CORTÓPOLIS 2022: UNA O DOS TRAMAS DE UN FESTIVAL
Se puede jugar con aquella famosa teoría de Ricardo Piglia que afirma que todo cuento narra dos historias, una principal y otra secreta que se teje silenciosamente por debajo de la primera hasta una eventual erupción, y aplicarla para leer festivales de cine. Al fin y al cabo, en la programación de estos se disputan ideas que dibujan recorridos, trazados posibles, relatos. En los cuatro días de programación de la 11ª edición de Cortópolis puede encontrarse al menos un gran relato dividido en dos actos definido por la sublimación de un concepto de cine con otro. El primer acto comienza una noche cálida de miércoles con varias proyecciones al aire libre en el patio del Centro Cultural España Córdoba.
Las picapedreras, film de Azul Aizenberg que indaga la falta de imágenes de la Huelga Grande de Tandil llevada a cabo por picapedreros en la primera década del siglo XX, ofició como cortometraje de apertura del festival. Al servirse de múltiples y diversos materiales puestos en relación, la película intenta conjurar lo invisible y rearmar el rompecabezas de una lucha obrera olvidada: como primer elemento utilizado aparece un libro que documenta los eventos, causas y consecuencias de la huelga de los explotados trabajadores de la piedra; en segundo lugar, el film maldito Cerro de leones, realizado en 1975 por Alberto Gauna, quien debió exiliarse a causa de la represión de la dictadura, ficcionaliza escenas de la Huelga Grande; finalmente, la voz en off de la propia directora y múltiples imágenes tomadas de distintos films de la historia del cine revisan las lagunas de los acontecimientos y restituyen a las grandes invisibilizadas: las picapedreras, mujeres organizadas que fueron parte crucial de la las luchas de la Huelga Grande.
Frente a un film del pasado que no logró integrarlas a su montaje y anales de la historia que ignoraron o no quisieron colocarlas en su merecido lugar, aparece el cortometraje de Aizenberg que emplaza su eje en decidir restituir de entre lo revisado para así colocar a aquellas mujeres obreras luchadoras en primer plano. Elegir determinada película como apertura de un festival no es una decisión inocente. Toda la mezcla de materiales del pasado y el presente exhibidos, como así también la preocupación histórica marcada por una voluntad de proponer una mirada descentralizada y federal, materializan tanto el espíritu de la película como de la “historia” principal y visible que Cortópolis propone como superficie de su primer acto: revisar y restituir. La proyección de dos films del foco prodigado al cineasta riojano Hermes Quintana (abordado en la primera nota de este díptico), luego del de Aizenberg remarca la consistencia de este primer primer cimiento conceptual del festival.
En aquel primer día, Lucrecia Matarozzo y Cecilia Olivera, coordinadoras del festival y parte del equipo de programación, anunciaron el inicio de “Cortópolis en acción”: un taller realizativo de inscripción abierta coordinado por cineastas invitados que lleva adelante el festival hace años con el propósito de producir cortometrajes durante los días del Cortópolis. Martín Farina ofició de coordinador el año pasado, mientras que directores como María Alche o Martín Rejtman lo hicieron en años precedentes. Para esta edición, Cortópolis propuso hacer cortometrajes con found footage y asignó para el trabajo de coordinación a la realizadora del corto de apertura, Azul Aizenberg. Este taller realizativo in situ es una primera puntada que emerge a la superficie de la historia oculta que narra el festival.
Revisar y restituir. El concepto de restitución es amplio, su jurisdicción es el pasado y el presente, y su campo de acción abarca el espacio además del tiempo. La deuda nacional de la federalización del cine (en tanto acceso a la producción, distribución, exhibición, educación, etcétera) es una cuestión de largo aliento en la Argentina. Cortópolis demuestra un interés puntual sobre este asunto, porque además de aparecer en los temas de los films contemporáneos programados y en el cine del pasado que se elige vindicar y celebrar, la programación en el segundo día de una “Muestra de Cortometrajes Cordobeses” reafirma, por un lado, la sostenida prolificidad de la cinematografía cordobesa y, por otro, una muy bienvenida pluralidad de formas. Documentales experimentales y expositivos, ficciones de corte clásico y otras con miradas personales que delinean formas particulares, engrosan la irregular e impetuosa muestra de cortometrajes locales. No es sorpresa, sí confirmación: el cine cordobés tiene bases en movimiento propias. Algo que unos días después profundizará la sección “Veo Veo”, una muestra de cortometrajes realizados por y para infancias. El Cineclub Municipal Hugo del Carril es testigo y ventana de todo este cine verdaderamente independiente. En la misma pantalla en la que por la tarde desfila la “Muestra de Cortometrajes Cordobeses», donde proliferan debutantes y tesistas de carreras de cine de la zona, unas horas más tarde se proyecta el segundo programa del foco dedicado a Hermes Quintana. El aplauso que baja de la inclinada platea cuando se anuncia la presencia del director en la sala sella la celebración que el festival le prodiga al cine de Quintana, cineasta de La Rioja.
