre desde Buenos Aires: la carta de una investigadora francesa que llega a Buenos Aires buscando la pista de una película desaparecida, y se encuentra que lo evanescente era la Argentina misma, tambaleante ante un nuevo gobierno neoliberal que planea la estocada final para convertirla en un ex país. ¿Pero por dónde empezar?
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