CASA PROPIA (02)
El notable actor cordobés Gustavo Almada (aquí también uno de los guionistas) interpreta a Alejando, un típico hombre de clase media trabajadora que, por razones que él mismo desconoce, sigue viviendo con su madre tras cuatro décadas de existencia. Este profesor de literatura corrige los parciales en casa, visita a menudo a su novia, quien tiene dos hijos, es habitué de algún que otro prostíbulo, sale de farra con un amigo y cuando puede no deja de buscar un departamento para alquilar.
Rosendo Ruiz se limita a acopiar situaciones cotidianas de su personaje que el cine suele tomar más como una transición para focalizarse en escenas extraordinarias o de una valencia semántica mayor, y acomoda esos fragmentos en los que la vida de la gran mayoría silenciosa se define para ofrecer un retrato de una subjetividad masculina, propia de una clase, un tiempo y un lugar. Sobre un modelo moderadamente platónico, el del hombre que no es todavía un hombre cabal, Ruiz trabaja con precisión sobre un caso singular. No se trata del adolescente tardío o de un eterno hijo atrapado por la demanda de una madre castradora, en un cuento edípico sin sorpresa narrativa. Esas variables no están del todo desestimadas, pero no son decisivas.
Lo que marca la diferencia es otra cosa: el límite de un salario, suficiente para sostener un estilo de vida sin matices onerosos, pero exiguo para hallar amparo material. Como sucede con tantos hombres y tantas mujeres, sin la solidaridad inmediata del grupo familiar sostenerse es imposible. Fue el crítico de cine Ezequiel Boetti quien reconoció de inmediato ese perfil muy poco visto en el cine argentino. Que a un personaje le preocupe pagar una factura o un alquiler es previsible entre quienes estén sentados en el cine, pero rara vez es este el sujeto de un relato. El temor por filmar la vida ordinaria es comprensible. Es que una película como Casa propia no auspicia la evasión; su trama es demasiado reconocible. ¿Por qué ver entonces películas que no conjuran la insignificancia cotidiana?
Casa propia, Argentina, 2018.
Dirigida por Rosendo Ruiz. Escrita por R. Ruiz y Gustavo Almada
En los dos únicos pasajes donde Ruiz decide emplear música por fuera del universo de los personajes reside la operación estética por la cual lo cotidiano se emancipa de su propensión a la irremediable futilidad. El procedimiento no tiene nada de ampuloso, pero sí desnaturaliza un viaje en colectivo y sitúa al personaje en una ciudad al mismo tiempo que transmite una condición de su espíritu. La delicadeza de la escena, constituida por elegantes fundidos en los que se combinan planos de Alejandro en el colectivo y otros de pasajes de la ciudad de Córdoba en la noche, descomprime el desencanto. La mimesis es una transacción mezquina para el cine; el poder de reorganizar lo dado para observarlo de otro modo o acaso reinventarlo constituye la discreta piedad que augura toda puesta en escena.
Como en todas las películas de Ruiz, tanto las que son enteramente propias (De caravana; Tres D), como las que han nacido en talleres que dicta en escuelas secundarias (Todo el tiempo del mundo; Maturitá), se prioriza el plano secuencia. La fluidez en el interior de las escenas es ya una distinguida fuerza dramática de su cine. Pero aquí hay dos novedades. En Casa propia el protagonista no es un colectivo, ni tampoco el relato tiene como fondo la cultura del cuarteto o del cine independiente, momentos de recreación y diversión, donde varios personajes en situaciones lúdicas prodigan vitalidad al desarrollo de las respectivas tramas. Aquí, todo se concentra en un deseo: alquilar un departamento. El personaje principal es solamente uno, y dista de convocar de inmediato a la identificación o la empatía. Los rasgos machistas están a la vista, al igual que cierta actitud pusilánime. Hay algo de irreverente en concentrar un relato en un hombre sin virtudes, acaso fallido frente al estándar social predominante. Pero Ruiz consigue transformarlo en alguien que puede estar en una película, porque lo que le sucede tiene un rasgo universal y en eso existe un interés estético. ¿No puede un hombre cualquiera ser un poco más de lo que cree?
La otra novedad estriba en el montaje. En los últimos minutos, hay entre las escenas una enigmática discontinuidad. Se puede conjeturar que pudo haber algún inconveniente entre lo escrito y lo filmado. A menudo, los cineastas privilegian junto con sus montajistas la inteligibilidad de un relato. El último acto se desentiende amablemente de este imperativo poético y se inmiscuye así una misteriosa ambigüedad. Hay un sueño que no se anuncia como tal, una escena que desestabiliza tanto por su función narrativa como también por su eficacia formal, y que deja entrever un concepto sonoro ejemplar, en tanto que es este el que introduce físicamente la dimensión onírica de la escena. La libertad de este acto es inusual en el cine vernáculo.
Como sucede con el personaje, en Casa propia es el propio Ruiz el que alcanza la propia madurez como cineasta. No significa que esta sea su mejor película, pero sí la que demarca un antes y un después. El cineasta tiene de aquí en más un rumbo desconocido. Dejó los sortilegios del pintoresquismo urbano de De caravana y la confortable felicidad de la cinefilia de Tres D. Filmar la vida adulta exige, y Ruiz no exhibe ni un ápice de pusilanimidad a la hora de encarar nuevos desafíos.
*Esta crítica fue publicada en Revista Ñ en el mes de julio de 2018
*Aquí Gamberini también escribe sobre Casa propia (leer aquí)
Roger Koza / Copyleft 2018
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