CRÓNICAS DESDE EL MUNDO VERDE COSCOÍNO (I)
Con fresco, con lluvia o con el día soleado como para pasar la tarde en el río; de noche o por la mañana de un día de semana; con una comedia cordobesa o una película kazaja sobre un poeta; todas las funciones de la última edición del Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín reventaron de gente. Esta breve enumeración demuestra, además de la fidelidad de su público, parte de una de las cosas más destacables del FICIC: su dimensión popular. Palabra que provoca chirridos en algunos contextos, pero que cabe a la perfección aquí. Con entrar a una sala y ver al público, o con recorrer los espacios comunes del festival, se puede arriesgar a hipotetizar la composición demográfica de los asistentes: una mayoría absoluta de coscoínas y coscoínos (con una mayoría interna de señoras), una primera gran minoría de cordobeses de la capital de la provincia (los sospechosos de siempre de la cinefilia cordobesa dijeron presente), y en tercer lugar un grupo menor de visitantes de otras provincias y países (cuya creciente cantidad en esta edición sorprendió a los organizadores).
Hasta aquí, FICIC tiene todas las virtudes de lo que podríamos llamar un evento. Pero hay algo más: es un festival que en sus doce ediciones ya forjó una tradición. Antes de ver cómo esta idea se traduce en el programa diseñado por Roger Koza, su Director Artístico, vayamos de afuera hacia adentro. Ilustremos para este propósito un día, el primer día en el 12° FICIC.
Quienes no somos de Córdoba, conocimos el festival gracias a las crónicas que solía hacer la Revista Cinéfilo y más tarde también Jorge García en estas mismas páginas. Allí aprendimos a reconocer nombres: Carla Briasco y Eduardo Leyrado, la pareja de productores que contra viento y marea lleva adelante año a año la Dirección General del festival; Luis Ariel Nogués, histórico proyectorista coscoíno que se encarga de dar vida a las proyecciónes en 35 mm del festival, algo que en nuestros tiempos reúne rasgos de lo milagroso; Gretel Suarez y Leandro Naranjo, miembros del equipo de programación y trabajadores todoterreno del festival; Mary, madre de Carla, organizadora y anfitriona de un almuerzo de bienvenida que funciona como encuentro informal entre los organizadores y el staff con los directores, las actrices y la prensa invitada. El locro de Mary trasciende fronteras y tiempos. Hace dos ediciones que el menú cambió por empanadas fritas (“por la edad, es mucho esfuerzo lo otro”, responde Carla ante la consulta), pero aún así el ágape sigue siendo reconocido como “el locro de Cosquín”. De ahí, con la panza llena y el corazón contento, uno parte hacia el Centro de Congresos y Convenciones donde se encuentra el Microcine Adalberto Nogués. Al llegar, un par de cosas llaman la atención. Por un lado, en el medio del patio interno un gigantesco proyector plateado de 35 mm es preparado por Nogués. Un artefacto, ahí dispuesto, que parece una herramienta alienígena manipulada por un científico. Por otro lado, entre el staff que rodea la mesa de informaciones anterior a la puerta del microcine es fácil reconocer a dos personas: Nadir Medina y Santiago Zapata, director y protagonista de El espacio entre los dos, película galardonada en el 2° FICIC. Uno reparte programas y otro corta entradas a los espectadores, uno podría tener cualquiera de sus últimas películas programada en el festival y el otro, de hecho, protagoniza una comedia que es parte de esta edición. Ambos trabajan en el festival.
A contramano de casi todo, en FICIC aparece un sentido de pertenencia exento de divismos que genera rápidamente un clima de comunidad que, como el proyector de Nogués, parece de otro mundo, quizás no alienígena pero sí de otro tiempo.
