CRUZAR LOS ANDES: ALGUNAS CONJETURAS SOBRE LOS FESTIVALES, EL CINE CONTEMPORÁNEO Y LA HISTORIA DEL CINE ALREDEDOR DEL 31º FICVALDIVIA
En el desayunador del hotel no hay nadie. Los platitos, los cereales y los botellones de yogur, cubiertos de papel film, están intactos sobre los mesones como artículos de utilería. Con los estómagos todavía algo dormidos, apenas dan ganas de comer algo. La terminal de Valdivia, afortunadamente, está cerca. Un primer colectivo de dos horas llega a Osorno, una ciudad gris y lluviosa cuya iglesia principal recuerda a Salamone, pero que esconde apenas un tinglado atrás de una fachada impresionante. Este domingo, el único café abierto es el Starbucks dentro del shopping Parque Arauco, donde se espera que sea la hora de tomar un segundo colectivo, de seis horas, para cruzar los Andes. Un pequeño puesto permite que los dos argentinos hagan migraciones. Ese no es el último paso de la travesía para volver a casa: todavía faltan unas horas en Bariloche, unas horas de aeropuerto, un avión, un taxi y así. Pispeando cada tanto las montañas y la película que pasan las microteles del Andesmar, dos críticos que se pasaron siete días conversando siguen conversando, esta vez, grabador mediante.
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Tomás Guarnaccia: Siempre que voy a un festival me pasa eso: vuelvo con la sensación de que fui a buscar algo, no sé bien qué, pero no lo encuentro. Sí. Eso, vuelvo como con una tristeza muy intrínseca, como si hubiese algo que tendría que ser llenado que no se llena. Lo cual, por un lado, creo que me incita a seguir volviendo. Si volviera satisfecho una, dos, tres veces, a la cuarta ya ni intento ir. No haría toda la inversión de tiempo y dinero que uno hace para ir a ver películas a otra ciudad, otra provincia u otro país, si no hubiese algo muy profundo e inexplicable que me tracciona a ir.
Lucía Requejo: Es una sensación agridulce o ambivalente, porque uno tranquilamente podría decir bueno, no vayas. “No tomes si te hace mal”. Todavía me resulta muy extraño naturalizar que quienes vamos a tal o cual festival viajamos para ver películas en otro lugar. Viajamos para hacer algo que se hace en muchos otros lados, cómodamente. Sobre todo para nosotros, que vivimos en una ciudad, y una con un abanico de proyecciones importante. Uno podría tener la posibilidad de ver una película en cualquier lado. Pero sí se trata de ver ciertas películas en ciertos lugares, y esa idea, cuando uno la desnaturaliza, es bastante rara. ¿Por qué uno lo hace? ¿Por qué se toma el trabajo de viajar sólo con esa experiencia como horizonte? Y, sobre todo, cuando no hay plata. Estamos grabando esto en un bondi que va a Bariloche, nuestro segundo bondi, y después nos vamos a tomar un avión. Más de 12 horas de viaje, todo para gastar la menor cantidad de plata posible. En vez de tomarnos un vuelo de cuatro horas, para ahorrarnos plata en vez de tiempo. Y todo lo hicimos con el objetivo de ver películas. Ni siquiera para hacer turismo, porque después uno no conoce nada o no come para ver películas.
TG: Es viajar en búsqueda, más que de las películas, de un contexto. Y eso me parece interesante. Hoy en día (y más en una región con tanta pirateria como la nuestra) no hace falta cruzar a Uruguay para ver películas que de otra manera sería imposible acceder, como hacían los cinéfilos argentinos en las épocas de mayor censura. Eso era realmente viajar para poder ver. Hoy ese acceso está más habilitado. Incluso un festival como Locarno puede organizar una súper retrospectiva como la de cine mexicano del año pasado, y al rato esas copias ya van a estar girando por el mundo, por Mubi o Karagarga. No es que esas películas sólo las vas a poder encontrar ahí (a pesar de que siempre pueda haber alguna excepción, claro). Entonces, más que eso, uno va a buscar un contexto de recepción. Y esto, desde nuestro oficio como críticos, lo puedo pensar por dos lados. Por una parte, está el costado de la gente que viaja a super festivales como Cannes o Venecia, en búsqueda del contexto de la novedad, buscando estar durante la salida de un objeto novedoso. Ahí las películas son primicias, noticia caliente, intervenciones públicas mundiales que requieren ser acompañadas de otra intervención pública, la crítica. Este costado de la peregrinación a los festivales es el más comercial, o el más participativo del mercado del arte, el cual también aviva año a año la legitimación de muchos festivales. Pero después también hay otro costado más cinéfilo, en donde se viaja (incluso a veces a esos mismos festivales) en búsqueda de un contexto de pensamiento, donde importa el caldo de cultivo que se genera entre las distintas proyecciones: en las charlas a la salida de las funciones y las mesas en bares donde se discute todo.
