CLARENCE BROWN
Por Jaime Natche
Poco aficionado a participar en ceremonias sociales, William Faulkner tuvo que ser arrastrado por su familia al cine del pueblo donde tenía lugar el estreno mundial. Primicias así no eran habituales en Oxford (Mississippi) y, además, ese día de 1949, Faulkner no iba a ver cualquier película, sino una basada en su novela Intruder in the Dust (Intruso en el polvo). A la salida de la proyección, el escritor —tampoco amigo de las entrevistas— se expresó lo más claramente que pudo sobre un mundo en el que nunca se había sentido a gusto: «Es buena. No sé mucho sobre películas, pero creo que es una de las mejores que he visto». Por aquel entonces, Faulkner había escrito guiones para Howard Hawks y Jean Renoir —para este, sin ser acreditado—, pero el cine era poco más que una oportunidad alimenticia para rentabilizar, con la máquina de escribir, las horas que robaba a su verdadero trabajo con la palabra. A continuación, añadió al entrevistador: «Por supuesto, no se puede decir lo mismo con una imagen que con un libro… Los medios son diferentes. El Sr. Brown conoce su medio y ha hecho una película excelente. Ojalá la hubiera hecho yo». El «Sr. Brown» era Clarence Brown, a quien hoy en día apenas se le recuerda en la historia del cine. Si acaso, se le conoce por ser «el director favorito de Greta Garbo», pues le dirigió más veces que ningún otro: siete en total, incluyendo la extraordinaria El demonio y la carne (Flesh and the Devil, 1926). Se ignora así su progreso desde los albores del cine mudo, su devoción por los dispositivos técnicos y su aplicación en la imagen (era ingeniero) o la aportación de figuras expresivas atribuidas generalmente a Alfred Hitchcock o Billy Wilder.
Dado este olvido generalizado, no es raro que hasta ahora no existiera en todo el mundo una monografía sobre el cine de Clarence Brown, más allá de artículos en revistas, capítulos sueltos o folletos de retrospectivas. Para reparar ese vacío y contribuir al mejor conocimiento de su obra, la investigadora Carmen Guiralt le ha dedicado el libro que la editorial madrileña Cátedra acaba de publicar en su colección Signo e imagen / Cineastas (llegando así al volumen 111 de la serie, tras el que pocos días después ha aparecido el estudio sobre Bernardo Bertolucci por Enric Alberich). En sus primeras páginas, Guiralt aventura los motivos por los que este director, que en 1927 llegó a ser el mejor pagado de Hollywood, es hoy tan pobremente considerado. Más que por haberse consagrado al poco llamativo género del melodrama romántico —al igual que Frank Borzage o John M. Stahl, quienes, sin embargo, recibieron más atención por parte de la crítica—, la principal hipótesis es que la política de autores que ensalzaría a los cineastas del Hollywood dorado comenzó a forjarse en el mismo momento en que Brown se retiró voluntariamente de la dirección, en 1953. Otro factor que probablemente contribuyó de manera desfavorable a la posteridad de Brown fue su sumisión al sistema de estudios, cuando, al ponderar retrospectivamente a los directores que trabajaron en Hollywood —señala Guiralt—, «una de las facultades más valoradas de sus artífices ha sido su capacidad para oponerse a ella, no su aceptación y beneplácito». Brown desarrolló una dilatada labor dentro de la Metro-Goldwyn-Mayer, donde consiguió grandes éxitos, aunque también sonoros fracasos, disfrutando del raro privilegio de poder alternar proyectos de elección personal con encargos al servicio de las estrellas. De modo que a una película de marcado tono autobiográfico y prácticamente sin argumento —Ayer como hoy (Ah, Wilderness!, 1935), su primera incursión en el subgénero Americana, al que regresaría varias veces—, le sucedería Entre esposa y secretaria (Wife vs. Secretary, 1936), concebida para expreso lucimiento de Clark Gable y Jean Harlow.
Tampoco ayudaría a la escasa fortuna crítica de Brown el hecho de que un carácter en exceso humilde y retraído no le predispusiera a hacer declaraciones durante toda su carrera y, a partir de su abandono de la industria, le empujase a guardar un silencio definitivo. A este respecto, Renoir, que le consideró junto a Chaplin y Lubitsch uno de los pilares del cine clásico, aseguró una vez que él pensaba más en Clarence Brown de lo que Brown pensaba en sí mismo.
Carmen Guiralt escribe una obra rigurosamente documentada con la que introducirse en el cine del realizador estadounidense, pero también para recorrer la época dorada de los estudios de Hollywood y sus entresijos. Desde la misma dedicatoria del libro, la autora manifiesta la ayuda sustancial de Kevin Brownlow, autor británico al que debemos agradecer importantes contribuciones a la historia del cine y la recuperación de su patrimonio[1]. Brown debuta en 1915 como ayudante de Maurice Tourneur, director célebre por su estilo pictorialista, interviniendo de forma decisiva en el logro más reconocido de su mentor: El último mohicano (The Last of the Mohicans, 1920). Su estilo evolucionará hacia una preocupación más profunda por lo dramático, aunque sin dejar de perseguir una comunicación puramente visual. En sus películas mudas reduce de manera progresiva los intertítulos, presenta con frecuencia a los personajes metonímicamente —a través de sus detalles— y recurre al denominado «plano de tres», donde tres personajes comparten el encuadre para revelar un conflicto interior, que encuentra su más rica expresión en La llama del amor (Smouldering Fires, 1925). En este filme también empieza a usar las tomas largas y los movimientos de cámara cada vez más ostensibles, característicos de su cine. El fastuoso travelling sobre una mesa durante el banquete de Ana Karenina (Anna Karenina, 1935) —con un aparatoso artilugio de invención propia— rozaría el minuto de duración, recurso que luego sería visto en El gran dictador (The Great Dictator, 1940), de Charles Chaplin, o Iván el terrible (Ivan Groznyy, 1945), de Serguéi Eisenstein.
Como de costumbre en la colección de Cátedra, la edición del libro está muy cuidada y se completa con una detallada filmografía. Única y mínima objeción: considerando la alta calidad del texto, precisamente, no se entiende la recurrencia en ciertas partes a vocablos ingleses sin justificación aparente, encontrando «world premiere», «production values» y «box office» donde muy bien podría haberse escrito «estreno mundial», «valores de producción» y «taquilla».
Clarence Brown, Carmen Guiralt, Madrid, Cátedra, 2017. 408 páginas.
Jaime Natche / Copyleft 2017
[1] Recordemos, por ejemplo, su libro The Parade’s Gone By… (Nueva York, Alfred A. Knopf, 1968), rememoración de los pioneros del cine; la restauración de Napoléon (Abel Gance, 1927), culminada, tras veinte años de labor, en 1981; o la excepcional serie Chaplin desconocido (Unknown Chaplin, 1982), realizada junto a David Gill para Thames Television, que ilustraba con metraje inédito los métodos de trabajo como director de Charles Chaplin.
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