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Es prácticamente una regla general: los festivales de cine tienen dos primeras películas, una oficial y otra extraoficial. La primera es usualmente una función nocturna, celebrada en la sala más grande del festival y cargada con todo el peso simbólico que su nombre, sea “Película de Apertura” o “Film de Inauguración”, conlleva. La otra es una película por lo general menor, de función diurna, exhibida en la tarde o la mañana del primer día, mientras los invitados y los visitantes llegan y se acomodan en la ciudad. Sea oficial o extraoficial, el puntapié de un festival nunca es gratuito, marca (o debería marcar) algo del rumbo o el espíritu del evento. En FICIC la Película de Apertura fue Poet del director kazajo Darezhan Omirbayev, mientras que la película de apertura extraoficial fue Amigas en un camino de campo del cordobés Santiago Loza, film perteneciente a la sección Planos de Provincia. Ambas obras versan sobre la poesía y la puesta en tensión de cierto espíritu de la lírica. En uno de sus poemas más bellos, el poeta chileno Jorge Teillier dice que la poesía “debe ser usual como el cielo que nos desborda”, y agrega unos versos más adelante que “La poesía debe ser una moneda cotidiana / y debe estar sobre todas las mesas / como el canto de la jarra de vino que ilumina los / cantos del domingo”. En sus films, Loza y Omirbayev comparten este sentir.
Un meteorito cae frente a los ojos de Eva Bianco, ambas cosas son visibles en un mismo plano gracias al reflejo del cuerpo celeste que cae al otro lado de la ventana desde donde la mujer lo observa. El hogar de un lado y la anomalía del otro, dos elementos dispares pero unidos sobre una misma superficie, así comienza Amigas en un camino de campo. A partir de ese detonante narrativo, la película despliega un viaje hacia lo extraño y un retorno hacia lo conocido pero inexorablemente transformado por el tiempo. El personaje de Eva Bianco se une al de Anabella Bacigalupo, su vieja amiga, y juntas parten hacia las sierras en la aventura de encontrar el lugar de impacto del meteorito; mientras tanto, la hija de Bianco, interpretada por Jazmín Carballo, regresa a su hogar materno y al pueblo donde aún vive una antigua amiga, todo para encontrarse con un pasado del que intentó huir. Sobre estas tramas mínimas, Loza monta un dispositivo enlazado con la poesía de Roberta Iannamico. Su obra poética gravita tangencialmente sobre las historias y vierte la cadencia de sus versos en el ritmo pausado y relajado del film. Sus libros aparecen en pantalla y sus poemas son recitados en escenas que parecen apartes teatrales. El director es hábil a la hora de manejar los climas que su cámara captura de la poesía y los paisajes serranos. La naturalidad de la puesta hace que la dimensión de lo extraño y lo conocido sean indistinguibles a lo largo de esta película. Los silencios propios de la amistad, la innumerable cantidad de abrazos entre los personajes que se muestran o el encuentro con lo fantástico configuran un mismo, lento y suave aliento. Un carácter que Loza subraya en el momento menos indicado al introducir una canción de Santiago Motorizado que verbaliza este sutil respirar despacio del film.
Salir de la película de Loza y chocar con las sierras coscoínas provoca un aura de continuidad entre la vida cinematográfica y la que se dice real. Como en ese plano de Bianco, dos mundos pasan a convivir en una misma superficie. Algunos llamarían a esto una experiencia cinéfila. Pero, encima de esto, si más tarde se vuelve al Centro de Congresos y Convenciones (aunque ahora al patio interno) para ver otra película cuyo núcleo es la poesía, esta aura poética que ronda al festival deja de ser un halo tendido sobre una ciudad para tomar la forma de un portal. La lógica de una cuidada programación comienza su marcha frente a nuestros ojos.