Al día siguiente, con la jornada dedicada a las dos sesiones de la Muestra Competitiva de cortometrajes, aparece el punto de giro del festival; es el tramo de Cortópolis donde las puntadas entre las dos tramas, la visible y la invisible, comienzan a mezclarse, disputar la superficie y dar un emergente. La idea de revisión y restitución aparece manifestada de distintas maneras en varios de los doce cortometrajes que conforman la competencia. Fantasmagoría, film chileno de Juan Francisco Gonzalez, pone su atención en los paisajes desolados del desierto de Atacama, donde el abandono de usinas emplazadas en salitres sugieren un pasado industrial evocado a través de imágenes de archivo que tensionan políticamente pasado y presente chileno. La piel dulce realizado por Lucía Torres Minoldo, Jimena González Gomeza y Ana Comes indaga la existencia de un linaje femenino a través de un diálogo entre archivos familiares e invocaciones de imágenes icónicas del cine y figuras de realizadoras mujeres. Esta indagación sensible de la intimidad cruzada con una imagen mayor aparece también y con mucha potencia política en Cuaderno de agua de Felipe Rodríguez Cerda, un corto que aborda la última dictadura chilena a través de un material de memoria particular: el realizador pone en el centro de la cuestión al cuaderno con anotaciones personales de un político relegado durante el régimen de Pinochet a la inhóspita Patagonia. Las imágenes de archivo, el granulado del fílmico y, principalmente, las voces en off son algunas de las constantes entre muchos de los films de competencia. Si Cortópolis fuese una muestra totalizadora del panorama del cine contemporáneo latinoamericano (cosa que no pretende) saltaría a primer golpe de vista un diagnóstico: hay una sobrepoblación de cortometrajes de archivo con voces en off en la producción del presente.
Madrugada de los brasileños Leonardo da Rosa y Gianluca Cozza apuesta por la observación silenciosa de una cámara para retratar las escenas de la vida de un grupo de trabajadores que, envueltos en sombras, entre trenes en movimiento, puertos y fábricas, intentan hacerse de algunos granos para revender en el mercado clandestino. La oscuridad y actualidad de estas imágenes dueñas de una mirada callada y retratista de hombres insertos en un paisaje, desmarcan rotundamente al cortometraje del grueso de los films de la competencia. Por su parte, el último cortometraje de Yaela Gottlieb aparece en el programa como una ráfaga de planos que se suceden con rapidez y violencia: distintas imágenes publicitarias televisivas se mezclan entre sí generando un aplastamiento de sus particularidades; hay una equivalencia de sentidos que hace de las imágenes de productos puras imágenes producto. No importa lo que venden, son grafías de venta. Los planos se suceden y alternadamente comienza a aparecer en ellas la figura de una mujer, una joven y hermosa modelo. Quizás por el lugar donde se inserta el cortometraje dentro del programa, el espectador se dispone a escuchar una voz en off, otra más. Pero no. El cortometraje es breve, es un ventarrón que clausura con unas placas que, con apenas un puñado de datos precisos sobre la mujer, obligan a la reinterpretación de todo lo visto y a glosar la pregunta sintetizada en el título: ¿Dónde está Marie Anne? Aquí el eje es la relectura de lo ya visto, más que ejercitar la arqueología se revisa el pasado para desconfiar de los deja vus. En un campo similar, Amor de verano de Eline Marx parte de la pesquisa de fotografías familiares a través de una voz en off en primera persona, atraviesa interrogantes alrededor de un abuelo desaparecido misteriosamente en tiempos de dictadura para llegar, luego de muchos callejones sin salida definidos por la falta de información, hasta una mujer desaparecida por la última dictadura representada con una imagen que es pura interrogación, secreto y demanda: planos de muchos pórticos de la calle donde vivía la mujer. La altura del que era su hogar se desconoce, pero justamente no importa, porque podría haber sido cualquiera. Lo eminentemente político de estos dos cortometrajes es la incitación a la sospecha de lo visto. Piglia decía en su teoría que todo cuento narra dos historias y que los elementos esenciales del relato encajan y sirven para ambas, tienen una doble función. De revisar y restituir, mediante puntadas suaves pero progresivas, el festival vira hacia un cine de relectura y desconfianza.
En Rabinos rabiosos de Martín Sappia el pintor Antonio Seguí se reencuentra después de muchos años con una pintura de su autoría homónima al corto. La obra del pintor guarda algo que se revela tras décadas de disimulo: en el reverso de la pintura, escondida, hay otra imagen. El film navega esta doble cara pictórica de ocultamiento y desocultamiento sin buscar conclusiones o síntesis, dispone la cámara y los micrófonos para las reflexiones de Seguí y conduce al espectador a un principio de hipótesis: toda imagen, además de un fuera de campo, tiene el poder de poseer un doble fondo secreto.
