CINE NEGRO

CINE NEGRO

por - Ensayos
06 Jun, 2020 11:52 | comentarios
Breve historia de una nación, breve historia de sus películas sobre la historia de la desigualdad.

En el principio hay una imagen (siempre hay una imagen, como si el mundo no pudiera ponerse en movimiento si no quedara registrada esa huella, esa lux in tenebris). 

Un hombre yace en el piso, sujetado por otro. Denotación.

Podría ser la vieja imagen de un circo romano. Connotación.

Pero el hombre que sujeta lleva uniforme, es un policía. Blanco. Denotación.

Y el hombre en el piso es negro. Connotación.

Hasta aquí, sin embargo, podría ser otra de las muchas imágenes violentas que nos llegan a diario, para solicitar nuestra indignación. Podemos recordar, yendo demasiado lejos (y adelantando tal vez una interpretación), la del oficial disparando en la cabeza de un prisionero en Vietnam, sin preocuparse por estar siendo filmado (orgulloso acaso de saberse filmado).

Lo que cambia es que este no es territorio extranjero. Y el hombre seguramente vagaba libre unos instantes antes, como cualquier otro ciudadano norteamericano. 

Pero ahora es un hombre negro que yace todavía con vida. Y el hombre clama porque no puede respirar, ya que tiene la rodilla del otro sobre la nuca.

Denotación. Un hombre negro con un blanco de cuclillas, apresando su cabeza contra el suelo por el cuello. Erguido, sin siquiera molestarse en usar las manos. Como fotografiándose con un trofeo de caza. Connotación.

Cuando esas imágenes azarosas llegan hasta nosotros ya tienen toda esa carga, amasada en el barro de la Historia. La tendrían aun cuando el hombre siguiera respirando (imágenes como esta deben producirse todos los días, sabemos, sin salir a la luz, sin ser capturadas por ninguna red), pero nosotros sabemos que el hombre ha muerto poco después. Que el hombre ya se ha convertido en un símbolo.

Y acaso lo sería aunque no se hubiesen encendido fuegos en su nombre. Aunque no hubieran ardido ciudades, a lo ancho y a lo largo de los estados, desunidos por el recuerdo una guerra civil que cesó hace casi dos siglos pero aún pervive cada vez que un negro muere a manos de un blanco. 

(Aquí todavía podemos pronunciar “negro” porque tenemos una sola palabra para color y sujeto, mientras que en América, como gusta llamarse a sí misma un tercio de Norteamérica, la palabra de color queda reservada para la tribu y la prohibida, que también empieza con “N” y aun escuchamos en las viejas películas, designa la vergüenza que debe sobrevivirlos.)   

2.

En el principio, entonces, hay una imagen. Una imagen documental. Extraída de un teléfono celular, de las redes en que ha circulado, de las televisoras del mundo que la han reproducido como pura información. ¿Se ha vuelto documental por lo que connota, o es lo connotado lo que la vuelve simbólica para quienes la convierten en un grito de guerra? 

Se ha vuelto performativa, pero no en el sentido de Nichols sino en el de La hora de los hornos: una imagen que compele a actuar, como pedía la frase de Fanon que Solanas gustaba de colgar frente a los espectadores cobardes o traidores.

¿Hay algo nuevo en esa imagen, que no hayamos visto antes? ¿Hay algo nuevo en lo que ha provocado, que no hayamos visto antes? ¿Será algo más que una imagen más que adosar a ese viejo y curtido libro imaginario de horrores?

Para que la imagen sea plenamente documental, y no solo documento, sería necesaria la fuerza del cine. Una imagen que piensa al ser pensada, y que no se deja solo apresar por cualquier dispositivo. 

Pero no fue el cine el que la capturó. Hace rato que el cine, antes en la vanguardia, corre detrás de las noticias, se sumerge en las redes, busca en esas imágenes azarosas la fuerza que alguna vez quiso conjurar por sí mismo, cuando los hombres de la cámara lo arriesgaban todo buscando una imagen verdadera.