LR: Creo que más que lo que pasa afuera de la sala es también lo que pasa adentro. En el caso de Valdivia creo que fueron funciones como la de Denominación de origen (2024, Alzamora) las que le dan cierto sentido a lo que hacemos. Tener experiencias de, justamente, visionados colectivos de la obra que sean distintos a las que uno puede encontrar en casa. Uno podría ver esa película, una comedia regional, con público argentino, tranquilamente; la gente reiría de todos modos y la pasaríamos todos bárbaro. Pero no habría la calidez que había en esa sala que hacía que fuese algo muy único de ver, que lo convertía en un acontecimiento: saltaban de las butacas con cada chiste, abucheaban. Parecía una función de principios de siglo, o un recital. Creo que eso también tiene que ver con ver un estreno latinoamericano en la casa de la gente. Ayer lo hablábamos en la cena con Lucía Salas y Tatiana Mazú. Que es muy triste, decían ellas que tuvieron esas experiencias, viajar a festivales europeos y ver estrenos en ciudades donde van tres o cuatro personas y son todos amigos del cineasta (si tiene la suerte de que vivan en Europa y puedan viajar para verlo). Mazú decía que no tuvo punto de comparación la función en FIDMarseille con la del DOCBuenos Aires en términos emocionales para ella, y tiene bastante sentido. Esos estrenos son como pantomimas, como representaciones de, digamos. Esa debe ser la expresión más grande de torre de marfil que pueden tener las películas.
TG: Sí, son como festivales simulación. Una “gran vidriera”, mucho renombre, pero donde no pasa nada real. No te traes ni una crítica interesante, porque cada vez hay menos lugar para los críticos en todos los festivales. Los laureles después servirán para que te seleccionen en otro lado y ya. Por eso, esto que decís encierra para mí algo de la función, del deber que debe tener un festival de cine: tomarle el pulso a su propia tierra. Pienso en lo que siempre cuenta la generación anterior a la nuestra acerca de lo que se vivía en los BAFICI que se hacían en el Abasto, donde se reunía todo el mundillo local y hasta venían críticos y programadores internacionales para ver qué pasaba con el famoso Nuevo Cine Argentino, para verlo y pensarlo en su contexto. Un festival de cine que solamente se dedique a ser una vidriera de lo extranjero (como los hay cada vez más) y que le preste una menor importancia a lo que pasa localmente, es un festival muerto. En ese sentido, durante el festival escuché algunas críticas por la inclusión de tantas películas chilenas dentro de la competencia internacional. Y eso me parece que está muy bien. Celebro que el festival ponga en un lugar central a su propio cine, ahí a la par de otras películas que ya vienen “legitimadas” de afuera. En función de esto, pienso en el estado actual de los festivales argentinos y siento que hay una situación de orfandad. No sé cuál es hoy la casa del cine argentino en Argentina, ¿BAFICI, Mar del Plata? Sólo veo alarmas encendidas en ese horizonte.
