CORTÓPOLIS 2022: LOS TERRITORIOS DE QUINTANA
En el ecuador del mes de noviembre, la ciudad de Córdoba recibe a los incautos visitantes con unos azotadores treinta y seis grados y un cielo soleado sin nubes, tan precioso como temerario para las pieles sensibles. Este año se cumplen once ediciones de Cortópolis, el Festival Latinoamericano de Cortometrajes de la Ciudad de Córdoba, el cual, año a año, se propone desanudar un mito arraigado y mostrar que el cortometraje no es una forma menor del cine ni un paso hacia una liga mayor, sino que es, tal como los largometrajes, expresión cinematográfica.
Cortópolis es un festival que en cuatro días exhibe un film de apertura y uno de cierre, toda una sección competitiva con doce cortometrajes de varios rincones de latinoamérica, dos muestras de cortometrajes locales y una interesante propuesta de taller de creación in situ llamada “Cortópolis en Acción”. Pero empecemos por otro lado este díptico alrededor del festival, vayamos a lo que se suele ver como el vagón de cola de los festivales. Además de sus competencias, sus talleres, WIPs y todas las secciones dedicadas al cine del presente y el futuro, todo festival de cine tiene una misión primordial: ser ventana hacia el pasado, hacia lo que fuera menospreciado o directamente ignorado en su época. Un festival tiene que ser vehículo para el rescate de lo olvidado. Cortópolis no por humilde y pequeño deja de ser un festival que ponga en el centro de su espíritu esta idea, y lo hace con creces. ¿Quién es ese señor alto y de bastón sentado en primera fila durante la calurosa apertura del festival en el bonito patio del Centro Cultural España Córdoba? ¿Quién es Hermes Quintana?
El hombre nació en la ciudad de Córdoba en 1929 y reside en Chilecito, La Rioja desde 1951. Allí, en aquella ciudad rodeada por la sierra de Velasco y la sierra de Famatina es donde realizó entre 1965 y 1970 un compendio de catorce películas en super 8. Ficciones, documentales, registros turísticos y films informativos engrosan la filmografía de un cineasta desconocido, oriundo de tierras poco exploradas para el cine nacional y mucho menos a partir de miradas locales. Tras décadas de oscuridad y un virtual anonimato, estos films rescatados y digitalizados por el Programa de Recuperación del Patrimonio Audiovisual de La Rioja, de financiamiento provincial, componen el foco que Cortópolis le prodiga a la obra de Hermes Quintana. Se exhiben durante el festival ocho de sus catorce cortometrajes en flamantes copias digitales, una cantidad de películas suficiente como para ver zonas de profundo interés que atraviesan la poética de Quintana.
Una primera zona estética se observa en los films Laguna Brava de 1969 y Valle de la Luna de 1966, proyectados en la ceremonía de apertura luego del corto de apertura, Las picapedreras de Azul Aizenberg. Ambos cortometrajes fueron musicalizados en vivo por músicos riojanos por iniciativa de las instituciones y personas detrás de este rescate profundamente riojano. Hernán Ocampo, músico, productor y uno de los responsables de la investigación y el trabajo que devino en esta digitalización y puesta en circulación de la obra de Quintana, fue el encargado junto a otros artistas de musicalizar los cortometrajes. Laguna Brava es un film que registra una expedición a la laguna de agua salada más alta de América y cuya banda sonora original se encuentra perdida; mientras que Valle de la Luna es uno de los cortometrajes cuya recuperación de sonido ha sido parcial, por lo que se decidió proyectarlo, también, con las músicas contemporáneas de los artistas.
Paneos parsimoniosos, hechos con cámara en mano pero suaves, definen las imágenes de Laguna Brava. Guanacos y flamencos rosados habitan los paisajes donde la cámara de Quintana se interna extrayendo imágenes en movimiento de aquel paraje perdido y clavado en la cordillera. Primero son los valles, las piedras, los picos y la mentada laguna, el granulado super 8 poco a poco deja ver personas y rastros humanos: primero es el capó de una camioneta que asoma en los márgenes inferiores de la imagen en uno de los pocos planos en movimiento, algunos disparos de arma de fuego tirados desde el fuera de campo impactan cerca de animales retratados y dan cuenta de la mano humana, luego se ven personas a lo lejos, pequeñas como protuberancias del horizonte, más adelante sus manos aparecen y finalmente todo su cuerpo. Quintana acompaña con su cámara una expedición, pero sus imágenes están más preocupadas por capturar lo inenarrable y sublime de la experiencia que los pormenores del viaje de las personas. La música contemporánea que actualmente le sirve como banda sonora al film dota a esta expedición cinematográfica de un carácter cuasi onírico: el delay de las guitarras genera algo atemporal en las imágenes que produce un desdoblamiento curioso. El film logra ser a la vez el documental descriptivo que pretendió ser en su momento y un viaje de espíritu trascendental. Un buen ejemplo: el encuentro con los restos de un avión estrellado en la laguna constituye una imagen donde la espesura de los tiempos entremezclados entre el registro, lo registrado y la música forman una experiencia cinematográfica geológica, tiempo sobre tiempo plasmado en fotogramas.
