CONTRA ADIÓS A LA MEMORIA 1: PERRO BLANCO, CORAZÓN NEGRO
En su cobertura del festival de Mar del Plata, Diego Maté comenzaba haciendo una valoración positiva de la “gran delicadeza” Adiós a la memoria, hasta asumir que “la película trata de pensar el tema de la memoria y la biografía en paralelo con la historia reciente del país”: “Ahí Prividera –según Maté– transforma el tono reflexivo que le permite introducirse en los problemas pertrechado más de dudas que de seguridades, y aparecen consignas y eslóganes (por ejemplo, sobre lo que la voz en off clasifica como neoliberalismo) hasta que la argumentación aplasta sus objetos de atención”. Como veremos, esta distinción es uno de los repetidos argumentos de críticos que no pueden ver, simplemente, que no se trata de un cambio de tono o registro sino de que a ellos les suenan a “consignas y eslóganes” lo que no participa de su visión del mundo.
Dice Maté: “Se trata de momentos en los que la película modifica sus formas y le habla a otro espectador, a uno convencido que maneja la jerga y los sobreentendidos, que no espera explicaciones sino la contundencia de la comunión”. He ahí la confusión: la película no “modifica sus formas” pero ciertamente “habla a otro espectador”, o en todo caso marca la distancia con ese espectador o crítico que la película misma critica, sin dejar de “caminar sin un rumbo fijo, apoyándose en las imágenes para orientarse, sino de hacerlas decir lo necesario para poder arribar a un lugar definido”. Ambos momentos son parte de la dialéctica de una película que no quiere que se confunda “caminar sin rumbo fijo” (como buena parte del cine contemporáneo, no solo argentino) con no poder “arribar a un lugar”, y que este sea del gusto del crítico.
Maté deja ver su propio punto de vista cuando sugiere que “hablar de los medios de comunicación como agentes cuya función viene a ser algo así como distraer a la gente (…) se trata de un paradigma comunicacional de mediados del siglo XX de una rigidez imposible, ya refutado y abandonado, pero que de alguna manera sobrevive”. Si sobrevive es porque no ha sido abandonado ni refutado (salvo en las carreras de comunicación en los 90), como tampoco el término “neoliberalismo” que tanto parece disgustarle. Menciona que “al final la película saluda el final del neoliberalismo pero no registra a la fuerza política ganadora ni a sus simpatizantes (una elipsis poderosa)”, como si no notara que justamente se registra ese final, pero preguntándose por su permanencia (así como se habló de la larga persistencia del neoliberalismo antes). Hay que decir que simpatizantes de la fuerza ganadora me hicieron el mismo reclamo: la respuesta es la misma.
Lo que a Maté más lo disgusta es que “se observa con un desprecio apenas disimulado” la última “marcha de Cambiemos”. Bien: por un lado (como luego ilustra la otra crítica a la que me voy a dedicar) nunca se señala que es una marcha de Cambiemos (de hecho era una marcha de apoyo al presidente saliente, no partidaria, y lo que más se ven son banderas argentinas, porque ya sabemos que nuestra derecha –tan temerosa de la “unanimidad”– prefiere la bandera nacional a la partidaria. Por el otro, no hay desprecio “apenas disimulado”, sino la misma estrategia que en el resto de la película: el “plano contrapicado que muestra a gente apostada sobre el mirador de Diagonal Norte ubicado encima del centro de monitoreo de la policía” no hace más que encuadrar un punto de vista. El desprecio está en el observador, no en una “hostilidad que se desprende del cálculo meticuloso del plano”, que según Maté “no se pudo haber encontrado sino que hubo que diseñar, pensar e ir a buscar”, como si fueran extras contratados para la película o uno pudiera haber imaginado las banderas argentinas colgando sobre la policía.
Para Maté “un plano inverso, que haga lo mismo pero desde el espectro político opuesto resulta inconcebible, incluso si hubiera un director que se atreviera a filmarlo, recibiría un repudio infinito”, como si esos planos no existieran, y no conformaran películas enteras (como Ciudadano ilustre de Cohn y Duprat, que sospechamos no disgusto tanto a Maté). “No es que se trate de un gesto inédito, si pudiéramos preguntarle qué idea tienen del mundo a las películas argentinas, la mayoría respondía en acuerdo con Adiós a la memoria”: He ahí el repetido discurso que la crítica filomacrista repite contra el cine argentino, y que durante su gobierno llevó a un macartismo “apenas disimulado”.
Tras el festival, Ludmila Ferreri escribió en el mismo sitio y en el mismo sentido, con “apenas disimulado” rencor, ya sin “delicadeza”: “La crueldad del documental de Nicolás Prividera tiene dos frentes, que se retroalimentan, acaso no muy afortunadamente, dado que contrario a una interdependencia por momentos lo que prevalece es una actividad de parasitación”, que sería “necesaria para las certezas del director, no para la película”. En Adiós a la memoria convivirían entonces las ya aludidas “dos miradas: una repleta de cuestionamientos, misterios, oscuridades: cree en el poder del cine; la otra sobreviene a partir de la necesidad de aportar conclusiones, aseveraciones sobre un mundo al que el director precisa anclar su material para que lo privado se vuelva material de interpelación de lo colectivo: esta última se vale del cine para construir un aparatito encargado de bajar línea”. He aquí, una vez más, lo que molesta y donde la crítica deja ver a trasluz su ideología: no se trata tanto de “bajar línea” (algo que nunca le criticarían a Eastwood) sino que lo “privado” pueda interpelar a lo colectivo.
