CONTRACAMPO: LAS CRÓNICAS DE MARCELA: SOLEDAD, COMUNIDAD Y VIRTUALIDAD
Llegué a Mar del Plata el jueves a la nochecita. Cuando el micro baja por la avenida y se empieza a ver el mar, pienso en los más de veinte años que cubro el Festival de Mar del Plata para diferentes medios. Además de la cobertura que consiste en el arduo y placentero trabajo de ver y escribir diariamente sobre las películas, el Festival fue para mí (y creo que para muchos), un lugar de encuentro que se desmarcaba por diez días de aquello que estaba pasando afuera -y vaya si pasaron cosas en estos largos años-. Sin embargo, aquellos que tenían a cargo el Festival, diferentes programadores y variadas gestiones, de diferentes y variados colores políticos; hicieron del Festival un espacio donde básicamente se homenajeaba y se celebraba al cine en sí mismo, donde se concebía al cine como pensamiento, como un modo de estar en el mundo, como una de las formas de reflexión sobre el presente, sobre el pasado y sobre el futuro. Tal vez el cine, como la literatura, como la pintura, como el teatro sean los espacios donde la libertad se expresa en todas sus formas. Y esto suele molestar. No solo al poder, sino a aquellos que creen que viven libremente “decretando” -que no es sino otra de las caras de la censura- los caminos a seguir, con términos soeces, con discursos altisonantes donde se clausura definitivamente el diálogo. Este monologismo del poder oficial se opone a lo que el arte en todas sus manifestaciones propone: un diálogo profundo y reflexivo, por eso no se trata de una batalla cultural, como suele decirse, porque no hay nadie que esté dispuesto a escuchar y entender al otro y sus razones. En este contexto. la muestra “Contracampo” es una respuesta contundente a aquello que las voces oficiales niegan y soslayan. Frente a un Festival de Mar del Plata, pionero dentro de la Argentina y de la región, un festival al que le insuflaron la agonía del moribundo, tal vez para ponerlo como ejemplo de la inutilidad de la cultura y del cine en particular. Mientras se siguen produciendo bajas en el sector cinematográfico y se reiteran las amenazas, las salas del festival aparecen casi vacías, con una propuesta pobre y desangelada.
“Contracampo” es una muestra de cine argentino que entrelaza películas recientes con el pasado del cine, reponiendo el concepto de tradición. La muestra surge de la necesidad de visibilizar al sector, que no son sólo los directores de cine, sino que es toda una comunidad que acompaña, que disfruta, que se apasiona con el cine, que piensa y reflexiona a través de él. Una comunidad que trabaja en el cine y por él, que vive el cine que produce puestos de trabajo importantes y da como resultados películas que se exhiben en el mundo entero y representan siempre más que dignamente el país en el que vivimos. Se trata de eso, de no esquivarle y persistir en la pasión, en el disfrute compartido, en ejercitar el pensamiento crítico y no claudicar ante la alegría. En una de las presentaciones de esta muestra un director expresó: “Por lo menos que no nos quiten la alegría”. Mientras escribo esto recuerdo la frase de Pino Solana cuando dijo “es el goce, señora presidente, es el goce”. Y nos lo han quitado.
Pero hablemos de películas, mientras podamos, que de eso trata este sitio tan querido.
La primera película que vi en “Contracampo” fue Después, la niebla del cordobés Martin Sappia. Me había gustado mucho su obra anterior, Un hombre estalló en mil pedazos;si en aquella un hombre estallaba, en la última un hombre se compone y se reconstruye. Al comienzo del film una fábrica es el paisaje; es el espacio de César. La fábrica, ese espacio de trabajo constante, rutinario y mecánico, lleno de químicos y maquinarias, lo contiene y a la vez lo refugia de sí mismo, encerrándolo en un círculo protector. Recibe a los empleados por la mañana y los despide a la tarde, amablemente. Gestos mecánicos, un poco automatizados. Por las noches revisa ese espacio repleto de maquinarias y objetos con su linterna y su perro, y a veces encuentra sorpresas. Un día responde a uno de los tantos mensajes de su hermana; ella, definitivamente, lo necesita. Es el disparador mediante el cual César emprende un camino hacia su destino, una larga caminata- que de eso se trata todo, del caminar, del andar-, en la que se encuentra con personajes femeninos, siempre amables, que contrarrestan con ese mundo de hombres que define la fábrica. Son encuentros que lo harán partícipe de asuntos ancestrales, lejos de su propio mundo: la botánica, sus orígenes y su historia; también la educación, sus formas y sus modos. La triste degradación cifra todo.
