CORRECCIÓN Y POLÍTICA: A PROPÓSITO DE «EL AÑO DEL DESCUBRIMIENTO»
La compañía de asesoría financiera Bloomberg informó que “las 500 personas más ricas del planeta agregaron 1.8 billones de dólares a su patrimonio neto combinado en 2020. Ese aumento del 31% es la mayor ganancia anual en la historia del índice de multimillonarios de Bloomberg”. No fue el descubrimiento del año, ya que el capitalismo suele concentrar la riqueza en épocas de crisis, incluso cuando las genera otro virus. Lo curioso es que no dejemos de acostumbrarnos a ello, cuando esa producción de desigualdad provocó desde sus orígenes manifiestas resistencias. Hoy en cambio la (re)acción parece privativa de la derecha, como si tuviera que combatir cierta hegemonía cultural de izquierda que la alt right llama “gramscismo cultural”. Mientras tanto, la izquierda parece condenada a una socialdemocracia que administra la realpolitikcapitalista y un progresismo del que cualquiera puede sentirse parte si no tiene ya ninguna aspiración universalista (léase “totalitaria”). Sí, lector, esta es una nota sobre cine, pero el mundo siempre tiene la última palabra: mientras escribo estas líneas veo por TV como el Capitolio norteamericano es tomado por una multitud que parece salida de Escape from New York (esa white trash también es víctima del capitalismo, pero ha elegido como salvador a un multimillonario). Me pregunto quién filmará la película, aunque imagino que estará más cerca de Richard Jewell que de They Live. Paciencia. Paciencia, hypocrite lecteur, que nos vamos acercando al punto.
Pero esta nota tampoco será sobre El año del descubrimiento, y ni siquiera podrá ser sobre su recepción mundial, porque no es esa crítica de la crítica global lo que interesa aquí y ahora. Parto de algo más sencillo: la constatación del recorrido canónico de la película de López Carrasco, desde su presentación en Rotterdam a inicios del año de la peste y su recorrido por varios festivales internacionales hasta su victoria final en Mar del Plata y su lugar destacado en varias listas sobre lo mejor del año. (Recomiendo leer las listas de abajo hacia arriba, para ver primero las elecciones y luego el elector, porque muchas veces leer primero el nombre vale como spoiler y todo es demasiado previsible. Lo mismo dirás de este texto, mon semblable mon frère, pero no voy a sumarme al coro sino a hablar de él).
Lo que distingue “La internacional cinéfila” es que pide argumentaciones, pese a que no siempre las tenga, lo que deja más para el análisis que la mera enumeración, aunque suelen ser más interesantes las intervenciones que de algún modo se resisten (como pidiendo perdón) por ir de algún modo contra el pequeño mandato que las reúne. Quien rompió esta vez la monotonía es el crítico ruso Boris Nelepo, con la pregunta del millón: “Me pregunto cuántos puntos ciegos hay en la cultura cinematográfica y la cinefilia por los que necesitamos una navegación y un mapa”. Pero quienes suelen hacer esos mapas son parte del problema, y es por eso que una pregunta tan básica no se hace más a menudo: los “puntos ciegos” no son una falla en el sistema sino la base oculta del iceberg contra el que chocamos. Supongo que Boris lo entiende así, ya que lo “amarga y entristece que en los últimos años el mundo de los festivales de cine haya sido ocupado por películas cuya única razón de ser es la necesidad de llenar los espacios vacíos de las programaciones”, aunque no se trata de “espacios vacíos” sino vaciados. Pone como ejemplo Los conductos de Camilo Restrepo, y se pregunta: “¿Hay gente que vería este tipo de cine por su propio placer (intelectual o estético)? ¿Se inspirarían realmente en él e intentarían compartir esta película con sus familias o amigos? Yo sé la respuesta”.