“En primer lugar el director elige homologar cosas imposibles: la memoria colectiva y el recuerdo individual”, dice Ferreri, embarcándose en una argumentación floja de papeles: según ella “no existe tal cosa como la memoria colectiva”, aunque sea materia de estudio desde el libro que con ese título dejo Halbwachs antes de morir en un campo de concentración… “No hay tal cosa como la memoria de un pueblo, unidad incomprobable en su pretensión homogeneizante”, dice Ferrari, homologando una metáfora a las innumerables aproximaciones teóricas a este problema, que despacha con la suficiencia de que “nadie podría ser dueño de una memoria semejante en caso de que esta fuera posible”, como si estuviéramos hablando del Funes de Borges. “Lo que sí existe, en el mejor de los casos, es una suma de recuerdos fragmentarios, parciales, imposibles de generalizar, a los que, cuando convergen en un eje problemático, podemos llamar recuerdos colectivos”: Ferreri no cita fuentes, así que suponemos que la afirmación le pertenece. Vaya uno a saber qué serían esos “recuerdos colectivos”. Lo importante es evitar las “memorias colectivas”, que serían “operaciones políticas”. Estas serían tanto “políticas de estado” como resultado de “operaciones determinadas por colectivos conducidos o guiados con un cierto grado de organicidad”. Lo que Ferreri nunca dice es como cree que sería el mundo (o donde quedaría) en el que eso no existiera y solo hubiera esos curiosos y puros “recuerdos colectivos”. En verdad dudo que crea en la existencia de algo “colectivo”. Por eso concluye que “la memoria colectiva, a la larga no es sino un atentado contra la memoria individual y sus circunvoluciones problemáticas”: no puede dejar de leer lo colectivo como “atentado” ante lo individual, como todo discurso seudoliberal.
A partir de ahí, Ferreri denuncia que “Prividera ‘entrega’ la desmemoria de su padre -que tiene un origen poco claro en sus años de juventud y uno bien definido y biológico, con la sucesión de la madurez- para habilitar una demanda de memoria colectiva que lo posiciona en un lugar de superioridad moral (definiendo qué memorias están bien y qué memorias no)”. Vayamos por partes, porque el breve párrafo no tiene desperdicio. Por empezar, es curioso el uso de la palabra “entrega” (¿qué significa aquí entregar, y a quién?), pero acaso haya que encontrar la respuesta en su entrecomillado: ¿homologa Ferreri esa “entrega” a una traición, que en este contexto solo puede remitir a lo que esa palabra significaba en los 70? Después habla de un “origen poco claro” cuando es evidente, del mismo modo en que la película no lo reduce la “desmemoria” a algo “bien definido y biológico”. Luego acusa de “habilitar una demanda que lo posiciona en un lugar de superioridad moral”, ataque común desde el discurso de derecha, que además de mostrar toda “demanda” como “atentado” proyecta sobre el otro sus propias ínfulas de superioridad (y le adosa lo “moral” como estigma cuando ha sido históricamente la abanderada de la defensa de los “valores”). Solo esa derecha puede creer que se pueden definir “qué memorias están bien y qué memorias no”, con su sueño húmedo de olvido selectivo.
En resumidas cuentas, sostiene que “la memoria colectiva (como contrapunto demandado y derivado de la presunta desmemoria que propone el director) termina sirviendo como aleccionamiento de la falta de memoria individual (o la elección de un olvido), una suerte de castigo frente a las decisiones privadas”. No se entiende bien si el agente de este “castigo” sería la desmemoria o la memoria, pero queda claro que para Ferreri todo se reduce a “decisiones privadas” (supongo que aquí entrarían también los “recuerdos colectivos”, pero vaya uno a saber que significa todo este precipitado de lugares comunes del seudoliberalismo). Por eso su denuncia de que “la memoria del propio padre se vuelve herramienta de lo político-colectivo antes que cuestionamiento emocional”: si todo hubiera quedado en el reproche “`privado” no hubiera despertado sus iras. Porque, en su conclusión absurda, “es al final de cuentas, la estrategia que habilita una cruel invasión a la memoria personal, un ejercicio autoritario que suelen llevar adelante las demandas de memoria colectiva uniformes” (¡el subrayado es suyo!): ¿Qué sería una (¡cruel!) “invasión a la memoria personal”? Ferreri no puede usar la palabra “privada” porque esta no es otra película que expone la intimidad como “cuestionamiento emocional”, así que solo puede usar las oprobiosas palabras usuales (“autoritario”, “colectivo”), como si hubiera “demandas uniformes” más allá de las de la misma derecha.
