CINE ARGENTINO: LO QUE NO FUE, LO QUE VENDRÁ
(Este texto puede leerse como addenda a la presentación del libro Otro país, que puede verse acá).
Cuando se escribe sobre o desde el presente (como todo el mundo, claro, pero explícitamente cuando se hace el mapeo de un campo, poniéndolo en relación con su pasado para preguntarse sobre su futuro) la presentación de un libro puede ser otro lugar para actualizar su discusión. Sin embargo, a veces nos quedamos con la sensación de que, por distintos motivos (la cortedad de tiempo, la dinámica de las intervenciones), hay cosas más o menos importantes que quedaron en el aire, desdibujadas o sin decir. Sobre todo para quienes no van a leer el libro, pero también –volviendo al inicio– cuando es necesario dar cuenta de movimientos actuales que pueden leerse desde la perspectiva propuesta en el libro, solo que ahora podrían ser parte de un nuevo posfacio, o el primer borrador de un nuevo libro…
Para alguien como el autor de estas líneas, que construye sus textos de más largo aliento –escritos o filmados– como si editara fragmentos de un diario siempre abierto, en continuo work in progress, cada oportunidad de decir algo sobre ese trabajo implica una relectura salvaje de la propia obra incompleta. Así como cada película se monta sobre la anterior, también lo hace cada libro (en tanto estos libros y films hacen de la historia su materia presente). En ese sentido, el epílogo de Otro país. Muerte y transfiguración del cine argentino puede ser leído como la conclusión provisoria de estos años de transición, y como pregunta por el trance que vendrá.
Y aunque no sé si habrá un tercer País que cierre otra trilogía, supongo que deberá empezar intentando responder algunas de las preguntas que se hicieron en la presentación de este (ante?)último libro. Una –sobre el pasado– está en el centro de este segundo tomo, pero aun debe ser profundizada, la otra –sobre el futuro– será probablemente el eje desde el que abordar la incógnita sobre adonde se dirige el cine argentino, una duda que incluye antes bien el destino de la Argentina toda. Ambas preguntas se relacionan, claro, por lo que esta breve addenda (o pre-prefacio) intentará responder lo que no supe contestar entonces. Y sobre todo plantear, sobre el final, lo que ya no pueden ocultar estas discusiones (que tuvieron en la represión frente al INCAA una muestra y anticipación de lo que nos espera).
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La primera pregunta (que hizo con afán genealógico Milagros Porta) fue por la referencia al título de Martínez Estrada (Muerte y transfiguración de Martín Fierro) en mi subtítulo. Mi respuesta quiso remarcar el sentido de la asunción de la “muerte” de un NCA que se mantiene en estado de animación suspendida, como el Sr Valdemar de Poe, y a la vez sugerir las posibilidades abiertas por esa posible “transfiguración” (que nos llevarán luego a la segunda pregunta), pero debí decir también, sobre todo, que en un libro dedicado a la memoria de Viñas y González, esa intertextualidad venía a conjurar la falta de una tradición tan fuerte como la del ensayismo argentino en el ámbito del cine, donde no hay un libro “solar” como Literatura argentina y política, que centralice no solo la lectura crítica en torno al canon sino a las invisibles disputas en torno a su frágil constitución (porque tampoco el cine argentino tiene un autor solar como Borges, que implique un notorio esfuerzo “matar”: de ahí la construcción de ese fantasma del padre llamado “cine de los ochenta”).
Esto tiene que ver con las distintas tradiciones y configuraciones de esos campos, ya que el cine entró en la academia hace apenas cuarenta años, de la mano de la democracia (o la posdictadura…), pero también a que nunca dio un texto o una lectura de esa talla, y esto no puede solo achacarse a la distancia entre sus objetos. De hecho la historia del cine argentino de Di Núbila es anterior al texto de Viñas, pero por supuesto está muy lejos de su influencia, acaso más cercano al ejercicio previo de Ricardo Rojas con su primera historia de la literatura argentina (que según Borges era más larga que la literatura argentina misma). De ahí en más, ninguna de los pocos intentos posteriores logró la centralidad o intensidad de aquellos “ensayos de interpretación” que marcaron el campo literario durante el siglo XX. Como si con su tardía modernidad el cine argentino nunca hubiera logrado encontrar quien escribiera algo más que su mera crónica.
