CON EL SUDOR DE TU FRENTE: PEQUEÑOS APUNTES SOBRE EL CINE DE OTAR IOSSELIANI
Por Santiago González Cragnolino
El mito es conocido por todos en esta parte del mundo: nuestros primeros ancestros, Adán y Eva, disponen para sí de un paraíso. Allí son libres de hacer lo que quieran, lo único que les prohíbe su creador, el ser supremo, es comer de uno de los árboles que se encuentra en su huerta. Lamentablemente la pareja no cumple este mandato, lo que ofende muchísimo al dios. A tal punto se enoja que castiga a la pareja con la muerte, el dolor, la vergüenza y el trabajo. “…ganarás el pan, con el sudor de tu frente”, suelta el dios ofendido en medio de su perorata. Y aquí estamos los descendientes, tan lejos del paraíso, obligados a sufrir de esta maldición divina que es el trabajo y, como correlato, la negación del ocio. El ocio cómo el tiempo que el ser humano dispone para entregarse al principio de placer, para pensar, para contemplar, para establecer relaciones verdaderas con sus semejantes, para realizarse a sí mismo cómo individuo. En Dionisio (Jean Rouch, 1984) el personaje principal extrae de su bolsillo un espejo de dos caras y, al tiempo que lo gira, dice: “La alegría, en una cara, y en la otra el trabajo. En medio, este espacio frágil y estrecho por dónde se deslizan los que pueden hacer lo que les gusta”. Ese “hacer lo que nos gusta” es negado por la rutina en una Sociedad del Trabajo. Si sacamos cuentas, nos encontramos con que con suerte contamos con 3 o 4 horas para destinar al ocio. Para peor, estas horas suelen estar destinadas a las actividades que ofrece la industria de la diversión. El entretenimiento, la dispersión y de vuelta al ruedo. Vamos más allá todavía: las vacaciones. Lo que se supone nuestra temporada anual ociosa, se ha convertido en otra forma de trabajo. La reserva de pasajes y hospedamiento, la disputa por el lugar donde comer, donde beber o simplemente la tarea de encontrar un mugroso palmo de arena para sentarse. En ese encuentro o más bien choque con la masa, el individuo, entregado a este anti-ocio, no puede evitar pasar a formar parte de ella. Nos convierten en turistas, esos seres que transitan itinerarios demarcados por el consumo, que llegan a un lugar para parasitarlo y transformarlo en todo lo que las bellas postales ocultan (Para ver una bella impugnación de este mandato véase al gran Jacques Tati en Las vacaciones de M. Hulot).
Me he encontrado con incontables cineastas y películas que podrían ilustrar esa cara del espejo, la de la maldición del Supremo y los sufrimientos que nos acarrea. Pero muy pocas veces vi que un director haya pensado el ocio cómo lo hace Otar Iosseliani. Y que ese pensamiento sea traducido en decisiones estéticas, sello de un verdadero autor cinematográfico. Un autor sumamente detallista y preciso, al punto que sus planos secuencia son llevados a cabo como coreografías. La comparación no es caprichosa: Iosseliani antes de dedicarse al cine se recibió de compositor y de director de orquesta. En el documental Otar Iosseliani: El mirlo silbador (Julie Bertucelli, 2006), vemos como planifica sus escenas en función del ritmo, contando compases, tratando los storyboards que garabatea cómo si se tratara de partituras. En esas coreografías, danzan todo tipo de personajes; hombres y mujeres, jóvenes y viejos, poderosos y mendigos. En sus películas por lo general seguimos la deriva de un personaje principal (alter egos, sospecho, del director). Esta deriva comienza con la evasión de las responsabilidades impuestas y responde a la búsqueda de placer. En una de esas derivas, en el film Lunes por la mañana (2002), vemos que un buen día un hombre decide no entrar a trabajar para en cambio partir hacia Venecia. Una vez allí, recorre la ciudad, va de taberna en taberna, dibuja. No mucho más es necesario para ser feliz. Una muchacha y una guitarra, un poco de alcohol, amigos, el arte y por sobre todas ellas la música. Ver sino Érase una vez un mirlo cantor (1970), dónde la música funciona como polo opuesto del bullicio de la ciudad, en un paisaje sonoro bipartito. Se trata del placer hecho forma, enfrentado a la bruta expresión sonora de lo que algunos llaman progreso.
Hasta aquí podemos confundir a Iosseliani con un simple hedonista, un pasatista que simplemente resalta la celebración (al fin y al cabo todas sus películas lo son) sin poner jamás los pies en la tierra que habita. Pero, en claro enfrentamiento con los valores que nos impone la moral del trabajo, podemos pensar a Iosseliani cómo un subversivo. Sus loas al ocio generosamente compartido entre amigos, pueden ser leídas como discretas utopías. No existe el disfrute sin el Otro. Esto se traduce en su forma de mostrar lo público: en su elección por los grandes planos generales, filmados en profundidad de campo apreciamos la convivencia de todo tipo de personajes de clases y etnias distintas. Lo maravilloso es cómo en sus películas el orden establecido (siempre conflictivo) puede convertirse en otra cosa; la solidaridad y la tolerancia rigen las micro-sociedades que establecen los personajes de Iosseliani, cómo cuando el ex ministro francés accede a vivir con los inmigrantes africanos que okuparon su departamento en Jardines en Otoño (2006). No hay pasatismo entonces en su mirada, hay un compromiso político que parte del compromiso con el ocio y la generosidad. Y a partir de eso, mostrar un mundo distinto posible.
Siempre alejado de la solemnidad y la ambición (a la hora de la burla, los blancos favoritos del director), en su sabiduría, el viejo maestro no abandona el tono ligero, con el que compone el recorte que hace de la realidad desde su cámara. O tal vez no puede filmar de otra forma, quizás Otar Iosseliani, el mirlo silbador, filma como vive. Y así, filma las canciones, los amigos, las reuniones, las felices borracheras que permiten olvidar la caída del Edén.
Santiago González Cragnolino / Copyleft 2013
Buena nota. Muy gracioso el comienzo e interesante interpretación del ocio con el otro como algo subversivo.