CONTRA LA CINEFILIA: HISTORIA DE UN ROMANCE EXAGERADO

CONTRA LA CINEFILIA: HISTORIA DE UN ROMANCE EXAGERADO

por - Libros
10 Mar, 2022 02:39 | Sin comentarios
El libro de Monroy despierta sentimientos diversos y discusiones muy heterogéneas. El autor intuyó un problema y desplegó su visión. De ahí en más sus lectores no pueden dejar de participar de un debate en torno a las formas en las que el cine y la vida se entrecruzan.

LA ESCALA PERSONAL

Ante el acto de la experiencia cinematográfica en tiempo y espacio, sucede una mediación inevitable entre la propia materia del film, sus imágenes y sonidos, su lenguaje, y una escala personal de interacción. La sensibilidad del individuo entabla un diálogo con el cine, se identifica con este mientras el cine lo interpela. A esta escala personal se le podría sumar una escala de interacción de orden social, un zoom out que complejiza la relación bipartita creando una tríada de elementos en constante mediación entre sí: materia, individuo, conjunto. Si la escala personal es la navegación vital del individuo con la materia del film, la escala social es la manifestación del cine en tanto huella. El cine se materializa, el individuo siente, el mundo se hace de una nueva pieza de cultura. A partir de esto, se puede pensar la existencia de distintas formas de experiencia entre estas tres coordenadas: abrazando la materia como un todo podrían estar los analistas hermenéuticos; como pesquisadores del pulso del tiempo y la Historia se hallarían quienes observan el cine a través de una mirilla sociológica; mientras que solapándose biográfica y anímicamente con el cine se encontrarían los cinéfilos. La navegación entre los tres ejes emerge como la forma de experiencia más rica.      

El toledano Vicente Monroy elabora en el libro Contra la cinefilia (Ed. Cultural Capital), al menos en los primeros seis capítulos, una precisa topografía de la historia de la cinefilia y de los problemas de este nivel en la escala personal. Un recorrido histórico que, aunque preciso, no logra escapar de un cierto grado de oficialidad. El punto de partida del autor, a pesar de lo que el título pueda hacer sospechar, es totalmente cinéfilo. Una voz en primera persona hilvana el primer recorrido del ensayo, donde la pregunta por la propia identidad se imbrica con la siempre irresoluta incógnita: ¿qué es el cine? 

A lo largo del libro, Monroy habla menos que lo que hace dialogar a una variedad de autores: Bazin, Daney, Godard, Rohmer e incluso Rancière, son algunos de los portavoces del diálogo polifónico que propone el autor. A partir de la afirmación de que el espectador cinematográfico fue la principal invención que se desprende de la primera proyección de los hermanos Lumière, Monroy se dedica a describir los cimientos de una humanización del cine y una cinematografización del ser humano: una simbiosis que condensa una tesis que sostiene al libro: la cinefilia es algo muy parecido a una patología.

Monroy marca una diferencia entre los cinéfilos y los “espectadores aficionados”, es decir, entre aquellos que creen en el potencial transformador del cine y los que no. Una fe recíproca donde el cinéfilo puede ser pensado como el inventor de la historia del cine: arte joven, arte del siglo XX, cuyo nacimiento abre un vacío y la necesidad imperiosa de la construcción de una historia. Son los cinéfilos, sumidos en su amour fou, quienes llevan adelante esta misión. Numerosas citas que prodiga el libro se refieren a debates o polémicas críticas; en Contra la cinefilia se puede hallar una reconstrucción minuciosa del debate sobre la moral y la forma que tuvo como protagonistas a Jacques Rivette, Gillo Pontecorvo, Luc Moullet y Samuel Fuller en las páginas de la Cahiers du Cinéma a comienzos de los años 60. Por un lado, en las páginas que invocan este debate alrededor del travelling de Kapo se observa el aprecio y respeto de Monroy para con la entonces desenfrenada crítica cinéfila. Y siendo que el propio libro se encauza en la voluntad cinéfila de ser un canal para la historia del cine, aunque no tanto uno que añade nuevas páginas a los anales, sino uno que reúne bajo el paraguas de la cinefilia una posible línea de lectura de un camino ya recorrido, como una ruta nacional del cine con una nueva señalética que indica los mojones e hitos de la cinefilia, es notable la explícita exposición de un tamiz un tanto hegemónico y casi exclusivamente europeo con el que se observa a la historia de la cinefilia.

