CRÍTICAS BREVES (66): SHIRIN
**** Obra maestra ***Hay que verla **Válida de ver * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor
Por Roger Koza
Shirin, de Abbas Kiarostami, Irán, 2008 (***)
90 minutos mirando cómo se mira una película, o cómo el cine se introyecta en el cuerpo del espectador. Parece un ejercicio, largo para muchos, pero Shirin, título que remite al personaje femenino de una obra tradicional persa del siglo XII, una meditación trágica sobre el amor, es un verdadero tour de force, principalmente sonoro. Más de un centenar de actrices, algunas muy famosas, pasan, “posan” y miran una película, en una improvisada sala de cine (en la casa de Kiarostami). Desde ya, no están viendo lo que se escucha, pero reaccionan como si así fuera. El diseño de sonido lo es todo. Lo que se escucha es la puesta sonora de la obra; lo que se ve no es otra cosa que cómo ven los que pueden ver. Kiarostami parece interesado en dos emociones excluyentes: el impacto de lo violento y el sufrimiento concomitante, y los instantes de reparo y precaria felicidad. Escuchar un sable penetrando un cuerpo y ver cómo reaccionan mujeres frecuentemente bellísimas y de diversas edades es una experiencia memorable. Y no son todas mujeres, pues en la platea también hay hombres sentados, aunque éstos –siempre en el fondo del plano, jamás en el frente– nunca lloran. Como se sabe, Juliette Binoche participa en el film; se la ve tres veces: dos llorando, y en otra ocasión simplemente mirando. Pero para los seguidores de Kiarostami hay un bonus track fundamental: sentado entre el público femenino se puede ver en dos oportunidades al Sr. Badii, el enigmático personaje de El sabor de la cereza. El cine todavía hace milagros: Badii vuelve a la vida, y, con él, nosotros podemos saborear mucho más que cerezas.
Se exhibe este sábado 29 a las 19.30hs, en el Cineclub Municipal Hugo del Carril.
Roger Koza / Copyleft 2014
La película produce desde el comienzo un efecto extraño: vemos en escenas a muchos espectadores (en su gran mayoría mujeres), que se supone están mirando una película, que nosotros a su vez, nunca alcanzamos a ver, pero de la cual podemos escuchar la música, las voces y los diálogos. ¡Aquí las protagonistas son las espectadoras!. Es cierto que numerosos directores han filmado muchas escenas que transcurren dentro de un cine, con los personajes mirando una película, pero ninguna ha hecho de esta cuestión, el motivo central de una película, ni lo ha filmado con la originalidad que lo hace Kiarostami.
Otra paradoja, es que estamos asistiendo a la proyección de una película (la de Kiarostami) claramente no narrativa, pero sus protagonistas están mirando en la ficción, un filme que parece contar de modo convencional un típico melodrama, perfectamente encasillable dentro del cine narrativo.
La sutileza con que se retratan las diversas emociones reflejadas en decenas de rostros, hace que la película no canse al espectador: No hay dos caras iguales, no solo porque son distintas las personas captadas en primerísimos planos, sino porque está claro que no sienten igual.
Creo que a través de ciertos detalles es posible hasta deducir condiciones de clase o extracción social de las mujeres cuyos rostros se iluminan en forma alternada. La vestimenta, los adornos (aros, brazaletes, anillos), el cuidado de las manos (que en numerosas tomas suben hasta tocar distintas partes del propio rostro), el maquillaje, etc. son todas referencias que dan mucho para pensar. Es evidente: obreras y campesinas no hay en la sala.
El director juega en forma llamativa con la iluminación de los rostros. Está claro que la mayor o menor luz que llega al semblante de las protagonistas, no es un reflejo de la luz de la escena que transcurre en el cine imaginario de la película. Los cambios abruptos de luz entre caras que están en primero y segundo plano (a veces iluminando la más cercana y opacando la más alejada, y a veces a la inversa), practican un juego que se independiza del devenir de la narración que están mirando.
La cabeza de todas las mujeres cubiertas por el (o la) hiyab nos obliga a concentrarnos con mayor énfasis en las expresiones faciales. No existe cabello a la vista, que quizás podría distraer la atención de los verdaderos espectadores (es decir de nosotros).
La presencia de Juliette Binoche me resultó también extraña, pero supongo que puede reflejar a una extranjera viendo una película en un cine iraní, y que por respeto a las tradiciones se cubre la cabeza, y no una actriz europea interpretando a una musulmana.
Esta es una película heterodoxa por otro detalle: no existe una protagonista o pocas protagonistas. Son literalmente, decenas de mujeres mostradas en un pie de igualdad. A ninguna se le dedica un tiempo ostensiblemente más extenso que al resto, ni se muestra su rostro con mayor detalle que el de las demás. ¡Otra forma de practicar la democracia en el arte, o la manera de hacer política a través de la puesta en escena!