A algunos tuiteros esto le parece un gesto arrogante, aunque todos sabemos la respuesta… Porque no se trata solo del “principio del placer” (intelectual y estético), sino del valor dudoso de muchas programaciones y listas, ocupadas no solo por esas películas “falsas” sino también por otras tantas que sin dejar de ser valiosas encabezan los rankings solo para marcar esa culposa carencia de sentido en el resto (al menos de las otras elegidas, presuponiendo que ese sistema deja fuera lo que podría verdaderamente inquietarlo), o simplemente para dejar entrar por la ventana razones extra o paracinematográficas justificadas en lo formal, como si la comunidad estética justificara la ética (y los electores se apropiaran del aura de lo elegido). Pero como sabe cualquier lector de Bourdieu (aunque lamentablemente no parece haber ninguno que se anime a hacer con el cine lo que él hizo con la literatura), en los cánones –en las listas o programaciones– no se juega solo la defensa de la autonomía de ese campo estético, sino la tensión y reconfiguración misma de cualquier campo en una época dada: porque la autonomía de cualquier arte solo es una abstracción de esos otros mundos que la rodean y tensionan. Y de aquellos que eligen y definen así aquello que será visible o invisible en ese campo.
Volvamos a “La internacional cinéfila”, en la que votan personas vinculadas al campo cinematográfico global de diversas formas. La película más elegida de 2020 (solo superada por First Cow) fue El año del descubrimiento. No siempre ese voto se justifica, pero tampoco podemos suplir ahora esa falta, como decíamos, con una lectura exhaustiva de las críticas (en general laudatorias, por supuesto) que se le dedicaron en todas partes, como para tratar de buscar las razones argüidas para ese consenso. Citemos al menos un par, de su propio país: Luis Martínez sostiene en el El Mundo que se trata de “el artefacto, no sólo documental, más sorprendente y hasta imprescindible que ha dado la cinematografía española en mucho tiempo; en al menos, 20 años”. Oti Rodríguez Marchante, del Diario ABC sugiere que “los materiales, tanto técnicos como argumentales para conseguir su propósito son completamente eficaces, aunque excesivamente visibles y desmontables”. Digamos entonces que las críticas más y menos efusivas coinciden en cierta idea de “artefacto”. La RAE define esa palabra como “objeto, especialmente una máquina o un aparato, construido con una cierta técnica para un determinado fin”, pero también como “carga explosiva” o “en un estudio o en un experimento, factor que perturba la correcta interpretación del resultado”. Podría interpretar su recepción según cada acepción de la palabra, pero dejo ese ejercicio a la intuición del lector.
En mi breve repaso del Festival de Mar del Plata, escribí: “De examinar impiadosamente el pasado se ocupa esta película de López Carrasco, gracias a la que algunos críticos locales han descubierto que el ‘neoliberalismo’ existe y no es un invento populista. O simplemente no les parece reprobable ese punto de vista, visto que conforma un documental ‘austero y riguroso’. Esas son las palabras que (no solo) nuestra crítica utiliza para alabar películas que si fueran locales no ganarían en festivales de cine, si es que logran llegar a ellos. A menos que vengan (o sean legitimadas) desde otras latitudes. Sería hora, entonces, de dejar de usar ‘austero y riguroso’ como términos sin discusión, y también de dejar de creer que siempre van juntos (aunque sabemos que eso no va a suceder, de mismo modo en que los festivales –salvo, felizmente este festival de Mar del Plata– no mezclan películas que solo parecen conviven en paz en distintas secciones). Digamos, pues, que El año del descubrimiento podrá ser una película austera, pero no es rigurosa. Y está bien que no lo sea, porque persigue otra cosa. Lo que está mal, en todo caso, es elogiarla por lo que no quiere ser. No hay rigor en el uso de sus planos (que se interrumpen casi al azar como lo que son: fragmentos de una serie de conversaciones), y su austeridad solo está dada en que enmarcan en primer plano rostros perdidos en ese coloquio interminable, que empieza en los años 90 y sigue hasta hoy (y podría seguir por mucho más que sus 200 minutos, cortados sin el exigido rigor). Una conversación (in)interrumpida con la que no podemos sino acordar (porque se puede conciliar política y no estéticamente, y viceversa, claro), aunque la película se ampare en esa corrección para apilar bustos parlantes. Sin su (austera pero no rigurosa) pantalla dividida, El año del descubrimiento sería solo una larga ristra de charlas de café: pero ese sencillo recurso no la convierte per se en obra de vanguardia, salvo para quienes creen que el futuro del cine está en las instalaciones (o en las series, antípodas de una misma industria cultural). Esa es también una herencia de los 90”.