Valle de la Luna, el otro cortometraje proyectado en el patio del Centro Cultural España Córdoba, describe una expedición al famoso valle entonces parte de la provincia de La Rioja retratado con una misma mirada libidinizada por los paisajes. Si pensamos el registro cinematográfico de un turista como la captura de un souvenir, una mirada introyectiva de planos que dicen “yo estuve aquí frente a esto”, en estos films del cineasta riojano se aprecia una mirada hambrienta pendiente de la revelación que parte de una postura contraria: su punto de vista recorta, captura y monta los paisajes como muestrario de un universo mayor, antiguo y ancestral. En estos dos films aparece la zona poética de la flora y la fauna de Quintana. En estos dos cortometrajes asistimos al punto justo donde el deslumbramiento frente al paisaje se traduce en un arte.
Descubrir a un cineasta día a día gracias a la retrospectiva de un festival cimenta expectativas y depara sorpresas. En Laguna Brava y Valle de la Luna los cuerpos de las pocas personas que aparecen en breves destellos dan la pauta de un cine de horizontes y tierra. Al día siguiente de la apertura, proyectados en la sala principal del Cineclub Municipal Hugo del Carril, Niño de Gualco, filmado entre 1966 y 1967, y El Promesante de 1968 mostraron otro lado de Quintana: una cámara apuntada directamente hacia un pueblo cuyos pulsos se sienten a través del vínculo con sus más hondas creencias religiosas. Esta es la zona poética de la obra de Quintana dedicada al pueblo y la fe.
El primer impacto son los planos generales de las muchedumbres que recorren las calles y fluyen por sus recodos custodiados por montañas como un río humano congregado por la fe. Es el pueblo que se manifiesta en todo su esplendor. Niño de Gualco retrata una tradicional procesión de promesantes que llevan por más de 40 km la imagen del Niño Dios de Gualco, una imagen y un rito que hibrida la cultura diaguita y la católica apostólica romana. El solo documento de esta festividad de inusual sincretismo, de su gente, sus recorridos, costumbres y tradiciones, es invaluable. La versión original de la voz en off no ha podido ser restaurada, por lo que se decidió grabar nuevamente con equipos modernos aquella locución descriptiva con la que Quintana hilvana el montaje de su film. El contraste del limpio audio replicando modismos y giros lingüísticos de otra época, pone en evidencia la transformación del habla y coloca en primer plano una cadencia descriptiva y una romántica adjetivación moneda corriente para documentales informativos como este. La voz insiste con una tercera persona: “Su Niño Dios”, “Su ritual pagano”, dice la locución imponiendo una distancia análoga a las imágenes de los planos generales. Es la visión macro de un pueblo. La cámara de Quintana filma como etnógrafa curiosa, llega incluso a mostrar el encuentro de la procesión con un grupo de gente que porta la imágen de San Nicolás, el santo patrono de La Rioja que se reverencia aquí frente al diosito diaguita. El realizador captura un destello límpido de las luces esquivas y opacas de un sincretismo antiquísimo. La cámara de Quintana en este cortometraje engulle vorazmente cual comensal hambriento lo que tiene enfrente, es un testigo que da parte, ya sea de la procesión, de los rituales, los disfraces o el asado y el baile folclórico que corona el festejo. En El Promesante, realizado un año después, Quintana aborda la misma zona pero desde el lugar del cocinero, del hacedor.
