UN CÓMICO INOLVIDABLE: UN ENCUENTRO CON PIERRE RICHARD
El cine tuvo y tiene muchos comediantes pero muy pocos cómicos. El cómico es una variedad de actor que posee algunas características particulares: un aspecto físico característico, un control total de su cuerpo, un sentido preciso, una aguda capacidad de observación. Por encima de todo eso, el cómico debe tener un carisma personal que suele ser natural y que le permite sintonizar de manera casi automática con el público.
En las décadas del ’70 y del ’80 ya había pasado el apogeo de Jerry Lewis y no se conocía aún a Jim Carrey. Durante esos años el cómico más popular que tuvo el cine del mundo fue francés y se llamó Pierre Richard. Con sus películas, dos generaciones de espectadores descubrieron la felicidad de reírse a carcajadas en una sala llena de gente, cuando en un cine entraban dos o tres mil personas por función. En cualquier conversación que incluya a personas de cinco décadas o más, la sola mención de títulos como Alto, rubio y con un zapato negro, Se me subió la mostaza, La carrera de la cebolla, El juguete o La maldición del paraguas aún motiva carcajadas espontáneas y el recuerdo preciso de escenas cómicas que han quedado impresas en la memoria colectiva. Luego vino una trilogía extraordinaria escrita y dirigida por Francis Veber, Mala pata, Los compadres y Los fugitivos, en las que Richard encontró una inesperada y feliz contraparte cómica en Gérard Depardieu. Luego de esos films, inexplicablemente, la cartelera argentina comenzó a mezquinar las películas del cómico y la continuidad de su vínculo con nuestro público se rompió.
La buena noticia es que Pierre Richard no se detuvo nunca y aún hoy se mantiene en constante actividad. Estuvo en el último Festival de Mar del Plata, invitado por la Embajada de Francia, y luego pasó por Buenos Aires para presentar dos películas suyas en Malba. Ya no tiene su característico cabello rubio enrulado pero, a los 84 años, conserva asombrosamente intactas su agilidad, su capacidad repentista y su sonrisa.
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“Siempre tuve habilidad con lo físico, es genético. Mi madre hacía todo tipo de contorsiones a los 75 años. No hice deportes hasta que empecé a ganar dinero, pero siempre fui ágil y capaz de caerme en todas las posiciones sin lastimarme. Al principio no tenía consciencia de lo que era, nunca me analicé. Fue el director Yves Robert quién me descubrió. Primero me eligió para trabajar en el teatro, tres o cuatro meses, y en 1968 me dio un personaje en Buenas noches, Alejandro, junto a Philippe Noiret. Me llamó, me dijo que tenía un papel para darme que era breve pero que lo había escrito para mí. Siempre recuerdo que, durante ese rodaje, un día que nos paseábamos cerca de unas vías de tren, me dijo: ‘Pierre, vos no tenés lugar en el cine francés. No sos un Delon ni un Bernard Blier. No sos un actor, sos un personaje y tenés que hacer tu propio cine’. Y fue así que dos años después -porque me llevó dos años escribir mi primer guion- lo fui a ver con el guion de El distraído. Le recordé lo que me había dicho en aquella oportunidad y me respondió: ‘Lo hacemos’. Y la produjo.
-De alguna manera usted tuvo que crear su propio género.
-Sí, totalmente. Estaba Jacques Tati pero no era lo mismo…
-O Pierre Etaix
-Pierre Etaix, es muy cierto. Pero tampoco era lo mismo. Me hubiera gustado poder hacer una película como Tati, un film prácticamente mudo, pero no hubiera podido porque si lo intentaba hubieran dicho que lo imitaba a él. Fue por eso que me obligué a buscar diálogos que fueran burlescos o incoherentes pero que se adaptaran a mi personaje. De manera un poco inconsciente armé una suerte de triángulo isósceles: distraído, torpe e inadaptado. Pero la torpeza a menudo se opone a la distracción. Muchos filósofos escribieron sobre la distracción. Forma parte de esos defectos encantadores, no para mí pero sí para los otros. Cuando se estrenó El distraído, Robert me dijo: ‘El film tiene tanto éxito porque mucha gente se identifica con vos’.