Esa falta hizo que un texto (no académico pero escrito por un académico) como Otros mundos de Gonzalo Aguilar haya podido fundar su lectura del NCA de los 90 sobre el olvido del de los 60: así como se proponía que ese nuevo cine nacía prácticamente ex nihilo, el libro mismo parecía fundarse sobre la falta de textos previos con esa misma ambición canónica. Como si Sarlo (notorio influjo de la nueva crítica cultural) hubiera podido no medirse con Viñas (sombra que aún la acompaña, ya que construyó un cánon pero no una máquina de lectura). De ahí que Aguilar pudiera abjurar de la “demanda identitaria y política” o adjudicársela al vencido fantasma del viejo cine argentino, que parecía resumir todos los fracasos anteriores, aun cuando no dejara de tener su cánon (casi desconocido, claro, no solo para el gran público sino también para cineastas y críticos, aunque no fuera el caso de Aguilar, que había ya producido sendos textos sobre Murúa y Favio). Y de ahí también que a más de veinte años de ese nuevo NCA, y a quince de aquel libro, no haya aparecido casi ningún otro texto que dispute con él.
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La otra pregunta fue por los cambios en el campo audiovisual, aunque bajo la pedestre especificidad del ejemplo dado pareciera no tener nada que ver con la anterior, ya que se señaló la dificultad de los cineastas independientes para conseguir técnicos, pues estarían trabajando en proyectos para las omnipresentes plataformas. Pero como la enunció Nicolás Suarez (autor de un artículo sobre “cine de los 80” que discute de algún modo con Aguilar & Cia), la respuesta debía proponerse algo más que la renovada discusión sobre industria y cine independiente. Como intenté decir, lo que esconde esta aparente pueril cuestión sobre las innegables bondades del “pleno empleo” es que detrás de la repetida distinción entre diversas formas de producción falta una consecuente discusión estética, en tanto fue esta la que animó la emergencia de los nuevos cines de los 60 y 90, que no solo discutían el reparto de la torta sino sus ingredientes (para decirlo un poco burdamente sin tener que citar a Bourdieu, pero entiéndase como discusión estética en tanto implica disputar un campo, es decir, como discusión política).
Pues no se trata de que un director no encuentre técnicos disponibles, digamos, sino de que el director terminó siendo un técnico más dentro del sistema. Por eso el criticado modelo de oficios de la Enerc finalmente se reveló más acorde a estos tiempos que el sueño autorista de un ala cada vez más marginal de la Fuc… En todo caso, obviamente no se trata de discutir el bienvenido trabajo para todes, sino las consecuencias de que el modelo tienda a ser ese (algo que finalmente estaba en la no saldada discusión sobre el destino del INCAA). Pero así como no se trata meramente de discutir la desactualizada ley de cine del 94, tampoco alcanza con lamentar la pérdida de “soberanía cultural”. Pues la cuestión es si esos films hechos por fuera de las plataformas van a proponer otra cosa más que un cine que tampoco suele preocuparse demasiado por justificar su lugar en el mundo, contentándose con ser parte de un circuito festivalero no menos digitado por el mercado global.
Sea como sea, lo que se pierde es la propia tradición: ese componente “nacional” que no solo se diluye hoy en contenidos globalizados, sino hace décadas en directores (y críticos) que desconocen su propio linaje. Es la propia historia del cine argentino lo que brilla por su ausencia en películas (y entrevistas). Y eso es lo que ha determinado –como causa o consecuencia– la abstención y la abstracción, esas dos estéticas que cineastas y críticos ungieron como frontera entre pasado y presente, y en las que nada curiosamente acuerdan industrialistas e independientes. El resultado está a la vista. Si alguna vez surge un nuevo cine, lo hará de una (re)lectura nueva de su historia. Pero es difícil en un medio sin prácticamente ningún interés por su pasado (tanto que seguimos sin siquiera tener una Cinemateca), ni tampoco por su presente (en tanto este no es ya el de la crónica urgente sino el del asumido mercado).
Mientras tanto, el tiempo sigue pasando para todos. Y lo que permanece en general fuera de campo es la política, que expulsada por la puerta en los años 90 entra por la ventana con el regreso del neoliberalismo, luego del paréntesis kirchnerista en el que todos prefirieron verla fuera del cine. Pero ahora no aparece solo a través de populares films antipopulistas como los de Cohn y Duprat, que filtran el nuevo aire de los tiempos (esta vida de derecha que se deja traslucir de modo cada vez más desembozado), sino en un discurso (de candidatos, periodistas, y redes) que no casualmente propone hacer desaparecer el INCAA junto con todo rastro de protección estatal, al grito de “vayan a laburar” y “con mis impuestos no”. Los que se resistan (sean piqueteros o cineastas) recibirán palos, mientras algunos pocos afortunados lograrán colarse en el sistema. Bienvenidos a los nuevos 90, ya sin fiesta. Y acaso sin un nuevo cine que los retrate.