Aunque tal vez esta imagen misma sea un monumento retórico, la apelación a una edad de oro que nunca existió. Si vivimos en un mundo culpable es también porque el cine no cumplió con sus promesas, diría Godard.

Las Historia(s) del cine son un monumento y una acusación: si el cine se funde con el siglo XX, también el cine fue ciego ante los campos de concentración. Nunca supo qué hacer con ellos: los ignoró mientras existían, y luego sólo pudo rodearlos culposamente. Con “el grito que no cesa” de Resnais y la iconoclastía de Lanzmann, que apuntan las imágenes contra sí mismas.

Pero, ay, ni siquiera fueron esos ni otros cineastas solitarios los que produjeron ese malestar terminal, sino la espectacularización televisiva del nazismo (pura ironía adorniana): Holocausto sigue siendo más famosa que Shoah. La televisión (nacida también entre guerras) sigue nombrando las cosas e imponiendo una mirada vencida. Desde la posguerra el cine (el que importa, al menos) llega poco, a pocos, siempre tarde. Como el soldado olvidado que aún resiste en una isla desierta.

3.

El cine negro surgió en la inmediata posguerra, con las marcas de la oscuridad y el cinismo que siguieron a la breve alegría del fin. El nombre se lo pusieron los franceses, que prefirieron sumergirse en esa catarata de novedades atrasadas antes que recordar el colaboracionismo pasado y el desastre asiático por venir, como si adelantaran un poco a esos Estados Unidos que les regalaban ahora el placer culpable del film noir. Unos y otros podrían haber dicho “la oscuridad proviene del alma, no de Alemania”, como el Poe traducido por Baudelaire.  

En 1947 se filman dos adaptaciones cuyo tema es el racismo, aunque no en versión negra: en Encrucijada de odios la víctima original cambia de negro a judío, y en La luz es para todos el protagonista no necesita ni cambiarse el nombre, acaso para dejar claro que no siempre es fácil distinguir buenos y malos. Una fue dirigida por Elia Kazan, ya en plan de traidor y héroe aun antes de entregarse a la delación bajo el macartismo, y la otra por Edward Dmytryk, primero víctima y luego testigo amigable para salvar lo que queda cuando se pierde la entereza. 

Alguien podrá decir que ahí se jodieron los Estados Unidos, pero seguramente será un idealista. Ni siquiera Hollywood puede reescribir su historia de esa manera, sin recordar que estaba jodida desde El nacimiento de una nación. El film abanderado del clasicismo cinematográfico era (es) una épica racista. Esto no significa que haya que cancelar a Griffith, como tampoco podemos sencillamente renunciar a su institucionalización de una gramática. Simplemente no podemos dejar de observar que la proyección de su obra magna (aunque culposamente prefiramos Intolerancia) puede ser tan patriótica o vergonzante como la de El triunfo de la voluntad. Cada país, cada historia, tiene sus negros. También Griffith lo sabía.

4.

Para cuando Lo que el viento se llevó al menos le dieron un Oscar a la buena criada, papel que Hattie McDaniel asumió mientras le dio el cuerpo, porque era mejor “interpretar a una criada por 1000 dólares que ser una por 10”. Desde ese 1940 hasta fines de los 50, no hubo otro papel para un negro que el de víctima o “Tío Tom”, salvo en esos films donde todos eran negros, incluidos los espectadores. 

El mainstream pudo esperar, y finalmente les concedió un protagónico bajo la nobleza plebeya de Sidney Poitier, que construyó su ascendente carrera alrededor de esa dignidad herida pero indestructible. Universal y abstracta. General (y por tanto personal) más que genérica (negro pero honrado, digamos), mostrando que podía ser igual a un blanco, e incluso mejor, sobre todo si el blanco era un convicto como en Fuga en cadenas (cuya fantástica remake, El hombre de dos cabezas, ya podía sacarse de encima ese prurito blanco), convertido en policía bueno en Al calor de la noche y hasta en yerno de Tracy y Hepburn en ¿Sabes quién viene a cenar?, en el viejo espíritu blanco y navideño de Capra.

