CINEFILIA MALDITA. LA COLUMNA DE MIGUEL PEIROTTI: MÁS ES MÁS: MEGABEL MEGANCE Y LA MEGALOMANÍA SINFÓNICA
El período mudo son las cuevas de Altamira del cine: se ingresa a tientas a su penumbra para descubrir que se hacía arte de altura, de profundidad, de largo y de ancho muchísimo antes de lo que sabíamos; la praxis del éxtasis tridimensional precedía al conocimiento contemporáneo, un puzzle de prescripción prematura si se lo confronta a la Historia. Picasso dijo que, en lo pictórico, después de las cuevas de Altamira todo fue decadencia. Transferimos su razonamiento al cine, y, con una pequeña ayudita de Stendahl y su síndrome, abrimos la quijada y replegamos los párpados ante la contemplación de monumentos vivientes como el “Napoleón”, de Abel Gance. El cine de la grandiosidad todavía vive (mediante las proyecciones) y colea (mediante los hallazgos de copias o secuencias perdidas a cargo de coleccionistas). Una película es un hecho artístico en sí, y es también el testimonio documental de su época. Pero el cine etimológicamente colosal es una tercera acepción: nos permite vislumbrar a (o deslumbrarnos con) los rupturistas. Lawrence de Arabia, de David Lean, sirve de marco referencial de las películas bélicas de épica exacerbada, pero cuando retrocedemos 35 años para ver la magnificencia amurallada de Napoleón, el Everest de David Lean corre el peligro de quedar jibarizado a poco menos que un aleteo visual de Snapchat.
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Antes de seguir hablemos de la palabra visionario porque a continuación hablaremos de visiones, de un visionario en particular y de proezas verdaderas de un soñador alucinado, de un hijo digno de los arquitectos del hiperespacio de la creación abisal; hablaremos de un individuo que nació designado por su arrojo, como Napoleón mismo, y de cómo arrojó al tacho de la basura todo freno y consejo, tirando lo que no sirve, tironeando hacia el progreso, pateando en el trasero a los tiranos(aurios) del status quo, inflando el pecho para romper un corsé cuando descubrió que era una camisa de fuerza; porque si visionario es todo aquel que tiene una idea ingeniosa y quiere llevarla a cabo, como pregonan los seminarios de coaching, bienintencionados pero con vocación de “okupas de conceptos”, larguemos todo y vamos a llorar al cine hasta que nos echen.
NO mayúsculo, señores, NO. Visionario no soy si quiero poner un bar de tragos con una linda carta. Soy, a lo sumo, un despachante de ideas creativas y, quizás, un voluntarioso que seguramente las llevará a buen puerto. Pero visionario-visionario, o sea, el visionario en itálicas del que venimos hablando, ese visionario, es aquel que sueña dormido, el que sigue soñando despierto y el que no sabe si sueña, si está loco o si está navegando su estadio ulterior de conciencia, porque para él, afiliado al gremio de los enfermos mentales del futuro con pleno dominio de sus facultades enajenadas, la duermevela es ya un estado natural del ser, el territorio agreste y descolonizado que potencia sus ganas de cultivo, establecimiento y subversión. Visionario es el que imagina cosas sin las referencias para imaginarlas: es el que ve en la oscuridad.
Las capillas sixtinas del cine no pudieron haber caído nunca en manos de los burócratas del arte cinematográfico simplemente porque ellos jamás habrían podido ver más allá de sus pilas de expedientes, reservorios de ácaros. “Qué viles y cobardes son los hombres. No vale la pena sacrificarse por la gente. Procurando salir adelante por su propio interés, cada uno comete atrocidades sólo para conseguir triunfar”. Mientras escribe estas palabras a pluma con el peso del plomo, decepcionado por el subibaja de la guillotina antimonárquica, el Napoleón de la ficción nos resume sin saberlo el mal que describimos: el Mar Muerto del establishment no es para los fabricantes de quimeras: el Mal Muerto es ir más allá de acá. Donde moran el anquilosamiento y el conformismo es un barrio destinado a las propiedades horizontales de la construcción, al lobby en vilo, a la especulación institucional. Construir, no progreso exactamente, sino futuro – la verdadera visión – está en manos de unos pocos hechiceros encanta-multitudes con las recetas de la nigromancia bajo la manga, con sus gnosis en paroxismo de rave (al)química, esperando el momento de poder dar el zarpazo que altere los puntos cardinales del cine y desafíe al feng-shui del academicismo.
