CINECLUBES DE CÓRDOBA (57): LOS ACTOS COTIDIANOS
Por Roger Koza
Hermosa y vital, Los espigadores y la espigadora (2000), el penúltimo largometraje de Agnès Varda, tiene el encanto de muchas de sus películas sostenidas en retratos comunitarios y una agudeza filosófica enteramente amable para cualquier tipo de espectador. Varda revisa en este ensayo lúdico y sorprendente el significado del término “espigar” y busca las variaciones de aplicación del término a lo largo y a lo ancho de Francia, en donde espigar es una práctica concreta y añeja y tiene apoyo legal.
¿Qué significa espigar? En principio, el verbo indica una forma de recolección: todo aquello con respecto a lo cual los distintos usuarios de objetos diversos estiman que su vida útil ha concluido, a los espigadores les parece que no, y lo recuperan, por tanto, como algo valioso y aún útil. No se trata meramente de reciclaje. El espigador recicla, aunque también ve en los objetos lo que muchos no alcanzan a distinguir. Pueden ser puertas, botones, juguetes, electrodomésticos, alimentos. Todo el orden de las creaciones objetuales de los hombres está implicado en esta práctica.
Espigar, como la propia Varda habrá de sugerir, no solamente implica pensar en objetos. Se pueden espigar imágenes y también las verdades inconscientes. En efecto, Varda reflexionará sobre su quehacer como un acto de espigar. El cine, su cine, puede centrarse en todo aquello que otros entienden desestimable de filmar. Hay una plano azaroso, que Varda elige incorporar, en el que su cámara queda encendida mientras camina registrando el movimiento de los pasos, dando por resultado un conjunto de imágenes caóticas del suelo. A nadie se le ocurriría dejar esos planos enloquecidos en una película, pero Varda los utiliza para ilustrar su propuesta. En cierto momento, el famoso psicoanalista Jean Laplanche y su mujer (quien dice haberse analizado con Jacques Lacan para entender mejor a su marido), dedicados a la actividad vinícola, sugieren que el psicoanálisis es también una forma de espigar. Hacer hablar al inconsciente es espigar en los huecos del lenguaje y en lo que todo sujeto olvida o desestima como irrelevante.
Los espigadores y la espigadora es una película apasionante y siempre sorprendente. Los personajes son inolvidables, y en especial el que cierra la película. Los últimos 20 minutos adquieren una emotividad insólita cuando Varda elige seguir las actividades de un hombre relativamente joven que se alimenta solamente de los vegetales abandonados en los mercados al terminar la jornada. Si Varda no eligiera seguir los pasos de ese hombre, el espigador podría ser confundido con un pordiosero excéntrico. Sin embargo, el filme descubrirá a una suerte de héroe cotidiano con una filosofía de vida peculiar, un verdadero sujeto solidario cuya vida pasa también por alfabetizar a los inmigrantes africanos que viven en Francia en un centro nocturno. El epílogo es conmovedor y revela tanto el costado humanista como político de los espigadores. (Miércoles 3, a las 20.30 h, en el Museo Caraffa).
Escenas de la vida privada
El grillo es el debut en la ficción de Matías Herrera Córdoba, el director de la notable Criada (2009). A diferencia de aquella película sobre la explotación de clase, en El grillo lo político es sustituido por la intimidad, de tal modo que las relaciones que se establecen entre los tres personajes giran en torno a la existencia y sus frustraciones (aunque habrá un apunte preciso sobre la visión política de uno los personajes). En pleno verano, dos viejas amigas comparten algunas semanas. Una de ellas prepara una obra de teatro y ensaya sus monólogos para el estreno, mientras que la otra tiene una relación fugaz con el jardinero de su casa, acaso una forma de conjurar la ausencia de su difunto esposo. No hay grandes elementos de tensión dramática, pues la búsqueda de un gato que no aparece –el conflicto central de la narración–, apenas funciona como una anécdota, lo que no significa que el filme circunscriba su voluntad de relato a la nada. Lo que más le importa a Herrera Córdoba es cómo filmar la palabra, y dada la espacialidad elegida (un jardín y los interiores de una casa), la película se transforma secretamente en una contienda entre cómo el cine y el teatro ponen en escena la palabra. En este sentido, el trabajo sonoro es particularmente meticuloso, al igual que el registro, enteramente en las antípodas del teatro. A veces, cierta teatralidad se impone, pero el cine, finalmente, vence en el último plano magnífico con el que cierra el filme, que tiene lugar, paradójicamente, en un teatro. (Jueves 4, a las 20.30 h, en el cineclub La Quimera, Teatro La Luna, Pasaje Escuti y Fructuoso Rivera).
Este texto fue publicado en el diario La voz del interior en el mes de diciembre 2014
Roger Koza / Copyleft 2014
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