Los últimos dos capítulos del libro identifican un problema contemporáneo alrededor de la cinefilia y proponen una salida por elevación. Ante el desamor y el engaño, o sea, ante las dificultades del cine contemporáneo por representar vínculos con sinceridad y a una contracción en el campo estético, donde repliegues sobre zonas seguras y probadas de la forma cinematográfica son la norma, el carácter humano del cine entra en crisis. Y si a esto se añade el voraz cambio de paradigma mercantilizador que hace del cine un mero mercado y de los films objetos de consumo, la idea que esboza Monroy sobre la divergencia contemporánea entre el ideal cinéfilo y la realidad del audiovisual se hace palpable. De esta manera, el nombre del último capítulo, “Salir del cine”, aparece como una provocadora propuesta. El problema es que el síntoma tambalea y el remedio se vuelve insustancial si se interpretala cinefilia a través de una historia oficial donde sus últimos abanderados son plumas sumidas en la devoción como las de Thierry Fremaux, quien, citado por Monroy, se lamenta porque todo sucedió antes, porque el cine ya fue visto y vuelto a ver en televisión.


Monroy propone una “huida hacia adelante” que se asemeja al salto de un marinero de un navío en problemas. Al final del libro y con la misma primera persona que abre el ensayo, el autor señala el descubrimiento de una confusión de los axiomas de la cinefilia al observar que la vida sobrevive a las imágenes, y no al revés. Un episodio donde la violencia se hace presente física y sangrientamente en una sala de cine, y una proyección reconvertida en una noche de pizzas, música y cervezas, aparecen como sustento autobiográfico de esta idea. Allí aparece la invitación a salir del cine, a recobrar la conciencia de una hipnosis patológica, a despertar de un sueño cinéfilo para pensar el cine más allá del cine. Pero el hecho de que la vida sobrevive a las imágenes es algo que se detecta, también gracias al cine, desde hace mucho tiempo. Se puede mencionar el cine-acto político militante latinoamericano de los años 70, se puede pensar en los desaparecidos, asesinados o exiliados por hacer cine en Estados represivos a lo largo de la historia o se pueden invocar las fundamentaciones de los cines de Estado para hallar síntomas extremos de la siempre mayor importancia del mundo exterior a lo largo de la historia y de cómo el propio cine invita a ver más allá. La vida siempre sobrevivió a las imágenes. Y si el cinéfilo es quien funde los límites de la realidad con el cine, un sujeto que ve su vitalidad en la pantalla mientras lee el cine a través de sí, y es también aquel que devora indiscriminadamente cine de todos los tiempos, no es difícil pensar que siempre estuvo sobre la mesa de sus ideales la noción de la pervivencia de la vida. Hasta un cinefils como Daney sabía que el cine es un mundo complementario al nuestro, un lugar donde un diálogo en una escala mayor no solo es posible sino simultáneo al estrecho vínculo personal. Coquetear con reducir la cinefilia al carácter de una patología es peligroso, tantea con ser un lugar cómodo, cuando no de subestimación. ¿Para qué salir del cine si, contrario a lo que los abanderados de la historia oficial dicen, todavía no vimos nada? 

Vincente Monroy, Contra la cinefilia: Historia de un romance exagerado , Buenos Aires, Capital Intelectual, 2021. 160 páginas.

Tomás Guarnaccia / Copyleft 2022

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Comentario sobre el libro (leer acá)

El cinematógrafo dedicado al libro: (Ver acá)