Releo ese breve texto y lo noto demasiado expeditivo (asumiendo que fue escrito con el fastidio de haberme pasado varios meses montando una película, para ver luego enaltecidas muchas que no parecen haberse tomado ese trabajo). Debería ahora intentar desarrollar más mis argumentos (y desarrollar algunas ideas más precisas sobre la equívoca o imprecisa valoración de lo “austero y riguroso” en el cine contemporáneo), pero esta nota ya está promediando y trata de otra cosa. Como señalé al comentar “La internacional cinéfila” tras su publicación, la discusión que se desprende de allí no es sobre una película en sí, sino lo que se puede interpretar a partir de un consenso que atraviesa diversas afinidades estéticas e ideológicas. Sospecho que muchos votantes detestarían una película como El año del descubrimiento, o no le habrían prestado la menor atención, si fuera de su propio país. Que se sientan obligados a votarla podría reducirse al triunfo de esa corrección política que algunos de ellos detestan. Tal vez para los críticos, programadores o jurados extranjeros solo se trate de lavar(se) las culpas de un cine que hace rato no sabe, como la misma política europea o norteamericana, qué hacer con ola de (ultra)derecha que viene asomando cada vez con más fuerza detrás de los amables neocon de los 80.
Un anónimo comentarista de “La internacional cinéfila” no cree “que ese entusiasmo obedezca a la culpa o a la corrección política”, aunque asume que “sí podrían inhibir opiniones negativas sobre la película” (y no viera la relación entre inhibición y síntoma…). Todo correspondería simplemente con una “heterogeneidad” y “heterodoxia” propia de la cinefilia, que puede poner El año del descubrimiento e Isabella en una misma lista (el comentarista incluye en esa coincidencia Adiós a la memoria). Y la conclusión es que si la película de López Carrasco ha sido mencionada el doble de veces que la anual de Hong, “quizá nos dé la pauta de que hay algo en ese canon que empieza a resquebrajarse un poco”. Yo no sería tan optimista. En primer lugar, porque heterogeneidad no implica heterodoxia, y ambas también pueden simplemente buscar, como cierto ecumenismo falsamente democrático, reunir lo inconciliable. Es decir: funcionar como una coartada para la defensa del statu quo, más que un signo de cambio.
En ese sentido, no es difícil sospechar que el triunfo de El año del descubrimiento no abre ninguna puerta, salvo la del reconocimiento del problema para quien quiera verlo… Pero si alguien la vota junto con Isabella o la última de Hong (cineastas que sí comparten una gestualidad repetitiva), está claro que le interesan más “los autores que su política”, como diría Godard. Por otra parte, que ambas películas hayan sido parte de la misma competencia es otra cuestión, y tiene que ver con la genuina particularidad del festival de Mar del Plata, que como dijimos reúne lo que otros reservan a secciones diferentes (en ese sentido, tal vez el gesto más excéntrico haya sido ubicar Adiós a la memoria en la competencia mayor, siendo una película que no solo no venía apadrinada previamente por ningún festival europeo, sino que era notoriamente distinta al resto, salvo –claro– por El año del descubrimiento, con la que comparte fondo aunque no forma). Los documentales no suelen participar de las competencias mayores, y menos aún ganar premios en ellas si por algún motivo logran colarse. Que el jurado haya considerado a mejor película la de López Carrasco y mejor dirección la de Piñeiro no es una muestra más de “heterodoxia” sino tal vez otro mecanismo de compensación, esta vez invertido (de hecho el orden de los factores cambia el resultado, ya que a la inversa ese reparto hubiera sido imposible).
Entonces, difícil pensar que esa valoración vaya a abrir una improbable revolución cinematográfica este año que comienza, ni una nueva era de oro del cine “político” europeo: El año del descubrimiento ha sido valorada en Europa sin dejar de recordar que es una película española (y hasta el exaltado crítico español remarca que hace veinte años no ve nada igual). Podría sugerirse que se trata de una celebración de la tardía modernidad española (un país que, recordemos, tuvo una dictadura de 40 años a la que ni siquiera el cine se atrevió a explorar con esa extensidad), y a la vez un llamado de atención al decaído cine europeo (visto que el cine político / de vanguardia ya no proviene del centro de Europa sino de sus “márgenes”).