Es cierto, después de todo, que recién en ese mismo 1967 fue legal el matrimonio interracial en Estados Unidos, lo que sería llamativo si no fuera porque solo dos años antes se había habilitado el voto negro. Y visto que recién en los años 90 va a aparecer otro actor que herede ese lugar (Denzel Washington, otro “negro con el alma blanca” hasta convertirse en Malcom X y empezar a patear culos blancos sin tener que morir por ello), no puede decirse que Poitier no fuera un adelantado. Ciertos directores le dieron una oportunidad a otros actores negros, y algunos incluso construyeron una película a su alrededor (como Ford con Woody Strode en El sargento negro), pero no podían dejar de ser condescendientes homenajes hasta que los propios negros ocuparan la silla de director. 

5.

Melvin Van Peebles, Charles Burnett, Spike Lee… La genealogía es clara. Y aun así tenían que ser blancos los que hicieran por primera vez un retrato impiadoso de los blancos. Acaso porque además de blancos eran extranjeros, si es que los ingleses se sienten extranjeros en la vieja colonia, aunque evidentemente son vistos con más indulgencia cuando se burlan del profundo sur en la sobrevalorada Deliverance o la aun recordable Mississippi en llamas, en la que los protagonistas no dejaban de ser blancos, buenos policías blancos. Uno de ellos, oriundo del lugar, le explicaba al otro el origen de clase de todo racismo, con una frase que podría ser dicha en cualquier parte en que la palabra “negro” sea usada como insulto (“si no sos mejor que un negro, no sos nada”). 

Y es que si algo llama la atención de cualquier espectador de noticieros, si además supo ser cinéfilo, es el poco espacio que el cine norteamericano le dedicó a esa oscuridad encerrada en el origen de la nación y que aun la conmueve, habiendo surgido de una guerra civil que engendró hombres libres pero no iguales. Acaso por eso cada tanto hay algún Oscar a mejor actor, o incluso a mejor película (como la abominable 12 años como esclavo, en la que Brad Pitt fungía como salvador), o el sueño del superhéroe propio aunque sin liga de la justicia, sea en versión Marvel o la de Tarantino enDjango, película que palidece ante el Mandingo de Fleischer. Porque las inmersiones en esa historia negra suelen ser simétricamente heroicas o culposas, vengan de Hollywood o de un cineasta marginal como Travis Wilkerson, el único de su familia que va a buscar la historia del hombre negro asesinado por su abuelo. Tal vez porque, como pasó con Holocausto, los espectadores recién parecieron enterarse de que existió la esclavitud viendo las dos temporadas de Raíces.

Mientras tanto, si queremos estar a tono con la buena serie que vemos por las pantallas en las ciudades del mundo (aunque, hay que decirlo, no se compadecen tanto por sus propios negros asesinados en las sombras), debemos retroceder más de cincuenta años para encontrar a una negra y un cubano (blanco, pero de los buenos), reunidos por la magia negra del cine para recordarnos que el “now, now, NOW” siempre es intenso. (Ver aquí)

Addenda: entre tantas cosas que se me ha pasado mencionar, no quisiera olvidar algo sugerido lateralmente al hablar de El hombre de dos cabezas: fue la tradición fantástica, siempre menos obliterada por la censura, la que para bien o mal dejo las marcas más furiosas y curiosas de esta tensión. Para mal, aquella primera versión del Dr Jeckyll, en qué esté devenía en un Hyde negroide. Para bien, todas la saga de El planeta de los simios, sobre todo la película firmada a inicios de los ‘70 por J. Lee Thompson, dónde no solo se explícitaba la metáfora animalezca, sino que se ponían en escena las riots que tenían en lugar en ese mismo momento al salir del cine.

Fotos y fotogramas: Santuario de George Floyd+Sidney Poitier+El nacimiento de una nación+Malcom X; 2) Escena de una protesta; 3) Now; 4) Intolerancia; 5) Mississippi en llamas.

Nicolás Prividera / Copyleft 2020