LR: Con todo respeto, a veces parecería que fuese Europa la casa del cine argentino. No quiero impugnar a ningún cineasta con la decisión de estrenar sus películas en festivales internacionales y sobre todo con el estado de nuestros festivales actualmente y todo eso. Realmente se trata de una decisión que no quiero tomar como más grande de lo que es: no es tan importante el estreno por el estreno mismo de una película. Lo que sí me entristece a mí particularmente es que Cahiers du Cinéma saque una edición de cine argentino, que estemos en las listas de acá y de allá, que haya como una pasión afuera por el cine argentino y que acá adentro pase lo que pasa y que nadie lo mire. Y sobre todo me da miedo ser un cine de festival. Como no me siento cómoda cuando en las presentaciones dicen esa bendita frase de “esta película tuvo un muy buen recorrido por festivales”. ¿Qué significa eso? Estuvo en Cannes, estuvo en Locarno. Y quizás nadie la vio. Es una película que circula entre esas salas que son como no lugares, y donde la mayoría de las veces no producen nada, no cambian vidas de nadie. Claro que ciertas programaciones, bien hechas, pueden acercar películas que no serían vistas por ese público de otra manera. Esa quizás sea la mejor (o la única) forma de programar. Pero me da un poco de miedo que el cine que estemos haciendo desde Argentina sea un cine que no tenga una casa o que su casa sea una ambulante.
TG: Siento que el destino de esas películas responde también a su lugar de origen. Digo, hoy en día (y cada día más a causa del desfinanciamiento del INCAA) la producción de mucho cine argentino depende de coproducciones, del programa Ibermedia, los Hubert Bals Fund y los World Cinema Fund del mundo, y ahora también de las plataformas. Todos estos esquemas mixtos o 100% financiados de afuera generan, quiérase o no, una pérdida de soberanía sobre los destinos de las películas. Además, estos programas son parte del mismo mundillo de los festivales, donde todo va rotando y circulando, las películas, los cineastas, los capos de estos programas, los programadores, etc. Producir así es meterte de lleno en ese mercado del arte donde las relaciones públicas van digitando los destinos de una película. Es entrar en un juego muy tramposo dónde la diversidad estética queda en jaque y las posibilidades de correrse de ese mismo mercado del arte son rarísimas.
LR: Y al mismo tiempo, no te ofendas, pero hay algo de pelearse contra eso que me resulta aún medio trosco. Sobre todo cuando el cine sigue siendo un lugar que da dinero. No en el sentido de hacer una película y volverte millonario, sino de que existe cierto manejo de guita dentro de la cultura festivalera y que eso se chupa a las películas menores o de países más periféricos, a las películas donde los directores no tienen plata para tomar su taxi pero que de alguna manera su película está ahí.
TG: Pero en ese sentido también es medio “trosco” reclamarle los estrenos mundiales a las películas argentinas. Digo, ahí hay intereses económicos de parte de los realizadores que me cuesta moralizar. Si vos tenés tu premiere mundial en un festival de Argentina, muy difícilmente puedas acceder al circuito extranjero porque existe cierta demanda y exigencias de estados de premieres para llegar a determinados lugares. Para mí el problema es ese sistema enfermizo, adicto a la novedad por la novedad, que genera toda una especulación con los estados de las premieres e influye en el destino económico de las películas, sus posibles ventas, etc.
LR: Puede ser que quizás a una película como Todo documento de civilización (2024, Mazú), que estrena en FIDMarseille, le va mejor en términos monetarios que si estrenara en Argentina. Pero ¿en términos de espectadores? Denominación de origen, por ejemplo, si estrenara en Locarno.
TG: Con sólo estrenar en Locarno, te aseguras estrenar la película en varios festivales más. Y eso, al final del camino, significa algo de plata y es “capital cultural” (y he escuchado a cineastas vanagloriarse de haber acopiado esto). Como si la película empezara su recorrido por el centro un espiral que se va abriendo hacia festivales cada vez más medianos y más chicos. En el caso de Denominación de origen hay que ver qué destino sigue. Después de estrenar mundialmente acá y ganar un premio, seguramente va a llegar a algún festival mediano “importante”, pero sería raro que se mueva más hacia el centro, está empezando el camino desde un borde del espiral perteneciente al circuito. Hay algo muy problemático en ese sistema. Y sí, criticar eso puede ser medio “trosco”, un poco como gritarle a una nube, pero es una realidad que todo el mundo está aceptando y jugando, donde la estética muchas veces importa menos que la vida útil comercial de una película. Si estás lejos del centro del espiral no existís y comprometes el “valor” de tu película. Por eso me cuesta un poco moralizar el hecho de que un cineasta privilegie una premiere mundial en un festival internacional por sobre su proyección nacional. Es algo que me da bronca, y me gustaría que los cineastas se corran de esta lógica, pero entiendo a dónde van esas decisiones.
