CRÓNICAS DESDE EL MUNDO VERDE COSCOÍNO (II)
En la vida hay que ser justos. Hablar del FICIC y no mencionar las tertulias de Filmoteca en vivo sería imperdonable. En el patio interno del Centro de Congresos y Convenciones, con el proyector plateado, gracias a las manos de Nogués y a las copias que resguarda la Filmoteca Buenos Aires, se exhibieron en 35 mm tres films argentinos de finales de los 60 del denominado “Grupo de los 5”. Con sendas presentaciones a cargo de Fernando Martín Peña y Roger Koza, se proyectaron: The players vs. Ángeles caídos de Alberto Fischerman, Tiro de gracia de Ricardo Becher y Mosaico de Nestor Paternostro. En fílmico, sobre la pantalla más grande del festival y de la mano de las expresiones más modernas de la historia del cine argentino, llega desde el pasado lo inclasificable a Cosquín. Si la respuesta del público ante el desafiante (aunque bondadoso) film de Manivel daba indicios para la sospecha, los aplausos de las cien personas que llenaron el auditorio tras enfrentarse con la difícil rareza de The players vs. Ángeles caídos confirma algo: doce años de un festival que no da concesiones, ni trata de tonto al espectador “no especializado”, ha formado un público que sabe ver cine en su amplia y variada complejidad. Si en el presente aún caben razones de ser para los festivales de cine, esta es una de ellas.
La distancia que separa a las copias digitales disponibles de estas películas en la web (algunas capturadas de lugares insospechados y en calidades horrorosas) con lo que se pudo ver en Cosquín es del orden de lo ontológico. Son, lisa y llanamente, distintas películas. Ahora bien, esta diferencia es una regla general para la mayor parte del cine argentino, el cual se ve y oye muchísimo mejor de lo que se cree. Con estas tres películas en particular sucede que un visionado como el que dio en FICIC deja ver nuevos recodos de la invención y la rabia que las caracteriza. Al no estar fuertemente ligadas a una sucesión lógica de peripecias, se vuelve imprescindible experimentar plenamente su estética y sus formas. Con cada visionado, toda idea preconcebida acerca de estos films se impugna fotograma a fotograma para dar lugar a nuevas emociones y pensamientos. The players vs. Ángeles caídos es una llamada a la invención y al juego, a improvisar técnica y actoralmente con el lenguaje del cine. Es la más abstracta de las tres. Fischerman se sirve de una tenue lógica dramática de lucha entre buenos y malos por un espacio para armar una suerte de mayólica hecha de viñetas variadas que van desde números musicales, hasta intrigas amorosas, pasando por luchas de poder entre personajes. El antojo es la poética que predomina y la sublimación de los deseos lo que supura a cada metro de película.
Esta misma copia de The players vs. Ángeles caídos se proyectó hace poco en Buenos Aires, pero con una relación de aspecto que daba una imagen más panorámica. En Cosquín se exhibió en formato 4:3, el más tradicional de las épocas clásicas del cine. Ante la consulta en una charla privada, Peña contó algo notable: mucho cine argentino de los 60 y 70 se filmó pensando en ambos formatos, ya que las películas luego de su paso por los cines (en formato panorámico) recalaban en la televisión (donde el formato casi cuadrado era norma). Por tanto, no es tan sencillo dictaminar cual es la manera correcta de proyectarlas, ambas relaciones de aspecto, a su manera, son válidas. Con el recorte horizontal de Buenos Aires se privilegió la relación entre los sujetos y el fondo, mientras que con el mayor aire vertical de Cosquín los movimientos de cámara cobraron otra vertiginosidad y los primeros planos de los rostros (en especial el de Cristina Plate) realzaron sus impresiones plásticas. Estas películas, además de mutar en el imaginario a cada revisión, suman la rareza de ser concebidas desde su nacimiento como objetos estéticos transformables.