Entre nosotros es más visible aún una valoración paradójica, visto que por estos lares pocos se animarían a hacer (o valorar) una película como esta que alaban a viva voz. Y no se trata solo de otra prueba de la centralidad de los festivales europeos en la determinación sobre lo que debe conversarse luego en el resto del mundo (lamentablemente nadie filmará los diálogos de los programadores en un bar de Cannes, Berlín o Locarno), sino también de esta cuestión vital para nosotros: ¿Por qué no hay ni hubo nada como El año del descubrimiento en Argentina, que no tuvo que esperar décadas para descubrir que el neoliberalismo la hundió? (sea en 1976, 1989, o 2016). La respuesta es simple: porque muchos críticos y cineastas podrían estar en esa mesa de bar del lado que la película condena, como hijos sanos de los años 90.
Entre nosotros, entonces, la cuestión es mucho más cínica: basta ver que un sitio abiertamente “antiprogresista” como Perro blanco coloca también a El año del descubrimiento entre sus elegidas. Hasta Paraná Sendros (nuestro Boyero) escribe en Ámbito Financiero que “Lo que cuenta es revelador, impresionante, y en su última parte el interés y los nervios van subiendo casi minuto a minuto”. No podemos dejar de preguntarnos a qué viene tanta sobreactuación. La única respuesta posible es que nuestros conservadores la usan como coartada para verse verdaderamente liberales, simpatizantes “de izquierdas” y amantes de la vanguardia.
Se entiende la posibilidad de esa maniobra extorsiva, cuando hasta alguien verdaderamente afiliado a esa tradición, como Pablo Weber, me reclama desde una retórica extraña al notable corto suyo que también pudimos ver en Mar del Plata, que en mi planteo “quede tan de lado la película en sí, que es conmovedora”. Y antepone a mis dudas esas voces que ha “escuchado tantas veces, en tantas reuniones familiares, en tantos encuentros”, porque “frente al sufrimiento, al dolor, a la densidad histórica de los testimonios y la verdad que emerge en esos encuentros humanos que nacen gracias a la cámara, la cuestión de los consensos y la hipocresía de algún que otro cinéfilo me resulta pequeña, insignificante”. Pero he ahí el problema: Tampoco alcanza con estar del lado de los buenos, y ‘representar’ –en todos los sentidos de la palabra– el “sufrimiento y dolor”. Porque “la densidad histórica de los testimonios y la verdad” sirve por sí sola en un estrado, no necesariamente aquí, donde la ética implica también una estética aunque su relación no sea lineal ni transparente.
Podemos, insisto, acordar ideológicamente con películas que no son “buenas” (estéticamente hablando), del mismo modo en que disfrutamos estéticamente películas “malas” (éticamente hablando). El problema de “los consensos y la hipocresía” es que vayan juntos, es decir, cuando sostienen sus preferencias por mera conveniencia sin asumir la contradicción. Así, pueden apoyar una película “formalmente” aceptable si su realidad no los toca de cerca, del mismo modo en que pueden sostener una película que saben estéticamente sin valor pero con la que comulgan ideológicamente (como ejemplifica la inclusión de El Olimpo vacío o El diálogo en el Bafici).
Si algo demuestra esa incoherencia son precisamente esas “conversaciones que escuchamos todo el tiempo” y que el cine argentino ignora, aunque de pronto parece que críticos, programadores y cineastas las aman en El año del descubrimiento. En mis clases de cine argentino siempre suelo hacer la misma pregunta: pido que me señalen una sola escena, en alguna película argentina reciente, dedicada a algo tan simple como una genuina conversación de bar. Difícil, porque nuestra comunidad cinematográfica hace muchos años no se permite lo que ahora encuentran curiosamente extraordinario: filmar gente común hablando de política. Para encontrar algo así hay que remontarse a Tiro de gracia (1969).
Excurso, para terminar volviendo al inicio: también hoy mismo, mientras escribía estas líneas con menos atención de la que merecerían, leí un reportaje a Ariana Harwicz, que me llega citado por muchos de esos viejos o nuevos críticos conservadores (los mismos que tuitean que el peronismo acaba de llegar a USA, pero también los cinéfilos duros en lucha contra el mundo): “La corrección política engendra arte infame”, lo tituló Clarín. ¿Cómo no estar de acuerdo en (casi) todo con Harwicz? Lo que molesta es el sesgo, que el titulo predetermina sin inocencia, visto que la lucha contra la “corrección política” se ha vuelto la piedra de toque de los reaccionarios que se sienten liberales (con la inexcusable ayuda de una cultura de la cancelación que a veces parece tender a una cancelación de la cultura).