-Es cierto que usted trabaja con esos tres rasgos determinantes pero al mismo tiempo una cosa particular es que no tiene problemas con las mujeres. Muchas veces es un seductor, un casanova…
-Tampoco es para tanto…
–En las películas, digo.
-Si, es cierto. Tengo suerte en general. Sobre todo en Las desventuras de Alfredo (1971), la segunda película que escribí y dirigí. O después en El gemelo (1984).
-En el cine cómico francés, el inadaptado tiene una larga tradición desde Max Linder.
–Si, todos los cómicos son inadaptados. Yo ya lo había sido en mi familia, todos egresados de altos estudios en el politécnico. Mi abuelo, mi padre, mi primo…. Y yo nada. Pensé que entre los actores y los cómicos iba a encontrar una nueva familia, pero sigo siendo un poco inadaptado incluso allí, salvo por algunas amistades sólidas y fieles.
-En sus comienzos usted estudió teatro clásico.
-Sí, asistí a las clases de Jean Vilar, por quien tenía una admiración enorme. Sus clases eran debajo del TNP, el gran Teatro Nacional Popular. Teníamos profesores como Georges Wilson o Pierre Darras. Era genial. De vez en cuando, Vilar llegaba a clase y señalaba a alguno de los alumnos para figurar en sus obras de teatro. Eso me permitió ver actuar de cerca a Gérard Philipe, a Philippe Noiret o a Daniel Sorano, que me encantaba. En general eran personajes ínfimos, figurantes. Hacíamos de monjes o campesinos y sosteníamos algún instrumento o herramienta, según la obra. Pero era fantástico para los alumnos tener ese privilegio. Una vez, Vilar me hizo trabajar un personaje durante tres semanas. Los otros alumnos me decían que me iba a tomar para la obra y al final… no.
-No obstante, usted apareció en Los amantes de Montparnasse (1958) de Jacques Becker.
-Sí, pero es lo mismo que en las obras de Vilar. Fui extra. Aparezco en una escena sentado detrás de Gérard Philipe. Cada vez que la gente ve esa película dice: “Pero… ¡ese es Pierre Richard!”. Mi papel era, simplemente, estar sentado detrás de Gérard Philipe.
-Pareciera que a los cómicos les resulta fácil hacer drama. O por lo menos más fácil de lo que a los actores dramáticos les resulta la comedia.
-Es cierto que es más fácil. Hay una cuestión de ritmo, de timing. Esto que voy a decir le va a causar gracia pero intente ser gracioso a las ocho de la mañana… En cambio, si a las ocho de la mañana uno pasó una mala noche, bebió mucho, durmió poco o falleció su madre… todo eso puede servir al drama. Basta con delinear las cosas que uno ya vivió bien o mal y ponerlas al servicio del papel que tiene que hacer. En el cómico eso no pasa. La muerte de un familiar no va a ayudar a la comicidad y a las ocho de la mañana todo es aún más difícil. Además, lo cómico necesita de una respuesta directa. En el teatro uno escucha las risas y eso es estimulante, pero en el cine uno está frente a técnicos que están ocupados haciendo su trabajo y cuando se filma la escena nunca se sabe si es graciosa o no. Uno está solo y es frustrante, necesita una gran disciplina para juzgar su propio trabajo. Sí, creo que los cómicos pueden hacer papeles dramáticos.
Yo hice dos o tres películas dramáticas. Me gusta en particular El chef enamorado, de Nana Djordjadze. Es una comedia hasta la mitad y luego se transforma en un drama total. Mi personaje muere en la mayor soledad… Es una película muy linda que casi le hace ganar a la directora el Oscar a la mejor película extranjera, creo que fue por un voto que no lo obtuvo.
-Usted eligió Mala pata para presentar en Argentina. Las tres películas que hizo con Francis Veber parecen ser la culminación de su personaje.