Tiro de gracia y Mosaico participan de otro tipo de ruptura, apenas rozan la abstracción performática de The players… en favor de apostar por una búsqueda en conjunto similar: volcar una nueva mirada, corrosiva y mordiente, hacia los mundos a los que pertenecían sus realizadores. El rasgo común del “Grupo de los 5” era una inédita independencia artística obtenida gracias a sus lucrativos trabajos en la industria publicitaria. Con este auto financiamiento, Paternostro y Becher filmaron las miserias y las luces del mundillo de la publicidad y la bohemia porteña. Con Mosaico, en un gesto político inusual, Paternostro muerde la mano misma que le da de comer, mientras que Becher retrata los vaivenes de un grupo de jóvenes desencantados que son habitantes de un mundo que los encierra. Tiro de gracia finaliza con un recordatorio: aún estamos vivos. Es un nihilismo extraño el que desfila por sus imágenes, uno que registra una atmósfera vaciada de significados profundos, pero que al mismo tiempo abre promesas y luces en medio del caos y la podredumbre. Es una chispa de vida en el olvidado Río de la Plata, algo tan extraño como una gema en el barro o un enano en el campo. En las películas proyectadas en Filmoteca en vivo se vislumbra una concepción juguetona y rabiosa de la estética, además de una mirada política subcutánea y vibrante. El pasado, vestido de celuloide, rompe todo en las noches coscoínas.
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Contra lo que se podría prejuzgar, una de las proyecciones más abarrotadas de gente fue de la Competencia Internacional de Cortometrajes. Un viernes laboral y a las tres de la tarde. La demanda por entrar fue tal que se debieron agregar sillas de plástico a los costados de las butacas del microcine. Una locura que sorprendió a propios y extraños, a locales y habitués. Un arrastre de público que indica tanto un crecimiento como la necesidad de más espacios para el festival. Las masas claman por los cortometrajes en competencia, las películas sin diálogos francesas sobre figuras santas y los films kazajos.
Dentro del programa de cortometrajes, dos en particular se destacan: Buscar trabajo de la directora cordobesa María Aparicio (ganadora de la sección) y Still Free del prolífico director ruso de veinticuatro años Vadim Kostrov. El uso de archivos –aunque de orígenes y épocas muy distintas– es un denominador de sus formas. Vistos palmo a palmo, cada uno por su cuenta permite pensar acerca de lo que podríamos llamar una respiración de los materiales.
Con Buscar trabajo, corto que se desprende del largometraje colectivo Lo que vieron aquellos ojos, producido por el Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken y La Bienal Arte Joven Buenos Aires, Aparicio añade una capa histórica al tema que atraviesa a su gran largometraje Sobre las nubes: el trabajo. A través de la apropiación de unos textos de Juan Bialet Massé e imágenes fílmicas de los inicios del cine argentino (parte de la colección de nitrato del museo productor), esta nueva película de la cordobesa reflexiona sobre las condiciones laborales previas al fortalecimiento de los movimientos obreros a comienzos del siglo XX y anteriores a los logros del peronismo en materia de aseguración de derechos laborales. Cine, trabajo y poesía vuelven a vincularse en la pantalla del FICIC. En simultáneo a la escritura de los relevamientos de las condiciones de la clase obrera argentina que realizaba Bialet Massé en 1904, el cine daba sus primeros pasos y se lanzaba, casi como acto iniciático universal, a filmar trabajadores. Estos, por primera vez en la historia y en más de un sentido, comenzaron a ser vistos en movimiento. La directora cordobesa se sumerge en ese vínculo íntimo que liga al cine con el trabajo, oscilando entre el ensayo y la voz poética, para sopesar las ideas de su película. Aparicio une los archivos disponibles junto con relatos en off que nacen de una poetización de los textos en un montaje de voz e imagen que se codea con lo azaroso. Es un cortometraje que esquiva la clausura y el mensaje. Hay un distanciamiento de cierta forma ilustrativa de hacer cine con archivos muy extendida en la actualidad; en la cual se recurre a puntos fuertes de contacto entre los materiales para extraer símbolos que liguen lo mostrado o claves de lectura que aúnen las piezas. Procedimiento que, por su propuesta en esencia hermenéutica, acarrea un achatamiento de la experiencia perceptiva, algo que Aparicio se niega a resignar. Jugando en esta delgada línea entre apertura y clausura, Buscar trabajo recae en la volatilización de sus propios materiales ante la falta casi total de paralelismos y contactos entre imagen y sonido. Esto, sumado a un discurso en off que posee un vuelo poético propio, termina por desligar las partes y generar un todo escurridizo. Por su peso y belleza, algunas imágenes y pasajes de lo dicho son memorables, pero en el largo aliento del film, el conjunto disociado y verborrágico de texto e imagen terminan por ahogarse entre sí, dándole una fuga incierta a las ideas desplegadas.