El Promesante es el cortometraje que más se arrima al espíritu de la ficción: se narra un inconveniente, un milagro y una sanación, todo tan fantástico como verosímil. Si Niño de Gualco acerca a Quintana estéticamente a un cineasta etnográfico como Jorge Prelorán, este otro film despierta en el espectador asociaciones directas con el cinema veritéde Jean Rouch. Pero, en comparación con aquel cine del francés, aquí algo falta y se añade: se carece de voluntad informativa y se abraza la espiritualización del ser. Al consultarle de manera privada a la salida de las proyecciones, Quintana declaró que no tiene ninguna influencia cinematográfica, que su acercamiento y formación son puramente espontáneos e instintivos. Quintana es un cineasta de un tiempo y un espacio, adopta aquí formas docuficcionales porque es lo que le demanda el poema que adapta del riojano Carlos Larrosa: es el propio texto que narra el encuentro con lo milagroso en primera persona y sugiere por su costumbrismo espiritualizado la imbricación indisoluble de lo real con lo imaginado. La voz en off ya no es propiedad de un engolado locutor, es el propio protagonista, un anciano promesante devoto de San Nicolás, quien narra cual recuerdo con modismos, acentos y un color de voz propios de aquella Rioja irrepresentada, el encuentro milagroso que sana su pie enfermo. Quintana adopta una visión individual y micro para profundizar su trabajo sobre la fe del pueblo riojano. Es como si después del intento de representación de comunidad, tan arrolladora por su masividad como incompleta por la obligación de recorte que obliga su grandeza, hiciese falta correrse del lugar de testigo para tomar la decisión de producir y representar. El relato oral, propiedad del pueblo, es protagonista de este imaginario retratado que nace del mismo paisaje donde termina por fundirse el personaje del anciano promesante, aquel “Buen cristiano”, según sus palabras, que sana. Estas imágenes de Quintana importan menos por su carácter informativo que por su poder de sublimación, son retazos que salpican las posibilidades y contradicciones de la cosmovisión de un pueblo.
Dicen que Dios hizo lo que vemos y lo que no vemos, que creó el cielo y la tierra y la pobló con hombres hechos a imagen y semejanza suya. Acto seguido, Dios depositó al hombre en el huerto de Edén para que lo cultive y lo cuide. Dios, así, creó el trabajo. La escuelita de los cerros, El algarrobo y El carbón son tres cortometrajes que ponen su eje en una tercera zona de interés de la obra de Quintana: el pueblo y el trabajo.
Según relata, Hermes compró su cámara super 8 en un viaje que realizó a Estados Unidos. La usó para registrar las excursiones turísticas de aquel viaje, filmaciones que vio solo una vez porque el resultado siempre le resultó demasiado ajeno. Ninguna emoción salía de aquellas imágenes. Tiempo después, un amigo director de escuela lo convenció de aprovechar esa cámara comprada en el exterior para filmar La Rioja y hacer una película allí. En el germen mismo de esta filmografía está Nicolás Verner Costas, amigo, director de escuela, libretista y ocasional locutor de los cortometrajes de Quintana. El recóndito paraje de Mina Delina es escenario del cortometraje La escuelita de los cerros, uno de los últimos de Quintana. Allí, en la escuela donde trabajaba aquel amigo que sugirió voltear la cámara hacia La Rioja, se despliega un documental que retrata el día a día de los incansables y multifacéticos trabajos sociales llevados a cabo en la escuela donde asisten los niños y niñas de los trabajadores mineros de la zona. La madurez cinematográfica de Quintana se plasma en la concepción espacial desplegada. Aquí, para señalar la contigüidad de los espacios el realizador se sirve, en un primer nivel, de un corte directo asociativo que enlaza las escenas de unos niños izando la bandera nacional, con unos mineros marchando hacia el trabajo y luego a unas mujeres en un telar con las manos a la obra. Los eslabones de la comunidad se encastran, pero se terminan de soldar en un segundo nivel con una serie de paneos hacia arriba: en el primero, la cámara parte de la imagen de la mina rumbo a la apertura de un paisaje donde a lo lejos, encastrada entre los cerros, se vislumbra la escuelita; el segundo, ya dentro de la escuela, abandona la imagen del patio para ascender la mirada y posarla en los cerros. Todo sucede en un mismo lugar, todos son parte de los mismos espacios fundidos. Bajo la mirada de Quintana, La Rioja es aridez, trabajo y solidaridad, pero también belleza encantada: un paneo más, pero que en lugar de ascender baja desde los cerros hasta el patio de la escuelita, muestra la danza rodeada de flores de unas niñas con disfraces estridentes, de un sincretismo tan fantasioso como colorido y alegre. En este corto el trabajo es solidaridad en aras del encuentro con lo precioso.