-Veber tenía un enorme talento para la comedia. Tuve la suerte de aprovechar su época dorada, desde El juguete (1976). Cada guion suyo era una máquina, una especie de arquitectura perfecta, no se podía cambiar nada. Ayer volví a ver Mala pata y no me extraña que tuviera tanto éxito, ni siquiera envejeció, es irresistible. Veber siempre nos decía: “No son ustedes quienes tienen que hacer reír sino yo”. Así que actuábamos lo mínimo. Desde ya que estaba el talento de Gérard que es enorme y también el mío, que no está tan mal, pero seguíamos el guion hasta en las comas. Algunas veces íbamos a verlo y le sugeríamos modificar una escena para que fuera más graciosa. Siempre decía que no. Y cuando insistíamos nos hacía ir a otra página del guion y nos mostraba cómo una escena posterior perdía sentido si se modificaba la anterior. Todo estaba calculado. Creo que Mala pata, Los compadres y Los fugitivos es lo mejor de Veber. Luego también es muy buena La cena de los tontos (1998), que hizo sin nosotros, pero ahora es otra cosa, da vueltas sobre sí mismo y creo que ya no sabe qué escribir.
-Hace poco usted volvió al teatro con un espectáculo unipersonal, creo que autobiográfico.
-Hice solo tres representaciones y ya no voy a hacer más. Tuvieron mucho éxito, contaba anécdotas con grandes actores con quienes trabajé y además tenía una pantalla atrás mío para comprobar lo que contaba. De lo contrario, la gente podía no creerme y pensar que lo que contaba era sólo para hacer reír. Por ejemplo, una mañana nos encontramos con Gérard Depardieu antes de un rodaje a tomar un café. Él se pidió un pastis doble, y cuando Gérard se pide un pastis doble a la mañana es que algo le pasó la noche anterior. Cuando hicimos la escena, yo tenía que entrar a un hotel arrastrándome por el piso pasando por una puerta giratoria y él tenía que seguirme y levantarme. La cuestión es que entró por la puerta giratoria pero dio una vuelta entera y empezó a buscarme por la calle….
Bueno, lo que cuento en ese espectáculo son anécdotas de ese tipo y la gente se muere de risa. Nunca vi una persona con tanta mala suerte como Gérard Oury, por ejemplo. Durante los rodajes no paraba de lastimarse, siempre tenía un pie sobre el riel en el momento del travelling o cosas así. También me di cuenta que cuando contaba anécdotas sobre personas que ya no están y que quise mucho, como Jean Carmet o Yves Robert, la gente se emocionaba y al final del espectáculo venían a decírmelo. Me gusta eso de pasar sin previo aviso de la risa a la emoción. Hablo de personas que la gente quiere mucho. Pero era muy demandante para mí y preferí dejar de hacerlo.
-Usted ha dicho varias veces que una gran influencia fue Danny Kaye.
-Fue más que una influencia, fue una revelación. En mi familia no se iba mucho al cine, se le daba más importancia a los estudios pero yo me escapaba de la escuela -estaba en el bachillerato- para ir al cine. Fue así que conocí a Danny Kaye y entendí que me quería dedicar a esto. Como cuando uno se cruza con una mujer por la calle y piensa que esa mujer va a ser su esposa. De la misma forma yo pensé: ‘Este va a ser mi trabajo’. Lo curioso es que hace tres años suena el teléfono en mi casa de vacaciones en el sur de Francia y cuando contesto escucho: ‘Buenos días, señor Richard soy Dena Kaye, la hija de Dany Kaye. Me encantaría si pudiera acompañarme en el homenaje que le van a hacer a mi padre en la Cinemateca.” Le contesté: ‘Señora, voy para allá’. De haber sido otra persona le hubiera dicho que no podía, yo estaba bastante lejos de París. Pero en este caso no lo dudé.
-De todas maneras, usted definió su propio personaje. Nunca fue un imitador de otros cómicos.
-No, claro. Por eso digo que fue más una revelación que una influencia. Kaye era físicamente parecido a mí, o más bien yo a él: también era alto, rubio y se movía muy bien. Pero tenía la capacidad de hablar muy rápido, un poco como algunos cómicos españoles. Yo nunca fui en esa dirección. Es un poco como reconocer la importancia de maestros como Chaplin, Keaton, Jerry Lewis o Jacques Tati. Fueron muy importantes para mí, pero cada uno tenía su estilo, su manera de caminar, su gestualidad, y yo tuve que encontrar la mía. Creo que en el fondo fui definiendo mi personaje en las películas que escribí y dirigí (desde El distraído, 1970) y luego se los presté a directores como Yves Robert, Gérard Oury o Francis Veber. Lo curioso es que durante mis años de mayor éxito no fui muy bien considerado por la crítica. Las principales revistas de la época sacaban artículos donde primero decían que se les escapaba por completo mi talento y luego agregaban que era una lástima que me hubiera vendido a directores como Veber. Recién veinticinco años después empezaron a prestarme atención revistas como Inrockuptibleso Cahiers du cinéma. Y finalmente, hace muy poco, me hicieron un homenaje en la Cinemateca.