Por su parte, del otro lado del mundo, Kostov utiliza videos de su acervo personal que registran unas vacaciones que compartió junto a una pareja amiga en un balneario en el 2020. Esta película, como la de Aparicio, también trata sobre un momento histórico “antes de…”: Still Free muestra un fresco de vida jovial y juvenil previa al estallido de la guerra contra Ucrania. Algo que late en las imágenes, pero que por largo rato no termina de ser dicho. Hay una sombra que repta tras las escenas que Kostov muestra. Las imágenes con sus propios sonidos y silencios flotan con libertad en pantalla. La cámara curiosa y desprolija del Kostov de 2020 recorre los rostros de sus amigos, registra la cotidianidad de la alegría y observa a una pareja en la cresta de la ola de su amor. El Kostov de 2023 genera climas y atmósferas tejiendo en el montaje unos primeros planos sutiles que develan miradas de reojo y juegos íntimos que son a la vez públicos. Pocas veces la impunidad del amor juvenil tuvo un retrato tan certero. Pero el cineasta ruso, poco a poco y gracias a pequeños diálogos, le hace lugar en su film a un futuro ominoso: el muchacho se unirá pronto al ejército y ella se marchará a una universidad lejana. Dos datos, soltados casi con displicencia, que proyectan una gran nube negra sobre el mundo verde que Kostov documenta. La sutileza implica todo en Still Free. Además, si el espectador se ha enterado mínimamente de las noticias internacionales de los últimos años, y conoce lo que le espera a esas personas, la película se espesa aún más. Efectos logrados gracias a la plena respiración que se le da a las imágenes y sonidos del film. Todo fluye a rienda suelta, no haría falta añadir nada más que lo que está sobre la mesa para lograr un efecto estético intrigante y profundo. Pero Kostov, cineasta actualmente exiliado en Francia, hace caso omiso a esto. El ruso remata su película con un texto que glosa una denuncia y una proclama, algo tan entendible como reductor del filo político y la ambigüedad poética desplegada segundos antes. Still Free es una gran bocanada de aire interrumpida por una piña.
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Los festivales de cine, sean estos municipales, internacionales o dedicados únicamente al cine del pasado, tienen la obligación implícita de mostrar algo de su cine vernáculo. Es una ley natural. Hacer una cronología precisa es complicado (y tarea para otro texto), pero es un hecho que desde las dos primeras décadas de este siglo la cinematografía cordobesa crece en cantidad y variedad. Y no solo las películas. A la estadística fría de estrenos y premios, para terminar de dar la imagen de un panorama vivo se le pueden sumar las revistas y sitios de cine nacidos en Córdoba, la cantidad de cineclubes en funcionamiento y los festivales locales, algunos de ellos internacionales (FICIC, Cortópolis, Semana Mundial de la Cinefilia). En este sentido, la sección Planos de Provincia se dedica a mostrar diferentes tipos de expresiones dentro de esta provincia en movimiento. Los cortometrajes Rio Abajo de Facundo Alcalde y Te amo tanto que hice una película para nunca enojarme con vos de Rosario González Leaniz y Alba Cravero, se suman a Los convencidos de Ismael Zgaib, El siervo inútil de Fernando Lacolla y la ya mencionada Amigas en un camino de campo de Santiago Loza, para conformar un breve atlas cinematográfico cordobés donde la comedia de enredos convive con el thriller político o la poesía naturalista. Cosquín, a pesar de su brevedad, cumple. Un día de suave bienvenida, dos de festival puro y duro, y una última jornada de epílogo con proyecciones de películas ganadoras, le queda algo corto al potencial que atraviesa a la programación y al ánimo de la gente.
