CASI CLÁSICOS (1): RAY DE REYES
Por Nicolás Prividera
En una de sus raras manifestaciones de idolatría (pero a tono con ese momento fundacional de los Cahiers), Godard concluía una crítica con una declaración tan amorosa como intempestiva: “Nicholas Ray es el cine”. Así (con esa empatía melodramática) enaltecían los “jóvenes turcos” de la incipiente Nouvelle Vague a un director tan excesivo como rebelde (sin causa): después de haber inmortalizado la fragilidad de James Dean y puesto los pantalones a Joan Crawford (amarga victoria), Ray siguió el destino de sus outsiders: a fines de los cincuenta su carrera en Hollywood parecía acabada. Sus dos últimas películas “de Estudio” fueron filmadas a miles de kilómetros bajo el amparo de un productor independiente (Samuel Bronston, en plan Sam Spiegel) siguiendo la estela épica con que el cine quería ganarle terreno (pantalla ancha mediante) a su archivillano, la televisión. Una década después, Ray filmaría aún dos películas más, extraños experimentos que serían su justo canto de cisne (literal despedida en Nick’s movie, donde Wenders lo vampiriza mientras le rinde un último homenaje…). Pero sería ese par de películas anteriores las primeras que llegaron a nosotros, los niños salvajes de los ’70, en la versión amputada por la TV (que finalmente había ganado la partida, hasta que por esos mismos años en que Ray languidecía Lucas cambiara héroes por superhéroes y exotismo por efectos especiales, para devolverle al cine una virtual second life). Nunca entendimos del todo 55 días en Pekín, pero algo dejó en nosotros (¿intuitiva rendición ante ese artificio capaz de revelarnos un misterio?) la ritual exposición a Rey de reyes en cada semana santa.
No era poco, claro, la conspicua fascinación por el cristianismo, que no en vano atravesó al cine mismo (tal vez por esa pulsión parabólica de los evangelios, sin parangón hasta Shakespeare en su profusa consagración de escenas inolvidables): desde el cine mudo (con su epítome en la Intolerancia de Griffith), la vida de Cristo fue una estampita que el cinematógrafo se dedicó a difundir con fervor cuasi religioso. Así fue que luego de que Cecil B. De Mille volviera a repasar Los diez mandamientos para el cine sonoro (y luego de que el éxito fenomenal de Ben Hur abriera una saga de peplums, repetida cuarenta años después tras Gladiador), poco tiempo podía pasar hasta que a algún productor se le ocurriera volver a invocar “la más grande historia jamás contada” (como se llamó otra versión de los sesenta, innecesaria y desangelada frente al desborde de Rey de reyes). Lo notable del caso es que alguien pensara en Ray como director de la más grande hagiografía jamás filmada (aunque viendo el baile de Salomé nos damos una idea de a qué apuntaban…). Menos extraño es que esa feliz decisión nos haya legado la más influyente de las versiones fílmicas de Cristo (lo que no significa que sea la mejor). No sabemos si Pasolini vio en ella algo más que su perfecto adversario cuando poco después entregó su Evangelio según San Mateo, pero basta ver todas las aproximaciones posteriores para descubrir la larga sombra de Ray (tan omnipresente como la de Cristo en la última escena): Scorsese lo reverenció hasta el devoto plagio (La última tentación contiene planos calcados, como el de la ascensión de la cruz), y Gibson construyó toda su larga sesión de tortura sobre el par de módicos planos que Rey de reyes le dedica al martirio. Sin duda, se trata de formas distintas de la pasión.
En verdad, Ray parece menos interesado en Cristo (previsiblemente encarnado en el sugestivo pero marmóreo rostro del malogrado Jeffrey Hunter, previo compañero de Wayne en Más corazón que odio) que en el centurión, Herodes, y -ante todo- en Judas… Experto en (anti)héroes quebrados, Ray le dedica al traidor (Rip Torn, en el mejor supporting role de la Historia) el único primerísimo primer plano de la película: es su mirada a cámara la que el público debió enfrentar en un tamaño monstruoso, digno de la acusación. O la defensa, porque el personaje (y el film mismo, que hace un montaje paralelo entre su muerte y la de Jesus) parece moldeado según la conclusión de las Tres versiones de Judas de Borges: como si la película descubriera en él al inconfesado verdadero héroe trágico. Porque Judas aparece no sólo como ladero de Cristo, sino como lugarteniente de Barrabás (convertido aquí en una suerte de guerrillero revolucionario, marca no menor a inicios de una década del sesenta hija de los procesos de descolonización). El guión parece optar por un Cristo que habla y luce como Gandhi (salvo, claro, por esa terrible peluca…), pero Ray lo muestra como una suerte de títere del destino que nos provoca menos empatía que el arrepentido Judas.
Vuelvo a ver todas estas cosas por la mera curiosidad de reverla muchos años después (ya que desde los ochenta las semanas santas prefirieron el flagelo de la inútil literalidad de Zeffirelli, que logra el milagro de que Robert Powell sea mas inexpresivo que Jeffrey Hunter): así descubro por primera vez el technicolor (adecuado a la estética católica) y el notable uso del scope (como Lean, Ray sabía que la pantalla ancha podía servir para algo más que “serpientes y funerales”, como ironizaba Lang en Le mepris): la larga secuencia del sermón de la montaña demuestra la precisión de Ray en el delicado equilibrio entre el héroe y la multitud (uno de los temas centrales de cualquier épica). Y ahora puedo entender por qué Hollywood fue a buscar a Roma (y no a Grecia) ese espíritu que ya no encontraba en un western que enfrentaba su ocaso (en la época de los grandes westerns crepusculares de Ford y Peckinpah). La Roma de la decadencia era finalmente una versión más cercana a ese Hollywood (Babilonia e Imperio), gobernado por una casta que empezaba a ceder a regañadientes su lugar a la generación que vendría a devolverle su grandeza: así es como el imperio contraataca mientras Ray y el cine clásico se desvanecen sin que los modernos (como Godard o Wenders) pudieran hacer nada por evitar su expansión planetaria. La venganza de los Sith ya estaba implícita en La guerra de las galaxias: más allá de sus devaneos contraculturales, Lucas se convierte al lado oscuro de la fuerza y entrega una saga sobre rebeldes que vencen al Imperio que no en vano termina siendo, formal y poderosamente, una no tan secreta vindicación del Imperio.
Nicolás Prividera / Copyleft 2014
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