LR: Creo que estamos dando vueltas sobre la misma idea y que también un poco es pelearse con cómo funcionan las cosas en el mercado del arte, o en el cine. Me parece que todo gira en torno a la idea de estreno, que obviamente es una idea con la que, por lo menos desde Latinoamérica, nos perjudica, que es el derecho de exhibición, el tiempo que te piden esperar, etcétera, etcétera, etcétera. Eso quizás es lo peor. Pero me sigue haciendo ruido esta idea de que si uno no estrena la película internacionalmente, la película pierde valor de circulación. Eso para mí no es así, y aunque sea así, creo que deberíamos ser más honestos con la decisión. Y si es una cuestión de dinero, preguntarnos si realmente es así. Creo que son pocas las películas que “se salvan” por haberse estrenado en un festival internacional en vez de no haberlo hecho. Pienso en varios directores que conozco que los han invitado, sobre todo los de cortometrajes, que le dan dos noches de hotel o el aéreo, y tienen que bancarse la estadía en Europa, ¿para qué? ¿Pagar para hacer el famoso networking?
TG: Es triste pero sí, muchas veces es por eso que decís. Pienso en el caso de un operaprimista que llega con su película a un festival de los grandes. Obviamente no se va a “salvar” por estrenar en Cannes, Berlín o donde sea, pero eso ya le asegura un recorrido (en el que seguro será seleccionado automáticamente en varios lados, otro problema) y se le abre todo un espectro de posibilidades económicas como vender su película o recibir algún un “screening fee” (si es que no se lo come la distribuidora). En fin, principalmente consigue insertarse en este “mercado del arte”. Y una vez invitado a la fiesta, el operaprimista tiene un nombre, es un cineasta que estrenó en Berlín y recorrió X festivales y la mar en coche. Si se adapta a las reglas del sistema, cuando quiera hacer su segunda película probablemente consiga plata para filmar de los fondos más fácil que cualquier otro, y cuando la quiera distribuir tendrá las puertas un poco más abiertas. Y así en loop, entras y jugas. No te vas a hacer millonario, pero es innegable que esto ayuda con este “valor”. El tema es que esté naturalizado que el cine esté digitado sobre el valor.
LR: Yo pondría esa idea de “insertarse en el mercado del arte” un poco más en duda. Si realmente fuese así, la situación de muchos cineastas sería otra. También el quid de la cuestión, en mi opinión, es que entender que el cine se maneja como se maneja el resto del mundo, y como el mercado del arte en general, más que hipócrita es aburrido y hasta un poco deprimente. Justamente me parece peor para pensar que estamos haciendo algo. En algún punto, esta pelea por los festivales grandes importa, o debería importarnos cada vez menos.
TG: Es que para mí ese es el asunto. Esta frivolidad comercial, o del mercado del arte, existe y los festivales son parte de ese circuito. Pero aun así, y esto es lo que a mí más me interesa, las películas son películas. Y las películas generan cosas, las películas dicen algo del mundo, emocionan y te sacan de ese aturdimiento y ese aburrimiento que mencionas. Entonces, a pesar de todo, yo siento que uno tiene cierta fe en que eso no sea así, en que eso cambie. Aun sabiendo esto, y aunque un día la maquinaria aparezca desnuda mostrando los engranajes más rancios del mercado del arte, aún así yo seguiría yendo hacia el cine y hacia la experiencia cinematográfica que se encuentra en los festivales. Porque las películas me siguen dando eso que fue lo que primero me invitó a ir hacia ellas. Y me parece que vale la pena luchar por eso y aportar un mínimo grano de arena en pos de no pensar el cine desde su aspecto comercial, industrial, desde su “valor” y pensarlo desde otro lado más humano.