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Siguiendo con las leyes, todo festival de cine que se precie como tal debe tener sus retrospectivas. En los últimos años, es una constante del FICIC dedicarle focos a cineastas contemporáneos relegados de la consideración general. Hay un desdoble: Filmoteca en vivo (a cargo de Peña) repasa el pasado y las retrospectivas (terreno de Koza) el presente dejado de lado. Pablo García Canga, Edgardo Castro y Goyo Anchou son algunos realizadores cuyas filmografías fueron revisadas. Nombres a los que este año se suma el de Meritxell Colell Aparicio, cineasta catalana de estrecha relación con la Argentina. En Cosquín se proyectaron, además de varios cortometrajes, sus largos Con el viento, Transoceánicas y su última obra Dúo (que pronto tendrá estreno en Buenos Aires y con suerte también en Córdoba). Quizás no sea lo más ortodoxo poner el foco aquí, pero un programa de su retrospectiva que contenía un largometraje (o medio de 50 minutos) y varios cortos fue resonante; quizás porque antes de la función la directora dijo que muchas de esas películas no habían sido pensadas para ser exhibidas en público. Eran cosas más bien personales. La función fue como pispear en un gabinete íntimo, como navegar entre bocetos donde la mano cruda de la artista conforma una gran introducción a su obra.
La ciutat a la vora es un film que se inscribe directamente en la tradición cinematográfica de las sinfonías urbanas y tangencialmente en otra más antigua, cercana a los inicios del cinematógrafo, la de cine como artefacto de descubrimiento. Colell Aparicio filma con su cámara de super 8 a comunidades instaladas en colinas cercanas a Barcelona. Registra una geografía sinuosa donde el verde y la naturaleza se disputan el paisaje con torres de alta tensión y estructuras de hormigón. “A la vora” tiene un doble significado en español: “cerca” y “en el borde”. Entre esas nociones se emplaza tanto la mirada de Colell Aparicio como las personas que habitan esas comunidades próximas a la metrópoli, pero autosuficientes. Hay una crudeza en el registro y en el montaje de la realizadora donde impera una pasión por el documento, por registrar lo que se tiene enfrente aun en su presunta banalidad. De esa mirada prístina emerge lo poético. Se transmite una impresión de lo nuevo, propia de un viaje o un souvenir traído desde lejos. La dimensión de sus imágenes es la del ojo y el tejido de sus montajes como álbumes de recuerdos. La de la catalana es una poética ergonómica. El corto Recordant Buenos Aires logra diseñar en pocos planos una imagen cruda y nostálgica de toda una ciudad. Arquitecturas en silencio hace lo propio a través del emplazamiento de una mirada similar a la de un paseante dentro de un espacio histórico abandonado. Luego, profundizando en el gabinete íntimo de la realizadora, en otro registro más volcado hacia la experimentación, aparecen los cortos en video Sentimiento océanico y Pluja de cèl·lules. En uno de ellos Colell Aparicio muestra la imagen de una mano en la que se sobreimprime un follaje verde y tupido. Una metáfora que hace síntesis entre las partes y junta a las manos que siembran y cosechan sus propios alimentos en Ciutat a la vora, con las repetidas escenas de sus largometrajes donde las manos de distintas mujeres se toman su tiempo (y los films con ellas) en la ceremonia de la cocina. Un rito de la manualidad centella en las películas de Colell Aparicio.