“Hoy sólo se puede escribir con buenos sentimientos, sin ofender a nadie”, dice Harwicz, aunque su propia literatura practica lo mismo que cierto cine de la crueldad, que también convive en tensión con la corrección política, como el arte de cualquier época con los límites de lo que esta considera representable. De hecho el reportaje arranca señalando que a la escritora “le importa, en sus ficciones y fuera de ellas, detonar los lugares comunes del artista biempensante y de la corrección política impuesta”, lo que (no hace falta haber leído a Bourdieu para notarlo) significa que todo se juega en un mismo campo: lo exterior a él no sería considerado arte (y eso define cada época, no la “autonomía” absoluta e imposible de cualquier campo).
“Volvemos a Theodor Adorno: el arte no tiene que tener ninguna función”, repite Harwicz, tal vez equivocándose a sabiendas por caer en una inesperada cita de autoridad. Porque “el arte no es el ministerio de justicia”, como puede creer el correccionismo devenido gendarme, pero “la historia no es exterior a la obra”, como sí sostiene Adorno en su pensamiento dialéctico. Por eso plantea que “el momento histórico es constitutivo de las obras de arte. Son auténticas aquellas que sin reticencias y sin creer que están sobre él, cargan con el contenido histórico de su tiempo” (Teoría estética, Madrid, Hyspamerica, 1984, p 241). Precisamente lo que se empecinan en negar muchos críticos y cineastas argentinos, cuya voluntad de escapar a su tiempo hace que no podamos asistir ni siquiera a una discusión de café en una película (no digamos ya a una discusión real entre críticos o cineastas).
Quienes sostienen esa sesgada lectura son los que confían más en el título de la nota que en lo que dice Harwicz, cuando concluye que “el arte burgués, el arte como parte del mercado, como elemento adoctrinador del capitalismo actual, me parece peor que el arte bajo el régimen de Stalin”, porque “la vida está enmarcada por la familia y es intramuros: cada uno está en su cárcel burguesa, si es que se tiene Netflix y comodidades. Y los demás que se jodan; que los excluidos sean excluidos para siempre, y los ricos se muevan por plataformas. Todo sigue sometido a la lógica del consumo compulsivo; el resto da igual”. Esa, sin embargo, es la intocada “corrección” de nuestra época, como nos refriega por la cara Bloomberg.
¿Y el cine? Solo en una época aletargada como la nuestra se podría creer que el cine (como la literatura a principios del siglo XX, tras la crisis de la novela que acompañó lo que Hobsbawm llamó “la era del imperio”) ya no le debe nada a la realidad. El cine, hijo de la modernidad, seguirá teniendo historia mientras pueda sostener esa tradición, y redescubrirla. Pero el cine no va a cambiar el mundo. Nunca quiso hacerlo por sí solo, ni siquiera en los 20s o 60s, cuando prolongaba o preanunciaba revoluciones: siempre supo que solo podía intentarlo como algo más en el mundo, como parte de un estado general de movilización. Y siempre creyó que hasta en momentos de retroceso y oscuridad podía al menos dejar (ser) testimonio, como ese que conmueve a todos en El año del descubrimiento.
Nicolás Prividera / Copyleft 2020
Creo que el consenso en torno a ciertas películas responde, en parte, al consenso en torno a las voces autorizadas para opinar sobre las mismas. Desde, por ejemplo, los medios elegidos por Filmaffinity para sus fragmentos de críticas hasta el criterio con que se maneja la filial argentina de la Fipresci para integrar o ignorar colegas, nada parece interponerse para que un grupo influyente se imponga (“Nosotros, la crítica”, decía autosuficiente la protagonista de “Un autre homme”, la película de Lionel Blier). A nivel personal, me ha costado digerir cómo una reseña extensa y meticulosa que escribí el año pasado sobre una revista de cine no recibió más que un agradecimiento de ocasión en una red social por parte de sus jóvenes hacedores, dejando de manifiesto que el prestigio de la publicación no estaba en juego si quien señalaba objeciones o imprecisiones no era parte de la “intelligentzia” de la crítica.