Por estas pampas se lo conoce bastante poco a Darezhan Omirbayev, cineasta kazajo (país del que también se sabe bien poco) cuyos comienzos se remontan a los años 80. Poet, su más reciente largometraje, comienza con una escena notable en la que un grupo de hombres, entre los que se encuentra el poeta protagonista, discuten acerca de la crisis en la que se encuentra el idioma kazajo frente al homogeneizante mundo contemporáneo. La plástica utilizada en la escena, de planos fijos individuales por cada interlocutor y luces de medido expresionismo, rememora al mejor Aki Kaurismäki. Pero una afirmación pronunciada por ellos frente a la inminente crisis lingüística insinúa un principio de diferenciación poética de parte del realizador kazajo. Lo que dicen es simple: la poesía tiene que hacer algo frente a la probable desaparición de las lenguas periféricas. Omirbayev se ciñe a esa idea y la expande al medio cinematográfico: su estética no responde únicamente a una filiación cosmopolita, sino que se inclina sobre la búsqueda termita por perseguir nuevas maneras de mirar un mundo masticado, tragado y digerido por formas hegemónicas y universales de la imágen en movimiento. La crisis de los idiomas de las culturas periféricas es también la de los lenguajes cinematográficos periféricos. Omirbayev juega con lo conocido y lo desconocido, lo aceptado y lo rechazado. Primero describe un mundo que rechaza a la poesía y niega su importancia, para luego seguir la regla más elemental de la comedia: poner algo allí donde no va. Este poeta dedicado al periodismo, por su vida descarriada hacia la poesía tropieza con el patetismo a dónde vaya, es como un sordo en un tiroteo, alguien siempre ajeno a lo que lo rodea pero, por suerte, también redimido por breves milagros que prodiga el film a su alrededor. Al compás de la veta poética del personaje, Omirbayev abre la puerta de la fantasía. Constantemente interrumpen flashbacks, secuencias oníricas o lo que parecen desplazamientos hacia los mundos sobre los que el poeta lee en los libros que lleva consigo. Poet pivota con naturalidad entre lo extraño y lo cotidiano, mezcla ambos estados en una sola cosa, un solo lenguaje: cine. ¿Qué importa si lo que vemos y escuchamos es “real” o no? Lo importante son las emociones y pensamientos que producen con su impresión de realidad, es decir, con su impresión cinematográfica.
La corrosiva mirada con que Omirbayev mira al mundo contemporáneo esquiva la mordacidad gracias a un sabio balanceo. El kazajo, a través de la subjetividad de su poeta en pantalla, es capaz de mostrar ridiculez y trivialidad en el ritual de una familia que mira videos de una fiesta de casamiento donde bailan el Gangnam Style (momento en el que el altruismo asoma como un espectro por los bordes de la pantalla), pero resuelve esa misma escena con un gesto de total amor y ternura filial (instancia en la que el espectro del altruismo se guarda en retirada, como una babosa bañada en sal). A fin de cuentas, todo siempre es más complejo de lo que parece. En la noche coscoína, a la salida de Poet las preguntas le ganan en cantidad a las seguridades. Pero una certeza se esboza: Cosquín será el festival del abrazo y la justeza.
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Cabe decir que hay abrazos y abrazos, los hay mentirosos, comprometidos, comprometedores, como también amorosos, cálidos y sentidos. Después, en otra categoría está el tipo de abrazo que le prodiga Martín Shanly al protagonista (encarnado por sí mismo, por lo que sería un autoabrazo) de Arturo a los 30, su última película, uno que parece querer decir que lo peor, quizás, ya ha pasado. Si de personajes patéticos y desencajados hablamos, Arturo es uno de ellos. Esta película de la Competencia Internacional se estructura narrativamente como un diario siendo ojeado frente los ojos del espectador, con un montaje que muestra de adelante para atrás, e ida y vuelta, los hechos desafortunados de un treintañero en las puertas de la adultez. Arturo a los 30 es una una coming of age de un tipo que ya tiene bigote, es una película de esta época de juventudes de clase media estiradas, de trabajos absurdos y personas que se arreglan lo mejor que pueden entre el álbum de delirios diarios que presenta nuestro tiempo. La identificación con este personaje en crisis amorosa, existencial y vocacional es inmediata, todo gracias a la habilidad de su director y guionista por esquivar la autocomplacencia. No hay conexión emocional posible cuando un personaje llora en los rincones por sus desgracias. Desde ese punto de partida, Shanly cuida a su personaje y lo abre a las tragedias. Mal o bien, Arturo va con la frente en alto de cagada en cagada. Es como un perro bueno, peludo y rubicundo.
Tras la experiencia más hermética y abúlica de su ópera prima, Juana a los 12, una coming of age de corte más tradicional volcada sobre el mismo mundillo burgués del conurbano bonaerense, se puede afirmar que hay algo de la sublimación cómica y de la mirada auto paródica que le sienta muy bien a Shanly. Entrar al exclusivo Hurlingham Club de la mano de un charlot treintañero en crisis es una experiencia encomiable y curiosamente emotiva. La lluvia matutina con la que Cosquín recibe a los espectadores luego de finalizada la proyección, ayuda a que algún vergonzoso camufle las lágrimas que deja esta película que, como toda buena comedia, nunca olvida el peso de lo real.