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El día sábado, jornada de cierre y premiaciones, la Competencia Internacional de Largometrajes presentó la curiosidad de mostrar casi en continuado una película que es un retrato y otra que es un autorretrato. Comencemos por lo primero: La vida a oscuras dirigida por Enrique Bellande. A su protagonista sólo le faltó impartir clases en Cosquín para desplegar todo su repertorio de actividades laborales. Fernando Martín Peña, además de programar, presentar tanto películas como su nuevo libro Diario de la filmoteca en el festival, es el personaje retratado en este documental que lo muestra haciendo su labor más preciada: la búsqueda, la conservación, el archivo y la exhibición de películas en fílmico. Lo primero que llama la atención en La vida a oscuras es la muchas veces olvidada dimensión material del cine. Peña y algunos colaboradores cargan con latas y latas de películas a lo largo de todo el film. Lo vemos introduciendo cintas en proyectores, reparando películas en una mesa de trabajo o revisando materiales en una moviola. La película transmite una sensación de cercanía con las películas, una distancia abolida con objetos que no son más que imágenes en stop. Frente a La vida a oscuras de pronto el cine desciende del reino de lo intocable y se pone a pocos pasos de distancia de su público. Este acercamiento al reino de los mortales es análogo a la propia mortalidad de las películas, otra cosa también olvidada seguido. El fílmico es un organismo vivo, que como tal tiene el mismo destino que los hombres. Bellande deja muy en claro esto desde su punto de vista y desde la estructura de su documental. El cual muestra una cronología extraña, casi crepuscular. El realizador documenta a Peña a lo largo de varios años y elige mostrar zonas conflictivas: la censura de sus ciclos de “Filmoteca en vivo” en la ENERC impuesta por funcionarios del último gobierno macrista, la grabación de un programa de Filmoteca en la TV Pública antes de un parate indefinido y otras escenas que marginan progresivamente a Peña a través de los minutos a un lugar de más y más soledad. Muchos de estos puntos de conflicto se encuentran hoy resueltos, pero Bellande decide dejar este clima de fade en su documental. Hay algo de mártir y de quijotesco en esa caracterización, rasgos que el retratado indudablemente posee tras llevar a cuestas por tanto tiempo una lucha como la suya contra la desidia pública. Asimismo, hay un clima que no termina de hacerle justicia. Sea como sea, la labor de Peña existe y persiste, y sus frutos son mayores que los que el documental deja entrever. Las películas en fílmico tienen la muerte asegurada, pero sus imágenes y sonidos pueden ser clonados en nuevas copias y vivir más tiempo. Punto en el que el cine aventaja a la humanidad. Si hay algo que logra Peña con su labor, es ayudar a pensar que esta pervivencia es, a pesar de todo, una posibilidad.
El autorretrato del día en cuestión fue el largometraje ganador de esta edición del FICIC. Self-Portrait: Fairy Tale in 47 Km de la directora china Zhang Mengqi es una buena representante de lo que el festival desplegó con su programación y espíritu. La realizadora lleva más de diez años filmando una serie de películas con nombres muy similares entre sí como Self Portrait: Birth in 47 Km o Self-Portrait: Dancing at 47 Km. Acceder estos films o siquiera a información sobre ellos es bastante complicado, lo que se sabe es que todos están filmados en una aldea rural llamada “47 Km” que se encuentra en la provincia china de Hubei, la cual tiene una superficie similar a la del Uruguay con una población que supera en diez millones a la de Argentina. Si antes hablábamos del cine como un artefacto de descubrimiento, con el caso de la República Popular China sucede que el cine es una de las pocas ventanas disponibles para ver algo del misterio histórico que caracteriza a esa tierra. En esta obra, Zhang Mengqi filma a su hermana y a su sobrina, habitantes de esta población pequeñísima rodeada de bosques, monte y neblina. Ellas, también con pequeñas cámaras digitales, acompañan a la realizadora en la creación de este autorretrato coral en los bordes más desconocidos de una cultura. Pocas veces la palabra “self” (“ser” / “yo”) fue entendida de manera tan plural como en esta película. La pequeña sobrina de la realizadora aparece varias veces en pantalla con anuncios y promesas: apenas inicia el film, cuenta a los saltos y con algarabía que van a construir una casa en el monte; luego, unas cuantas veces aparece para anunciar el comienzo de una historia fantástica. La película se ordena gracias a la paulatina construcción de la casa en bosque y sostiene cierto suspenso en la promesa de que algo por fuera de lo real puede aparecer en cualquier momento. Self-Portrait: Fairy Tale in 47 Km cultiva gracias a este doble procedimiento un encanto atravesado por cierto imaginario infantil. Con este tamiz y con camaritas en mano, la directora explora la vida en la aldea, explora a los suyos y se deja filmar y explorar por su familia. Se trata de la película contemporánea más libre y desprejuiciada del festival, el curioso ejemplo de un cine que es difícil de aprehender desde nuestra radical diferencia cultural, pero donde vibra una verdad universal que emociona y atrapa. Tal como con los cuentos de hadas.