Respecto a “El año del descubrimiento”: no a todos nos entusiasmó y recuerdo la ocurrencia de una conocida investigadora de cine argentino al calificarla de película “bienalizable”. La expresión no hubiera pasado inadvertida si la expresaba otro.
Personalmente, un poco más que el encumbramiento del film de Luis López Carrasco me preocupa que todavía no sepamos qué pasó dos años atrás con aquél micrófono que no apareció en el Festival de Mar del Plata cuando algunos miembros del jurado quisieron decir unas palabras, o los motivos por los cuales, en la edición 2020 del festival, su exdirector artístico Fernando Martín Peña no formó parte de alguna de las charlas, libros o jurados.
Saludos.
Notable el recuerdo del año en que Avelluto cortó los micrófonos, qué poco se recuerda, ¿no? Hubo como una amnistía y un punto final sobre ese episodio que involucró a varios agentes de la cinefilia. Qué bueno sería que algún cineasta hiciera un documental sobre el episodio. Porque nadie puede negar que se trató de un momento único en la historia de los festivales de todo el mundo. Debe haber registros de esa entrega de premios, seguramente, aunque sea en celulares. Y podría preguntárseles a los críticos, cineastas, programadores, público, directores del festival, a los asistentes que presenciaron los exabruptos de Avelluto entre bambalinas y a los premiados que aceptaron ser silenciados o a los que hablaron a los gritos sin micrófono. El título de la película ya lo tenemos: «El año del encubrimiento». Avelluto tiene que ser entrevistado. García Aramburu también. Si no aceptan se podría dejar la pantalla en negro durante algunos minutos. La película sería divertida. No sé si su realizador o realizadora podría volver a participar alguna vez en ese festival.
Oscar, el video podés verlo aquí https://youtu.be/Bn8Wanklofc
Me acuerdo que unos días después tuve oportunidad de preguntarle a Iván Fund sobre la situación que tuvo que vivir al recibir su premio (vergonzosa, como puede apreciarse al final del video) y que él me confirmó que la ausencia de micrófono no había sido un imprevisto o una casualidad.
Vale recordar que Roger publicó aquí mismo, es decir en su espacio, el texto de protesta que María Alché (como parte del jurado) había publicado en su muro de facebook.
Fernando, sí, recuerdo todo eso bastante bien. Leí lo que publicó Roger en este blog. También accedí a información de testigos del episodio que publiqué en mis blogs:
http://kbsas.blogspot.com/2019/01/bochorno-cinematografico-del-ano.html
https://tallerlaotra.blogspot.com/2018/11/quienes-son-los-responsables-del.html
Lo que agrego es que sería muy bueno hacer un documental sobre este episodio. ¿No sería interesante y curioso? Si no lo aceptan en Mar del Plata, se podría difundir en otros festivales del mundo.
Por postear estos episodios, facebook me suspendió la cuenta durante una semana «por infringir las normas comunitarias».
En la apertura, la presentadora Gabriela Radice anunció que Avelluto iba a tomar la palabra y empezaron a escucharse ruidosos abucheos. El funcionario macrista no pudo hacer de cuenta que no pasaba nada porque los gritos lo tapaban. Dijo: «Qué bueno que chiflen, porque quería hablar exactamente de eso», con tono provocador. Avelluto había sido igualmente abucheado en la Feria del Libro. Como antes Lopérfido en CABA, Avelluto buscó el choque. Su provocación llegó al climax cuando dijo «¿se acuerdan cuando vivíamos en una sociedad democrática?».
Se bajó del escenario con más abucheos. Fue hacia su camarín con un ataque de furia, que se descargó con insultos y ataques soeces contra el personal del festival. Exigía que Gabriela Radice usara el micrófono para enfrentar a quienes lo seguían repudiando. Como ella se negó, Avelluto pidió la cabeza de la locutora. Los testigos de las procacidades de Avelluto no podían creer estar viviendo esa situación.
Avelluto se fue del festival pero dejó en manos de Juan García Aramburu la vendetta. Días después, cuando se acercaba la ceremonia de cierre, empezó a correrse el rumor de que en la entrega de premios ningún artista galardonado, ni siquiera el jurado, podrían tomar la palabra en el momento de recibir o dar los premios, previendo nuevas manifestaciones de descontento. Se llegó a barajar la posibilidad de mantener las luces de la platea encendidas para identificar a quienes abuchearan a las autoridades oficiales.