3.
Posdata: Terminé de escribir en curiosa coincidencia con la última columna de Quintín en Perfil, titulada “Al borde del abismo” https://www.perfil.com/noticias/columnistas/al-borde-del-abismo-15-05-2022.phtml, en la que contrapone dos pares de películas del último Bafici para señalar un estado de situación. Por un lado están Clementina y Amancay, dos películas que ve diferentes en su estética aunque no solo la segunda “tiene la huella del cine de una generación anterior (Rejtman, Piñeiro)”, y en ambos casos se trata de “porteños jóvenes ligados al mundo artístico, especialmente al teatro”, aunque unos parezcan “solos y un poco tristes” frente a los de El pampero. De hecho Quintín reconoce que ambas “operan en una ciudad y en una clase que los contiene y que, (…) se estacionan en un espacio relativamente protegido contra las calamidades, al que no son ajenos ni la CABA ni el BAFICI”. Frente a esta contención aparecerían Smog en tu corazón (aunque no deja de ser rejmaniana), y sobre todo Carrero, que más vinculada a la tradición realista del NCA exhibe “ese otro país que apenas se roza con el de los artistas del teatro porteño”, mostrando “el abismo que separa al fortificado mundo del cine y el teatro de la precariedad conurbana”.
Quintín arriesga ante esto una vaga hipótesis: “Creo que el cine independiente está afirmado en sus certezas y sometido a una presión que le evoca terrores que no se atreve a nombrar. Como si las dos primeras películas estuvieran amenazadas por las otras dos sin que nadie se dé cuenta de lo que ocurre”. El fundador de El Amante y ex director del Bafici tampoco parece atreverse a nombrar esos terrores que evoca. Y hasta parece sentir más pena por la amenaza a ese cine independiente afirmado en sus certezas que por esa presión innominada. Pues al parecer tampoco Quintín se da cuenta de lo que ocurre, o no quiere enterarse. Acaso por eso iniciaba su nota diciendo “una idea me ronda aunque no sé bien cómo expresarla y ni siquiera sé si es una idea”. Digámoslo claramente, entonces: la presión es evidentemente la de una realidad (política y económica) cada vez más acuciante, a la que nuestros críticos de derecha han contribuido y contribuirán (aunque siempre prefieran no verla… sobre todo en el cine). Por eso cuando les estalle en la cara seguirán sin entender lo que pasa. Esperemos que no pase lo mismo con los cineastas.
Nicolás Prividera / Copyleft 2022
Nicolás,
Gracias por profundizar en la pregunta. Imaginé que tendría que ver con una lectura de la tradición a la T. S. Eliot. Pensaba, también, en la gauchesca y el NCA como ciclos determinantes pero largamente disputados en sus respectivos campos (salvando, por supuesto, sus distancias innumerables). Entiendo que recuperar ese título de M. E. implica postular que el segundo no fue disputado lo suficiente.
Saludos.
Gracias a vos por la pregunta, que había desperdiciado. Más que en Eliot pienso en la idea de «tradición selectiva» de Williams, justamente en el sentido de plantearla como campo en disputa. Eso se ve en las lecturas sobre el NCA de los 90 que borran el de los 60 y remiten todo a un «cine de los 80» que solo existe para deshistorizar (como en la demandada abstracción y abstención). Por eso sería necesario repensar todas estas cuestiones, más en momentos en que el cine argentino va a soportar esa «presión» que teme Quintín….
Saludos.
Un cuervo de twitter tiene algo para decir sobre esta nota. Lo dice en twitter, claro. O sea: habla solo o para la hinchada (en este caso dos o tres likes). Encima tomando solo una cuestión de lo aquí dicho, además para sugerir algo que la nota no propone. Pero así son los cuervos de twitter. Acá igual le respondemos, como para despejar el equívoco.