Aunque no pareciera a simple vista, Después, la niebla es una fotografía del presente donde aparece la necesidad de valorar la historia, sus tradiciones, la educación, valorar la sensibilidad y los saberes que se transmiten de generación en generación. César camina, camina y camina y en ese deambular es él mismo; es un camino de reconocimiento, de volver a ser aquel que fue, de recuperar experiencias y hacerse cargo de su pasado. He aquí una versión heterodoxa del camino del héroe: el personaje atraviesa dolores, sorpresas y alegrías. Pero sucede que César no es un héroe, es un tipo común, un amable solitario, que decide radicalmente formar parte del paisaje, de la naturaleza, de aquello que lo conecta con la vida. El paisaje natural está dentro del él; su figura deambula por esos paisajes desiertos, pero lo importante es su cuerpo, al que lleva y trae por esos parajes inhóspitos. En la relación hombre -naturaleza, gana el hombre, gana su experiencia de estar en este mundo. Sappia y su montajista apuestan a una poética de las formas donde los encuadres y la elección del formato permiten pensar la dimensión de la figura humana y su inmediata relación con el entorno. Bella y sensible, Después, la niebla, es una experiencia vital.
La segunda película del día fue Ecos de Xinjiang de Pablo Weber, también cordobés. Película que contrasta a simple vista con la de Sappia, pero que sin embargo tienen puntos en común: en el comienzo, un hombre camina. En la cadencia de sus pasos, mientras está en movimiento se pregunta acerca de su soledad. Pero se trata de un universo inconmensurable.
En efecto, Ecos de Xinjiang es una distopia ciberpunk realizada en base a found footage que además se lo procesa digitalmente. Es una película experiencia que inquieta y sorprende, en la que alternan planos de archivo, con viajes imaginarios y misiones imposibles. Un buen ejemplo: el deseo de recuperar “el pulso” del mundo.
H el protagonista de la película funciona como su hilo conductor; es un policía argentino que tiene la misión de desencriptar el cerebro del mundo. Todo lo que sucede incita a múltiples interpretaciones: se puede hacer hincapié en el pasado o en el presente o en el futuro, porque mientras tanto en la pantalla se dibujan imágenes, se digitalizan, se mezclan, como también se fusionan lugares y tiempos. De Jujuy a Chechenia, de Rusia a Shanghái; del año 2019 al 2027. Todo se mezcla y se confunde: las guerras, los cuerpos enterrados que destilan sangre, los enfrentamientos entre ejércitos integrados en su representación según la Inteligencia Artificial. Las vidas familiares, los recuerdos de vidas pasadas, los despojos de la muerte y la desolación; nada queda afuera de la estructura asociativa del relato. Ecos de Xinjiang puede leerse también como un mapa de la política actual: guerras, misiles, enfrentamientos, inteligencias artificiales, de lo que se desprende un retrato sin atributos de la soledad de los hombres, miembros de una su desteñida humanidad, cuya emotividad coagulada los vuelven remedos de personas.
Después, la niebla y Ecos de Xinjiang se ubican en polos apuestos del panorama y del hacer del cine contemporáneo. Sin embargo, coinciden en una inquietud sobre qué significa vivir en nuestro mundo junto a otros y tener a disposición la propia conciencia para examinar y examinarse.
Marcela Gamberini / Copyleft 2024
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