LR: Te entiendo, pero a mí esa experiencia me interesa ir a tenerla en festivales como Valdivia, pero no en Cannes. Me estoy quemando y no me van a invitar a ningún lado, pero pienso sobre todo en la sección Homenajes, en los rescates del festival. Que no son por subirse al tren de los rescates, no es cuestión del fetichismo de aquello que está oculto y lo traemos a la luz, gobernado también por la lógica de la novedad. Sino algo que genuinamente tiene algo para decir a la luz del hoy. El año pasado fue Víctor Jara Collective, Mabel Itzcovich, y este año fue Nicolás Guillén Landrián y Sara Kathryn Arledge. Como digo, esas cosas sí le dan a uno esa sensación de que uno debe viajar para ver ese acontecimiento suceder.
TG: Lo de Nicolás Guillén Landrián de este año en Valdivia fue increíble. Pero sí, es como decís. Siento que eso pasa sólo acá, Valdivia nuclea tantas retrospectivas y rescates (de verdad) simultáneamente en cada edición, quizás en muchos focos pequeños, pero todos fuertes, que capaz en un día encontrás la misma cantidad de proyecciones del pasado que del presente. Eso me parece jugado y habla de una idea de cine.
LR: Sí, exacto, es esa idea con la que por lo menos yo estoy obsesionada, con el lema del festival, “Clásicos del futuro”. Y en algún sentido, lo veo capaz de complejizar esa expresión muy yankee de “instant classic”. Si los clásicos se construyen con el paso del tiempo, con la permanencia, me parece que Valdivia apuesta por echar por tierra una cosa universal e inventar un tiempo suyo propio. Clásicos que sólo sean clásicos en la historia del festival, que no tengan que quedar en la historia del cine, sino en la historia de quienes asistieron al festival y los vieron. Algo así como la propia historia personal del cine, la historia de cada uno con el cine. Sobre todo la palabra “futuro”, que le agrega algo de proyección entusiasmante. No es aquello que no tuvo la oportunidad de ser un clásico, sino se trata de darle a cada película la posibilidad de que lo sea, aun cuando ya se haya estrenado, aun cuando ya sus responsables hayan muerto. Creo que Valdivia maneja muy bien esa tensión entre “esto podría haber sido distinto” y “quizás no, pero puede vivir igual”. Si tengo que emular la sensación, diría que Mar del Plata logró hacerlo el año pasado con Ana Mariscal, por ejemplo. Es ir para atrás y para adelante, simultáneamente.
TG: Me gusta lo que decís, excepto eso de que el festival construye clásicos para la historia personal de sus asistentes, como desconociendo la idea de hegemonía. Desde su humilde lugar, creo que Valdivia intenta verdaderamente enfrentar la idea universal de clásico. No la echa por tierra, la tiene bien cerca (e incluso la integra mostrando películas que van desde Fulci o Kluge hasta Laurel y Hardy o Méliès) para programar a la par de eso sus propios rescates. Hay un contrapunto entre la historia del cine que nos contaron y la historia que Valdivia quiere rescatar. Y en el medio, el cine contemporáneo. Si logró algo Valdivia es tener una agenda propia corrida de los esquemas puramente comerciales. Su postura estética es claramente apostar por películas del presente que puedan ser eternas. Que esa, para mí, es la definición de clásico. Cuando uno ve un festival grande hay otros intereses. Este año fui a Berlín y ahí, más allá de ocasionales equipos de programación más amigos de los márgenes, se da lo mismo que se aprecia que pasa en Cannes o Venecia: no parece importar el futuro lejano. En los jurados hay más actores y actrices del momento que cineastas o críticos de cine, y no aparece en la programación una propuesta de tensionar el presente con la historia del cine. Las retrospectivas suelen ser un vagón de cola, una auto celebración con hits que pasaron por el festival o un nicho para los más cinéfilos. Algo que siento emparentado con el furor por la novedad. La historia, y con eso las referencias para pensar el presente, queda como borroneada. Por eso después entiendo que allá cineastas como Ruben Östlund o Xavier Dolan sean vistos como estetas de primer orden, que Gaspar Noé o Julia Ducournau sean considerados “provocadores”. Estetas y provocadores de los piojos, si los pones en una mirada retrospectiva, si los tensionas con la historia. La cosa inmediata y el shock se imponen sobre todo. Muy a tono con la velocidad y el ritmo de nuestro tiempo. En Valdivia uno encuentra el reverso de esa lógica.