De hecho la crítica admite que “la película no parece habilitar la fundación de una contramemoria”, aunque insiste en que “para Prividera resulta intolerable la administración del olvido como una herramienta de supervivencia”. No. Lo intolerable es pensar en una “administración” del olvido, y en el uso de esas palabras venidas del mundo gerencial para pensar lo privado además de lo público, como asume Ferreri al sugerir que “en alguna medida, en la relación personal con el duelo, lo que le resulta intolerable al film es que esa administración del olvido sea asociada con una amnistía despolitizadora”: Efectivamente, como el mismo discurso “admisnistrativo” de la crítica sugiere, esas “herramientas” suelen ir juntas, aunque quiera cubrir sus pasos finalmente diciendo que “el derecho del olvido, como parte del duelo, jamás puede confundirse con amnistía”: No es “el derecho del olvido” sino el “derecho al olvido”, Ferreri, pero se entiende el sentido de ese error cuando la frase final caracteriza Adiós a la memoria como “una película incapaz de realizar el duelo en paz”. Por fin estamos de acuerdo, aunque la crítica lo lamenta desde su propia “demanda”, sin ver que la película (como ya lo hacía M) este construída precisamente contra esa privatización de la memoria.
Nicolás Prividera / Copyleft 2021
Partiremos de algunas evidencias que, para algunos, continúan siendo paradojas. Una memoria no es un conjunto de recuerdos de una conciencia: de ser así, la idea misma de memoria colectiva carecería de sentido. Una memoria es determinado conjunto, determinada ordenación de signos, de rastros, de monumentos. La tumba por excelencia, la Gran Pirámide, no alberga la memoria de Keops: ella misma es esa memoria. Sin duda se nos dirá que todo presenta dos regímenes separados de memoria: por un lado, el de esos poderosos reyes de antaño cuya única realidad es a veces el decorado o el material de su tumba; por otro lado, el del mundo contemporáneo que, en cambio, registra incesantemente el testimonio de las existencias más triviales y los acontecimientos más ordinarios. Existe la creencia tic que donde abunda la información hay superabundancia de memoria. Sin embargo, el presente nos demuestra que esto no es así en absoluto. La información no es la memoria. No acumula para la memoria, sólo trabaja en beneficio propio. Y su beneficio está en que todo se olvide de inmediato para afirmar así la verdad cínica y abstracta del presente y afirmarse luego ella misma en su poder como el único adecuado a esa verdad. Cuanto más abundan los hechos, más se impone el sentimiento de su igualdad indiferenciada. Más se desarrolla, también, la capacidad de convertir su yuxtaposición interminable en imposibilidad de concluir, en imposibilidad de leer en ellos el sentido de una historia. Para negar lo que ha sido, como los negacionistas nos demuestran en la práctica, no hace falta negar muchos hechos, basta con eliminar el vínculo que los une y les confiere consistencia de historia. El reino del presente de la información destierra de la realidad todo lo que no sea el proceso homogéneo e indiferente de su autopresentación. No se contenta con relegarlo todo de inmediato al pasado. Hace del propio pasado el tiempo de lo dudoso.
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La memoria debe constituirse, pues, contra la superabundancia de informaciones tanto como contra su ausencia. […] La memoria es obra de ficción. Quizá en este punto la buena conciencia histórica vuelva a alzar la voz, clamando contra la paradoja y defendiendo su paciente búsqueda de la verdad ante las ficciones de la memoria colectiva forjadas por los poderes en general y los totalitarios en particular. Pero la «ficción» en general no es la historia bella o la mentira vil que se oponen a la realidad o pretenden hacerse pasar por tal. La primera acepción de fingere no es «fingir» sino «forjar». La ficción es la construcción, por medios artísticos, de un «sistema» de acciones representadas, de formas ensambladas, de signos que se responden. Una película «documental» no es lo contrario de una «película de ficción» porque nos muestre imágenes captadas en la realidad cotidiana o documentos de archivo sobre acontecimientos verificados en lugar de emplear actores para interpretar una historia inventada. Simplemente, para ésta lo real no es un efecto que producir, sino un dato que comprender. El filme documental puede entonces aislar el trabajo artístico de la ficción disociándolo de eso a lo que se acostumbra a asimilar: la producción imaginaria de verosimilitudes y efectos de realidad. Puede reducirlo a su esencia: un modo de descomponer una historia en secuencias o montar planos en forma de historia, de unir y desunir voces y cuerpos, sonidos e imágenes, de dilatar o comprimir el tiempo.
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Espero que a nadie escandalice la cita de autoridad, es que ya lo dijo mejor Rancière.
Por otra parte, si, como dice la voz over de Pablo Weber, en Homenaje a la obra de Philip Henry Gosse [2020], “sabemos no hay paz en los corales, [que] no hay paz en ningún lado”, sabemos entonces también que, sobre todo, nunca hay ni habrá paz en los duelos. Que no la haya.
Quizá, debí citar mejor. De modo más acotado a lo estrictamente pertinente. En fin, disculpas.