En una charla que tuvo lugar en la última Feria de Editores entre Luis Chitarroni y Guillermo Piro alrededor de la obra de Juan Rodolfo Wilcock se destacó el extraño caso de la novela El ingeniero, cuyo centro neurálgico, según Piro, no se encuentra entre sus páginas sino en la descripción de la contratapa, escrita meticulosamente por el autor. La lectura de la contratapa es una llave para acceder al contrafondo de lo narrado, desnuda una información que la novela decide dejar sin explicitar y modifica la interacción entre obra y lector. Algo similar sucede con Luto de Pablo Martín Weber. El director pone su propia voz para narrar desde la primera persona del singular el encuentro con las fotografías de una ex pareja fallecida durante la pandemia. El archivo íntimo de una persona, las historias en común que guarda y el dolor que proyecta cuando la ausencia de una parte se efectiviza, es el friso donde se desplaza la voz del narrador, dueña de las derivas propias de una memoria que se abre en relato. Quien se quede a la sesión de preguntas y respuestas y descubra en carne y hueso a la autora de esas fotos bajo la pantalla se llevará una sorpresa similar a la de quien lea el catálogo del festival o el afiche del film donde reluce una palabra elucidatoria: “ficción”. Este falso cine del yo con máscara documental que propone Weber profundiza la percepción de esas fotografías: además de ser un souvenir personal, íntimo y emocionante, ponen sobre relieve la volatilidad de los archivos del mundo.
Así como producir pensamiento es pensar contra alguien e incluso contra uno mismo, releer y desconfiar de las imágenes, ajenas y propias, ilumina sus filos ocultos y es para los cineastas abono para nuevas imágenes cinematográficas. El sábado, durante la ceremonia de clausura, se proyectaron los tres cortometrajes que fueron producidos en Cortópolis en Acción. El subtítulo que tuvo el taller este año, “Desarchivar la ciudad”, otorga cierta idea de la consigna y da cuenta del found footage otorgado a los talleristas: filmaciones inéditas de 1982 de propaganda de la municipalidad de Córdoba, donde aparece el comisionado municipal de facto Eduardo P. Cafferatta y otros funcionarios de la dictadura en inauguraciones de obras públicas, campañas de vacunación, reuniones y otros actos públicos. Este material cedido por el Archivo Histórico Municipal fue manipulado libremente en la sala de montaje por los y las talleristas, quienes generaron tres breves cortometrajes que, cada uno a su manera, revisó, releyó, desconfió y le faltó el respeto a los sentidos originales del material para subvertirlo y otorgar obras que indagan, a partir de las mismas imágenes, diferentes zonas ocultas de lo que los crudos exhiben. Desarchivar, sí, desnudar, también.
El jurado del festival repartió una mención especial para Cuaderno de agua de Felipe Rodríguez Cerda y otra para Madrugada de Leonardo da Rosa y Gianluca Cozza, mientras que Luto de Pablo Martín Weber fue el cortometraje ganador del 11º Cortópolis. Los premios se entregaron y se procedió a la proyección del film de clausura, una película que funciona a la manera de epílogo para la programación del festival, casi como puntos suspensivos al final de un relato: Mi última aventura de Ramiro Sonzini y Ezequiel Salinas. Un robo sucede a otro, ambos importan, son nafta narrativa y acarrean breves dilemas que como pequeños electroshocks mueven la interioridad del protagonista: un pibe cordobés, común como cualquier otro, que ocasionalmente le hace la segunda al Pelu con pequeños robos acá y allá. La ciudad que se filtra por los fuera de campo sonoros y visuales es la vedette de la película de Sonzini y Salinas. Mi última aventura ni desarchiva, ni desnuda, desarma el ecosistema de la ciudad de Córdoba para purgarlo, limar su rebabas y volver a montarlo de a destellos en la ficción. El film muestra los gestos, el habla, los modismos y hasta la postura corporal de cualquier pibe que viene de tomar una cerveza (de litro, claro) por ahí y que uno puede cruzarse pateando las noches de la capital cordobesa. El centro desértico pero aún ruidoso, las lomiterias trasnochadas, las luces del puente Bicentenario y otros íconos fragmentados de la ciudad son buscados por la película para ser releídos a la luz de una mirada alterada por una noche de sentimientos adrenalínicos y de percepciones hipersensibles. La de Mi última aventura es una cámara bajo los efectos de una pepa anfetosa, esas que auguran malas noches. O diferentes, tal como la de los protagonistas. De palmo a palmo, este cortometraje de Sonzini y Salinas se siente como una canilla abierta a destajo que chorrea espacios y personajes cinematográficos novedosos. Recuerda, en este sentido, a otro cortometraje que sangra aire nuevo a borbotones: La expresión del deseo de Adrian Caetano, filmado en una plaza de Córdoba antes que Bolivia. La puesta en escena con entusiasmo y placer de imaginarios, lugares y una partecita de una generación, dueña acentos, mañas y costumbres específicas, hasta entonces no filmados contagia hacia afuera el mismo hambre que constituye a la poética desplegada en pantalla. Se siente y se desea (o se desea porque se presiente) estar frente al germen de algo nuevo a escala mayor. Pero, a priori, lo seguro: Cortópolis está ahí desde Cemento, o desde el equivalente cordobés que, por maldición unitaria, falta de transacción de referencias culturales a nivel nacional y una pizca de pereza bonaerense, quien escribe estas líneas ignora.
(Fin de la serie)
Tomás Guarnaccia / Copyleft 2022
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