-En Argentina no pasó eso. Tanto la crítica como el público siempre lo estimaron mucho.
-Me da mucho gusto saberlo. Uno nunca es profeta en su tierra…
***
-Cuando se habla de la relación entre el cine francés y Cuba, siempre se mencionan grandes personalidades como Agnès Varda o Chris Marker. Y sin embargo usted viajó a Cuba y dirigió un mediometraje documental sobre el Che Guevara, titulado Parlez-moi du Che (1987), que es casi desconocido.
–Todos los jóvenes en París -y no solamente los jóvenes- desfilaron en la calle en memoria del Che cuando lo mataron. Fue un movimiento emocional enorme. A mí me había marcado mucho porque era el héroe romántico por excelencia de todos los que tenían 18 o 20 años en aquella época.
-¿Usted estaba políticamente comprometido?
-No. Pero un día me llama Jean Cormier, un amigo periodista, para comentarme que acababa de volver de Cuba, que había visto al padre del Che y que le gustaría ir ahí a hacer una película sobre él. Yo le dije que me interesaba mucho y empezamos a organizarnos pero, poco tiempo antes de viajar, el padre del Che falleció. Yo pensé: “Se acabó”. Pero Jean me dijo que no necesariamente, porque estaba la hija del Che y también un compañero argentino de él que había vivido en París. Así que viajamos a Cuba.
Yo era muy popular allí y no lo sabía. Era porque los rusos compraban mis películas para toda la Unión Soviética y también se las vendían a Cuba. Entonces, cuando llegué, quedé muy impresionado. Estaban encantados con que fuera a Cuba -en aquella época ningún francés iba ahí- y más aún con la idea de hacer una película. Incluso participé en asambleas estudiantiles donde me levantaron en andas, en medio de enormes carteles que decían ¡Venceremos! Fue increíble. Además, cuando los cubamos empiezan a hablar del Che son imparables. Filmé como ochocientos kilómetros de material. ¡No los podía cortar! Pero también esa era la gracia. Conocimos a muchos compañeros guerrilleros que vivían en campos militares. Y también nos hicimos muy amigos del fotógrafo que tomó las imágenes míticas del Che. Inclusive se quedó con nosotros durante tres semanas, primero porque era una persona fantástica y además porque con nosotros al menos comía porque el pobre hombre no tenía nada de dinero, mientras que su foto daba la vuelta al mundo.
En el fondo es una película sobre mi sensibilidad personal hacia el personaje, puesto que no soy historiador. Pude ver su escritorio, andar por los caminos que recorría él todos los días cuando era ministro. Aprendí mucho en ese viaje. No vi a Castro pero tampoco quise verlo porque sabía que si ponía a Castro en la película iba a tener que hablar durante cuarenta y cinco minutos sobre él y sólo cinco sobre el Che. Mucho después tuve la oportunidad de conocerlo. No sé cómo será ahora pero en aquel momento el Che estaba muy presente. No había una cocina o un pasillo que no tuviera una foto de él. Camilo Cienfuegos también era muy querido. También conocí a científicos allegados al Che, ya que, además de ser un guerrillero, era un intelectual. Cuando uno conoce su historia como pude conocerla, entiende que no se podía quedar donde estaba. Una vez logrado su objetivo, tuvo que irse y fue así que se hizo matar, porque los bolivianos no lo siguieron y el partido comunista tampoco. Después de hacer el film, su hija vino a mi casa en Francia y tuve el placer de ver jugar al nieto del Che con mi nieto. Uno era todo castaño y el otro todo rubio. Si me hubieran dicho que un día vería eso…
* Esta entrevista fue publicada en otra versión y con otro título por Página 12 en el mes de enero 2019.
Fotogramas y fotos: Las desgracias de Alfredo (Tapa); 2) Richard en Buenos Aires (foto FMP); 3) P. Richard; 4) Los compadres; 5) Afiche de Parlez-moi du Che.
Fernando Martin Peña / Copyright 2019
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