Habiendo dicho todo esto, puede parecer contradictorio, pero Magdala es una de las películas más realistas de la Competencia Internacional del festival. Lo nuevo de Damien Manivel se autodenomina desde unos títulos al comienzo como una “ensoñación” alrededor de los últimos días de María Magdalena. Lo onírico de la propuesta se traduce principalmente en la premisa, en la imaginación de lo que pudo o no haberle sucedido a quien fuera la compañera más cercana de Jesus en el ocaso de su vida. El acercamiento estético de Manivel bascula entre un puro materialismo y una poética naturalista. Los tiempos del film son dilatados y las acciones mínimas. Beber unas gotas de agua que reposan en una hoja o comer una pequeña fruta, son acciones que pueden llevarle decenas segundos a la estatuaria presencia de Elsa Wolliaston. El cuerpo de la mujer es registrado por la cámara como si se tratase de una habitante natural más del bosque por el que se desplaza; la María Magdalena de Manivel parece haber nacido de las mismas raíces en las que reposa su cansado cuerpo. Tanto ella como cualquier acción del orden de lo milagroso, sean apariciones o sacrificios, aparecen vistos desde una altura humana y cercana que es muy acorde para representar la especificidad de su martirio. A pesar de su devoción y fidelidad, María Magdalena nunca tuvo la suerte de los apóstoles, negadores o exiliados pero todos canonizados sin demora por la iglesia y la opinión pública. Una clave melodramática pesa sobre su mito: los que se quedan siempre son los que más sufren.
Antes de que comience Magdala, uno de los simpáticos protagonistas del FICIC hizo acto de presencia en la sala: Roco, un perro blanco, mestizo y con pinta de pitbull machucado. El señor recorrió la sala, acumuló caricias entre los parroquianos y se subió al pequeño escenario del microcine mientras el spot del festival se proyectaba en su pelaje. Un aplauso que surgió desde la platea lo incitó a bajar de un salto no sin antes devolverle al público su agradecimiento en forma de un ladrido. Acto seguido, la película. Y seguido de eso, ante el primer plano general del bosque, un señor (que a las claras no tenía el oído muy afilado) le dijo en voz altísima a su compañera: “Ah, es lenta esta”. Unas risas cómplices acompañaron el acertado comentario. A lo largo de la función el señor hizo un par de acotaciones más, igual de altas y en la misma línea, pero se quedó hasta el final. El público de Cosquín no le tiene miedo a ningún cine.
Transitando la curaduría, se observa que la del FICIC es una programación sin contradicciones, dueña de un carácter de precisión y seguridad. Se observa que las películas contemporáneas encajan a la perfección como piezas de un rompecabezas figurativo. Una suma de rasgos no necesariamente del todo positivos. Con las pocas balas que ofrece un festival acotado a un puñado de títulos reunidos en cuatro días, Roger Koza hace de la curaduría del festival una tropa de apoyo de su ya histórica cruzada crítica contra las estéticas de la crueldad y las escuelas de la sordidez. En un sentido, se puede pensar al criterio de la programación bajo el signo de la respuesta, como una ilustración de lo que se posiciona bien lejos de esas poéticas contemporáneas canonizadas. El propósito de la línea de la programación es tan noble como quizás limitante. Recorriendo el cine actual exhibido en Cosquín se extraña la fricción y el roce, un restriegue no tanto contra la sordidez (mostrar vileza solo para refractarla con una bondad ensalzada sería una demagogía estética; y, además: ¿para qué exhibir algo ya momificado?) sino contra un cine más indefinido, lleno de preguntas e inclasificable. ¿En la pura armonía acaso no se abandona algo de las vibraciones vertiginosas y entusiastas que nacen de aquellas notas disonantes colocadas en los lugares adecuados? La pregunta es un interrogante abierto, un dardo lanzado sin un blanco definido, ya que hay una verdad complica cualquier respuesta asertiva: la poesía (la benevolente y justa, como la que muestra FICIC) puede no cambiar al mundo, pero su belleza equilibra sus miserias.
Tomás Guarnaccia / Copyleft 2023
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