LR: Es que creo que esos festivales deberían dejar de interesarnos, al menos momentáneamente, hasta en términos de programación, para pensarnos. No es cosa de no registrarlos, pero sí que dejen de estar en la conversación como horizonte o como contracara para pensar los festivales que suceden acá. Me parece que es el famoso ojo estrábico, “siempre uno mira acá y otro mirando a Europa”, y que Valdivia no se piensa en relación a esos festivales, sino que busca y consigue inventar algo nuevo, y ese es el valor más grande. Para mí esos festivales que vos estás nombrando ya forman parte de una cosa intocable, demasiado establecida e irrompible y que excepto alguna que otra edición, algún que otro como eventito mínimo que suceda, no va a cambiar la manera en la que funcionan. Ese establishment va a seguir así, y creo que es más productivo pensar por qué Valdivia funciona en el contexto de Valdivia, en el contexto de cómo hacer un festival latinoamericano que sea local, regional, que al mismo tiempo tenga proyección internacional y que no programe pelotudeces.
TG: Yo estoy seguro de eso, para mí tenés que tener a tu enemigo cerca. Me resulta muy productivo “pensar en contra de”. Cannes, Venecia, Berlín, hay que estar cerca, ver cómo funcionan. A fin de cuentas, forman parte del mismo ecosistema. Sí, son un bicho nocivo, pero prefiero conocerlos antes que ignorarlos, antes que encerrarme en las intersecciones de los ríos de Valdivia pensando que estoy construyendo un foco de “resistencia”. La semilla de la “resistencia” es la misma de la torre de marfil. La programación de la “resistencia” es la programación de la torre de marfil.
LR: Para mí el problema es definirse por la negativa. Ese es y siempre fue el problema.
TG: A mí me parece productivo tener muy en claro aquello que vos no querés ser. Y que no podés ser. Mira a BAFICI, hundiéndose por verse como un festival clase A, comprometiendo sus programaciones por el capricho de tener más y más premieres mundiales.
LR: Esa es la historia del centro y de la periferia. De que haya un centro, que está en otro lado, y de que la periferia seas vos, imposible de pensarse si no es alrededor de un centro. En algún punto tiene que haber un valor en eso, trasladar el centro, quitarle su importancia a través de un gesto: generar algo diferente. Leer el propio territorio para construir desde acá, no en oposición a lo otro, no que sea el reverso de tal cosa, sino que sea único, propio, local, situado.
TG: Sí, para mí esto y lo otro que decía no son términos irreconciliables.
LR: Pero también en algún punto, o en todos, nosotros tenemos problemas mucho más graves de hacer congeniar con los que están pensando en Cannes, o en Venecia. Eso es lo que es aburrido y además, poco urgente. Como digo, a Cannes no le importa encontrar a la gente y las películas, le importa otra cosa, está bien o mal, pero es otra cosa. Estamos hablando de festivales que ni siquiera tienen público general. Las películas están lejos de las personas. Me parece como que las discusiones en torno al cine deberían, por lo menos para nosotros, no para Cannes, ir hacia otro lado. Que Cannes haga lo que quiera, que Berlín haga lo que quiera. Pero como latinoamericanos tenemos que pensar en la manera en la que nuestras películas se están mostrando allá y la manera en la que queremos que se muestren en los lugares donde estamos, donde vivimos y donde queremos que consigan sus espectadores. Ahora, si uno quiere que los espectadores de sus películas sean europeos, eso es otro cantar. O sea, me parece que eso tampoco es malo o bueno, es otra cosa. Tampoco es que nosotros no merezcamos, como decís, ese tal “mercado del arte”, o no tengamos que pertenecer a él. De todos modos, sigo pensando que es un segundo nivel de discusión. No me parece que sea la discusión más interesante que deberíamos estar teniendo sobre cómo hacemos para que la gente vea las películas que hacemos. Sobre todo, en estos tiempos donde estamos comprobando que la falta de un festival como Mar del Plata es una falta real, que afecta al cine nacional y al de la región más que a cualquier otra cosa. No es solamente intentar llegar a los festivales europeos, y listo.