Gabriela Radice no pudo conducir la entrega de premios. Los cineastas premiados no pudieron ejercer la palabra porque se les negó el micrófono, en una inmensa sala como el Auditorium donde es imposible hacerse oír sin amplificación. Muchos artistas estaban advertidos de la situación por los rumores previos, otros fueron sorprendidos por esta restricción a la libertad de expresión que García Aramburu operó por orden de Avelluto. Como vos decís, cuando Iván Fund subió a recibir el premio especial del jurado por su película «Vendrán lluvias suaves» agradeció el premio a grito pelado sin lograr hacerse oír más que por las primeras filas. Un micrófono apareció cuando la estadounidense Judy Hill subió a recibir el premio a mejor actriz por su participación en «What you goona do when the world’s on fire?». La actriz no entendía nada de lo que estaba pasando. Y con ella, el micrófono salió del escenario.
Como vos decís, María Alché, parte del jurado, emitió una declaración de repudio por la censura en su facebook.
Sumándose a esta declaración de Alché, otras organizaciones repudiaron la censura: AAC – Asociación Argentina de Coloristas Audiovisuales
AADA – Asociación Argentina de Directores de Arte Audiovisuales
ADF – Asociación Argentina de Autores de Fotografía Cinematográfica
ASA – Asociación Argentina de Sonidistas Audiovisuales
EDA – Asociación Argentina de Editores Audiovisuales
SAE – Sociedad Argentina de Editores Audiovisuales
No sé si Fipresci o ACA emitieron comunicado.
La dirección del festival y los programadores no hicieron ninguna declaración oficial.
Estimados, a también «me preocupa que todavía» un montón de cosas, pero no son el tema de esta nota. En cuanto al episodio que refieren, no fue el peor ni el mas vistoso (les recuerdo el programa de Majul con Lombardi sobre la «propaganda K»). Pero si nadie quiere recordar la censura que se aplicó desde los canales oficiales, menos interés tiene esta anécdota, por mas que hable a las claras de lo que eran esos funcionarios macristas. El punto es que el cine argentino no registró eso ni muchas otras cosas. Tal vez debamos invitar a Lopez carrasco a filmar en Argentina…
Claro que se pueden registrar muchas otras cosas y más interesantes. Como Fernando recordó aquel episodio y vos hablabas acerca de la incongruencia de muchos que exaltan «El año del descubrimiento» pero repudiarían una película que enfocara conversaciones similares en Argentina u otras de conversaciones de programadores de festivales, solo uní las dos puntas: el interés que tendría un documental que registre los mecanismos de control en el corazón mismo de los festivales. Los consensos se generan a veces con mecanismos imperceptibles y a veces a las patadas. Más allá de la anécdota, sería de mucho interés que el cine refleje su manera de negociar el poder, con esta anécdota (todavía accesible) o con cualquier otra. Pero como yo no hago películas, solo me permití un juego de imaginación. Espero no contribuir a desviar tu planteo de fondo.
Ciertamente sería de interés que el cine argentino se ocupara de estas cosas, pero lo que la nota deja como pregunta es precisamente por qué no lo hace… Yo creo que sería de interés que los críticos (te incluyo) trataran de responder esa pregunta. O al menos hacérsela a los cineastas con lo que departen.