Uno de ellos (fue) es (y será) Abel Gance.
¡Gracias a la vida que existen los megalómanos, tan vapuleados por los soldados de la discreción! Sin ellos, sin sus exabruptos, estaríamos sumergidos en los pantanos del color caqui de la creatividad. Abel Gance era un colorista desenfrenado que se las ingenió para desmantelar las propiedades visuales del blanco y negro y ofrecer con Napoleón un pantallazo del porvenir; mejor dicho: un múltiple pantallazo, si recordamos que su obra cumbre – su Capilla Sixtina – fue concebida para desplazar su tren de sombras a lo largo y ancho de tres rectángulos gigantes al mismo tiempo. Abel Gance es la envidia de Dorothy: encontró el arco iris.
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Entre tanto mega-espectáculo, proeza e innovación (en Google o en IMDb pueden encontrar la lista de adelantos técnicos y narrativos, que acá nos vamos a ahorrar), el amor a la humanidad viene a representar el alma de esta fiesta napoleónica. Gance castiga tanto a los refinados perversos de la monarquía como a las turbas rodantes de la población vengativa que prosiguieron a la Revolución, no desde el cinismo que niebla la vista de una posible redención sino redimiendo a individuos inocentes de la barbarie de ambos lados. En este bastión de las posibilidades visuales del blanco y negro, nada es blanco o negro en su discurso, salvando el retrato quizás excesivamente ponderativo del personaje principal. Los mediocres y los violentos prefieren hablar desde una posición sectaria (sexo, ideología, geografía, religión), olfateando como sabuesos adoctrinados algún rastro de olor de lo que puedan determinar, tajantemente, como un acto de injusticia apropiado a su causa, causa sostenida por ese fanatismo de hipoacusia voluntaria, el que no oye, ni mucho menos escucha, los argumentos ajenos; ignoro si Gance fue, en lo personal, ejemplo de algo, pero todos deberíamos seguir su sugerencia: dígale No a las banderas discriminatorias. En esto tienen razón los grandes artistas universales y es lo que los une en el panteón: los músicos, los plásticos, los cineastas o los arquitectos que legan maravillas atemporales sólo se posicionan ante la única generalización que no deberíamos cuestionar: el humanismo. Esta bandera iza Gance a lo alto del mástil de un arte que no nació para envilecer sino para embelesar.
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En lo estructural, la proliferación de géneros es el mantra rítmico de “Napoleón”: melodrama, terror, acción, comedia, bélico. Y la Gran Aventura como diesel. El soberbio montaje paralelo entre Napoleón en su barcaza surfeando la turbulencia de las aguas del mar y la turba en esencia del Reino del Terror haciendo agua la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano mediante el corte de cabezas, es un cortometraje de aventuras que podría servir de antipasto a cualquier versión fílmica de Moby Dick. El acompañamiento musical de esta secuencia es el choque de platillos simbólico donde la sinfónica partitura de Carl Davis demuestra ser una de las grandes bandas de sonido de la historia, la compañera perfecta para un doble programa auditivo junto a la que Prokofiev le regaló al Alexander Nevsky de Eisenstein.
Y al final, encima, el súmmum.
La superposición de dos y hasta tres imágenes y la fragmentación de la pantalla hasta en nueve acciones simultáneas es algo que recién décadas después establecería, en versión small, aunque con otras intenciones, Brian De Palma. Pero acá no se termina el frenesí del virtuosismo: en la apoteosis de los minutos finales de la película, donde emplea los dos juguetes simultáneamente – yuxtaposición fragmentada/fragmentación yuxtapuesta –, Gance regresa a las cuevas de Altamira. Iluminado por el fuego de una antorcha de celuloide, nos brinda un espectáculo de 180 grados similar a un caleidoscopio – a uno astutamente sistematizado, no aleatorio – que se erige en la réplica de una operación óptica como la del tatarabuelo del cine, el zoótropo. Fauna y lógica: los animales de cine no pueden escapar del zoo.
Miguel Peirotti / Copyleft 2017
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