Dice: “La tradición cinematográfica no puede ser un presupuesto conciente para el cineasta. La tradición no se construye voluntariamente sino que se infiere a posteriori. Tradición viene de traer”. Todas tonterías, pero dichas con convicción profesoral, eso sí. A ver, cuervo: Tradición implica “transmisión” (palabra que ser encuentra en todas las definciones, porque siempre hay un sujeto para “traer”…). Y no hace falta haber leído a Raymond Williams para saber que la tradición se construye. Desde ya, se puede inferir a posteriori, pero eso es justamente construir. Porque no se la encuentra hecha, no está simplemente ahí, como sostiene esa concepción vetusta de tradición que me quiere achacar y replica. Así que sí: la tradición puede ser un presupuesto conciente para un artista. Basta revisar la historia de cada campo para verlo: ver, por ejemplo, como los escritores trabajan sobre sus precursores (creándolos, claro). Pero para no volver a Borges (ni Piglia, ni Saer, ni Aira, que en su obra y ensayos remiten todo el tiempo a su zona), alcanza con revisar el texto fundacional de la Nouvelle Vague, que se titula “una cierta tendencia del cine francés”. Porque no solo de internacionalismo vive el cine…
Sigue el cuervo: “Lo que cada uno trae no es un deber sino un piso desde el que se sostiene.
Tranformar la tradición en un deber remite a la más opresiva concepción escolar. El culto a los próceres, el ser nacional, la conservación, el folklore. Eso no es tradición sino construcción retrógrada”. En dos líneas nos ligó a los próceres y al ser nacional, como si aquí sostuviéramos esa concepción escolar que le oprime el pecho. Porque lo que detestan los cuervos es el “deber”, palabra que debe remitir a las tareas escolares también, más que a Kant. Pero si uno quiere hacer algo (arte, ciencia, filosofía…) DEBE conocer su tradición. Tan simple como eso. A menos que sea un genio que venga a recrear el mundo ex nihilo. Pero aun así sería un gesto en relación a la tradición. “Si un cineasta no vio a Manuel Romero ahí hay una tradición a interpretar”: algo así, cuervo. Pero una cosa es negar a Manuel Romero, y otra ignorarlo…
“Reprocharle a un cineasta no vincularse con una tradición del cine argentino es un regaño estéril. La tradición ni se elige ni se impone: como el búho de Minerva que vuela al atardecer, solo se reconoce una vez manifestada. Es un trabajo de interpretación y nunca un deber”: con este cándido vuelo de cuervo hegeliano culmina su admonición. Como nosotros no nos referimos a nadie en particular, sospechamos que el cuervo sí debe estar pensando en algunos de sus amigos cineastas, y todo este “regaño estéril” sirve entonces para ilustrar lo que ya decíamos en la nota (entre tantas otras cosas pasadas por alto): ciertos críticos tienden a hablar por los realizadores. En este caso no para dar sustento a sus películas con su amable “trabajo de interpretación”, sino para defender lo que ya hacen por sí mismos sin necesidad de ayuda: no vincularse con la tradición del cine argentino. Una pasión inútil, como dijo el joven Sebreli de su otrora admirado Martínez Estrada.
Los 90 no han tenido lugar. Bienvenidos pues a los nuevos 90, donde el Mal (cannes) asume su tradición esterilizando su pasado (eustache, nouvelle vague, esa pasión inútil) al tiempo que toma posición sobre la urgencia crónica de su presente (The Truman zelensky Show) asumiendo, conservando y precarizando la ideología de su libre mercado (marche du film). Bienvenides sean, pues, a los nuevos 90 donde la catástrofe cognitiva, detonada por el neoliberalismo, no inició una hoguera, encendio un laberinto de fuego, y al interior del laberinto, el vacío, insistente work in progress en que se forja la tradición. ¿Al exterior? la realidad, en donde Truman deja de ser público y global. ¿Acaso para devenir nacional? Saludos.
¿Y por qué Cannes? por ser la parte maldita del cine argentino, su intermitente e innominado deseo de pertenecer cada año al cancerbero global. La vinculación con la tradición del cine argentino pasa por el estrabismo del cine argentino apuntando (dis)continuamente con ojo a su historia y con otro a la oficina de propaganda atlantica aka #Cannes2022. Quizá eso explique, aunque sea un poco, la angustia y perplejidad de Roger de que ningún representante nacional haya sido admitido. Los terrores de que algo, lo otro, la realidad entre de regreso por la ventana acechan al espanto de una penúltima verdad. Hace falta pues menos Roger el programador y más Koza el vengador. Saludos.
Por cierto, el cine es ya un género del audiovisual, y quizá uno de los más conservadores.