Yo tengo algunas hipótesis de por qué no sucede, la que inmediatamente me surge es que la mayoría de los cineastas dedican su energía a conseguir financiamiento de acuerdo a las demandas del mercado (comercial o festivales) y no piensan que precisamente este problema puede ser filmable. Y si lo piensan, quizás temen afectar los intereses de quienes financian las películas o la de quienes manejan los festivales. Eso se combina con que én la generación actualmente activa no impera un paradigma de problematizar su propia praxis. De hecho, en notas como esta o como la Internacional Cinéfila participan en los comentarios muy pocas y siempre las mismas personas. Lo que ya es algo. Porque en otros sitios ni siquiera un asomo de intercambios. Seguramente muchos leen estos post y piensan «ahí está NP de nuevo con lo mismo». Después capaz que te votan como película del año o no, pero no quieren hablar públicamente del tema o lo comentan elípticamente en twitter con su propio círculo. Pero el episodio del festival de Avelluto es también un síntoma: en ese lugar se concentraba una parte importante de la comunidad cinéfila y solo voces aisladas salieron a sentar posición sobre lo que era un verdadero escándalo. Nadie dio explicaciones sobre lo sucedido, quizá por miedo a que no los volvieran a invitar a Mar del Plata. Algunos programadores también manejan un poder extorsivo (no incluyo a todos, por favor) y negocian una película en los términos de «si no estrenás esta película acá, olvidate de volver al Bafici». Sé que esto sucedió. Males que conocen todos pero que naides cantó. Entonces es más fácil pensar proyectos que vayan por la huella de otras películas que fueron bien recibidas. Es como una retroalimentación de lo mismo. El cineasta puede pensar: «si las papas están calientes, ¿por qué tengo que ser yo el del primer mordiscón?». Pero el cine argentino, a diferencia del norteamericano, rara vez se animó a hacer una intervención sobre el presente. Es más seguro contar episodios como estos 30 años después, como en «La noche de las cámaras despiertas». Y gran parte de los críticos probablemente no consideren que escribir sobre esto sea tarea de la crítica, sino que solo se trata de reseñar películas, hablar del poliziotto o descubrir a Renoir o a Capra y del placer que les causó escuchar una canción de Vilma Palma en «El año del descubrimiento». Alguien podría decirme con cierta lógica: «¿y por qué no hacés vos esa película?», pero yo no me dediqué a hacer películas. Quizás plantear el tema nos lleve por lo menos a notar la falta.
Algunos intentamos hacerlo Nicolás (no voy a dejar acá links de textos o entrevistas mías porque prefiero no usar este espacio para eso), pero vuelvo sobre el punto de partida: un texto sobre cine alcanza repercusión y es debatido en redes sólo si quien lo firma integra el grupo de los listos de la clase.
No Fernando, ese no era el punto de partida (no el de esta nota al menos): no se trata (solo) de quien lo firma, ni tampoco de alcanzar «repercusión» (que puede tener muchos factores, además de que los debates en redes pueden ser por tonterías), sino de la (in)existencia misma de esos textos. Simplemente hay muy pocos que (se) pregunten por estas cuestiones. Y si lo hacen, bien. No hace falta esperar los aplausos, ni tiene sentido andar llorando lectores. Porque tal vez si se lea aunque no se comente, como sé que sucede en este caso.
– Cuando hablé de punto de partida no me refería a tu nota, Nicolás, sino a lo que escribí en mi primer comentario, respecto a que el consenso en torno a ciertas películas responde, en parte, al consenso en torno a las voces autorizadas para opinar sobre las mismas. Aunque tu texto abarca ciertas cuestiones relacionadas con la crítica también.
– Yo sí creo que la repercusión de un texto influye para que determinados temas sean debatidos o ignorados. No se trata de llorar lectores ni darle excesiva importancia a las discusiones en las redes: cambiemos redes sociales por debates sobre la crítica en festivales, es lo mismo. Se legitiman ciertas voces a las que, precisamente, no creo muy dispuestas a celebrar una «El año del descubrimiento» argentina, en el caso de que alguien la hiciera, teniendo en cuenta sus opiniones tibias o complacientes con las políticas del gobierno anterior, o la manera casi temerosa con la que evitan cuestionar a ex críticos de una revista de cine argentina que aún sigue considerándose erróneamente la única, la primera o la mejor.
Gracias por el intercambio.
El amante cine no fue ni la primera ni la mejor y menos aún la única. Es un añadido de mi parte, estimadísimo Fernando. R
Una lista de listas demuestra un cierto consenso sobre un Mcguffin: que la discusión nunca terminará de versar sobre la obscena hegemonía del realismo capitalista, hegemonía instaurada e irradiada, incansablemente, desde los pantagruélicos centros metropolitanos cinematográficos. ¿Y los programadores? Los Zombies de la película, rotando y virando alrededor del núcleo ausente del capital. ¿Y los críticos? agitando en su perseverante danza cuasi-totémica y neotribal. ¿Y los cineastas? los títeres de trapo al interior del precario y a veces ostentoso Black Maria syberbergiano excitando el puño de la hegemonía internacional: Ein Film aus Kapital.