Para la película de cierre, con el cortometraje muy apropiadamente titulado The Last Screening de Darezhan Omirbayev, volvieron las sillas de plástico al Microcine Adalberto Nogués. Pero no alcanzaron, hubo gente que presenció la función parada en los pasillos o que quedó fuera. Tal como en Poet, el director kazajo vuelve a jugar con lo conocido y lo extraño para hendir los sentidos comunes que giran en torno a las concepciones de las imágenes en movimiento. En este film, un joven tiene un desencuentro amoroso, se toma un colectivo y va al cine. Eso es todo. Pero como en el largometraje de apertura, cada instancia y cada paso del personaje es filmado con un virtuosismo muy poco visto en el cine contemporáneo. La escena del viaje del muchacho hacia el cine ameritaría un texto analítico propio, es algo así como el centro neurálgico no sólo del film, sino de un programa estético. Pero hay otra escena, menor quizás, que resulta igual de impactante. Al llegar al cine, luego de atravesar los paisajes urbanos de Almaty y esquivar a unos militares que hacen tiempo en la puerta, el chico se entera que la función no puede comenzar si no hay como mínimo cinco entradas vendidas. Gran problema, con la suya y la de un señor suman apenas dos. Omirbayev, como demuestra en Poet, conoce las estructuras y los tiempos más elementales de la comedia. Aquí aprovecha un elemento sembrado (los militares de la puerta del cine) para entregar un gag que no responde a una aclimatación cómica de un formato extranjero, sino que permea un problema estético y político que sacude a su obra.
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Para finalizar (y con el perdón de quien haya llegado hasta aquí con estas crónicas), un breve desvío cuasi académico. Uno de los ejemplos más notables en cuanto a estudios de géneros cinematográficos es el libro La búsqueda de la felicidad de Stanley Cavell. Allí el filósofo da nombre a un subgénero hollywoodense que según él tuvo su apogeo entre 1934 y 1949: las «Comedias de rematrimonio». En estas películas, que son verdaderos cuentos de hadas para adultos como La adorable revoltosa (Howard Hawks, 1938) o Las tres noches de Eva (Preston Sturges, 1941), la comedia se desenvuelve alrededor de parejas que deben renegociar y repactar las condiciones de su vínculo amoroso entrado en crisis. Dentro de los rasgos que constituyen al género, Cavell descubre en todas las películas “mundos verdes”. El filósofo describe que en las tramas hay una instancia donde los protagonistas encuentran un espacio en el que sus tironeantes conflictos se apaciguan, donde su vida cotidiana se suspende y en los que consiguen acercarse y ganar nuevas perspectivas y herramientas. Estos espacios pueden ser moteles al costado de la ruta o un granero, no importa dónde, el mundo verde es una desviación necesaria del lío, un bálsamo.
Pensar en los festivales como relatos o cuentos donde se comprueban distintas concepciones contemporáneas del cine no es ninguna novedad. De allí, con juntar los muchos festivales que pululan a lo largo del mundo cada año se puede formar una gran antología que testimonia lo canonizado, lo ignorado, lo descubierto, e incluso, con imaginación, lo ausente. Quizás sea demasiado cándido pensar que un festival de cine puede ser un mundo verde dentro de este relato conflictivo y de tendencia globalista, pero FICIC tiene algo de eso. En él hay algo de suspensión de conflictos y de reconciliación. Frente al panorama global delineado por la masa devoradora y enorme del cine comercial (y ni hablar frente a la pululación infinita de imágenes en movimiento de nuestros días), Cosquín es una célula casi insignificante. Es una hormiga solitaria en las sierras, un organismo testarudo que trabaja por poner en pantalla algo distinto, algo menos vil que la norma y más bondadoso, aún en sus complejidades. A su manera, es un festival quijotesco. Como se dijo antes, que FICIC pueda pensarse como una respuesta marca tanto su fuerza como su límite y sus posibles faltas (como la escasez de cines de género y la ausencia de vértigo en lo contemporáneo). Es como un plano detalle donde la tensión está concentrada en un gesto o un objeto que es rodeado por un fuera de campo con el que dialoga. FICIC es como la casa que construyen en Self-Portrait: Fairy Tale in 47 Km: un espacio de resguardo alejado de zonas polucionadas. Dice Teiller un par de versos más adelante en el mismo poema mencionado allá lejos en el comienzo de estas crónicas: “La poesía / es un respirar en paz / para que los demás respiren”. Bienvenidos sean los lugares abiertos que de buena fe invitan a pasar y ofrecen aires nuevos, como el joven de The Last Screening con sus tres soldados.
Fin de la serie.
Tomás Guarnaccia / Copyleft 2023
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