El algarrobo y El carbón, los primeros dos cortometrajes de Quintana, giran entorno al árbol típico de la zona, dador de alimento y luz, a través del cual los films profundizan el culto al trabajo en tanto actividad por y para la comunidad conjurando una íntima relación de los seres con los frutos de una tierra ancestral. El común denominador entre los dos films es lo candoroso de la mirada, propia, quizás, de un cineasta que filma por puro gusto y con total desprejuicio. En el primero, Quintana navega el paisaje donde changuitos se internan en el monte con sus burros a recolectar las algarrobas que sus madres moleran para hacer harina, patay y bebidas refrescantes destinadas al tiempo del descanso. Hay tradiciones desvanecidas capturadas en el super 8 de Quintana. En el segundo, se retrata el duro oficio del carbonero, aquel encargado de calcinar maderas de algarrobo en gigantes hornos que se mezclan en el paisaje del monte. Ambos films poseen las bandas de sonido originales, donde las locuciones informativas, escritas por Vernes Costas, combinan una adjetivación casi barroca con una rítmica de vidala hablada. Durante su infancia en Córdoba, Quintana solía ir con su padre todos los domingos al teatro a escuchar música clásica. Allí desarrolló un gusto por la música que se expandió hacia un fuerte aprecio por el folklore; aunque, advierte, siempre le gustó más la música folklórica que el grueso de sus expresiones cantadas. Quintana prefiere lo melodioso antes que lo gritado, algo reconocible en su cine, en sus planos armoniosos y el clasicismo de sus narraciones. Entre hacheros y humo, El carbón cierra con la pronunciación de un rezo: hay ilusiones florecidas en carbón. El algarrobo dice algo similar, pero sin palabras, solo con un zoom: un anciano toma un vaso de la fresca bebida producto de la algarroba y Quintana acerca ópticamente la imagen hasta un primer plano de pura satisfacción. Es una contraimagen del lugar común publicitario, es el destape de felicidad después del trabajo en la tierra. El cine, en estos cortometrajes del trabajo, es revelador de las pequeñas felicidades.
Es estimulante encontrar filmografías que no se definan únicamente por constantes (requisito de admisión para el club de los autores) y que logren abrazar variaciones e inducir derivas. La guerra y la paz, realizada en 1967, es para Hermes Quintana un punto de desvío de los escenarios, temas y formas exhibidos en el resto de su obra. Este cortometraje experimental retrata en cuatro minutos la pelea de una paloma y un gato, muestra una refriega que en sus primeros segundos se parece más a un pacifico juego que a una contienda a muerte. El patio de una casa es el escenario de la lucha y allí se imprime quizás la constante de Quintana: una mirada marcada por la fascinación por lo que se tiene enfrente y cerca, sea sublime o en apariencia banal. Si de zonas poéticas hablamos, La guerra y la pazes un meandro diseñado para la exploración, un pequeño laboratorio donde Quintana ensaya la síncresis de una acción mínima –dos animales que pelean– con un montaje que aporta narratividad –una sucesión de imágenes de la pelea intercaladas hasta un montaje prohibido que sugiere un vencido–, es el cortometraje más aventurado estéticamente de un aventurero de pura cepa.
Quintana llega al cine de manera azarosa, casi involuntaria, y detiene su carrera como cineasta de La Rioja con igual intempestividad: en 1970 se rompe su cámara y no vuelve a filmar. Hoy en día, según palabras de Hernán Ocampo, las copias originales de los films de Quintana se encuentran en relativo buen estado, no están en situación crítica pero están siendo conservadas de manera casera en el hogar del mismo cineasta. Este programa de recuperación de patrimonio audiovisual impulsado por la provincia de La Rioja abarcó la digitalización, la restauración digital de los films y un principio de puesta en circulación por pantallas del país; el fílmico, pieza fundamental para una preservación fiel y duradera de toda película concebida en ese formato, se encuentra a la espera de mejoras en cuanto a las condiciones de su resguardo y protección. Ojalá esta circulación digital, además de exponer el valor de un cine olvidado e invisible (cosa que logra con creces), logre despertar algunos engranajes que puedan asegurar el cuidado de esta memoria fílmica nacional (quimera interminable de la historia de nuestro cine).
Tomás Guarnaccia / Copyleft 2022
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