TG: Perdón que lo diga así, pero siento que es un poco ingenuo pensar en el cine latinoamericano sin tener en cuenta ese afuera. Principalmente porque no sé si esas películas “nuestras” son completamente “nuestras”. Y parto del hecho de que la mayoría de estas películas latinoamericanas que se ven afuera, son bancadas y/o apadrinadas desde ese mismo afuera, con fondos internacionales, becas, residencias o programas de coproducción. Esto trae primero un condicionamiento en cuanto a la distribución y por ende al horizonte de llegada a la gente. Si Ibermedia puso plata, se estrena primero en España. Si el World Cinema Fund puso plata, tiene chances en Berlín. Si Aide aux cinémas du monde puso plata, Francia. A veces esto no es lineal, pero sí existe el requerimiento de que estas películas “nuestras” deban insertarse primero sí o sí “allá”. “Nuestro” cine nace como parte de un ecosistema internacional, donde la llegada a lo “local” queda postergada a un eslabón casi último en la cadena de distribución. Hay excepciones, pero en este sistema que aleja a las películas de su lugar de origen, se me hace inverosímil que no se pierda algo de la sensibilidad local. Es inevitable que esto no vaya socavando la relación de lo nacional, o mejor dicho de lo popular con “nuestro” cine. Y creo que por eso me gustó tanto Denominación de origen, porque es una película que da vuelta el telescopio y que mina cualquier concepto internacionalista haciendo cine desde una municipalidad con y para la sensibilidad esa municipalidad.
LR: Sí, es una película municipal. Completamente municipal.
TG: Y que termina hablando de algo nacional, de una frustración nacional que existió: elípticamente es una película que trabaja sobre el rechazo de la reforma constitucional de hace unos años. No digo que lo haga metafóricamente, no me importa perseguir significados ocultos en las películas, sino que siento en la película mucho de la enorme frustración que sobrevolaba todas las conversaciones que tuve la primera vez que vine a Valdivia, meses después de ese plebiscito. Pero no quiero hablar de la política de un país que visito una vez al año, lo que me interesa es comprobar que una película puede trabajar desde esa escala local, para esa escala local, y poder proponer desde ahí, con los conflictos planteados, mil puntos de fuga que la hacen trascender emocional y políticamente a un plano universal.
LR: Ya sabés que estoy completamente de acuerdo con vos, de que para mí a una parte del cine argentino no le interesa al público local. Tampoco creo que todas las películas tengan que ser Denominación de origen, claramente. Obviamente tiene que haber películas que no tengan una pretensión popular o que no tengan una pretensión de gustar, que no pasen por géneros masivos ni nada de eso. Pero sí creo que el gran problema que está teniendo el cine argentino es que no encuentra ningún tipo de público local. Ningún tipo de público ni masivo, ni local. Por más que haya más de tres personas que vean las películas. Igual no estoy tan segura de lo que estoy diciendo. Porque las películas se ven. El problema es cómo se ven. O la falta que sentimos, eso de que hay ciertas películas que pareciera que no quieren ser vistas.
TG: Para mí ahí se juegan varias cosas. Por un lado, la educación cultural en general y la educación cinematográfica en particular son prácticamente inexistentes. Ni los funcionarios encargados de cultura, ni el INCAA (de todas las últimas gestiones) lograron acercar las películas a la gente o generar políticas para enseñar cómo ver cine. Hay casos exitosos de formación de público en Córdoba y en Buenos Aires que responden a la prepotencia de laburo de algunas personas, pero que no dejan de ser focos reducidos. Pero después el otro tema complejo que no para de fallar y que se junta con este es la distribución y la exhibición. No voy a poner el grito en el cielo por la cuota de pantalla, los espacios INCAA y todas esas políticas, porque hay gente mucho más calificada que yo para describir sus fallas. Pero lo que veo es que cada vez están más separadas las esferas del gran público y de los cineastas. Hay toda una generación de cineastas cuyas películas transitaron solamente circuitos de festivales o alternativos muy chicos, que tuvieron poco contacto con un público ajeno a esos círculos. Sus películas se vieron en festivales (con mucho “éxito” quizás), en una decena de proyecciones en una sala alternativa y ya está. Y siento que hoy sería difícil el encuentro entre esas esferas. Era otro mundo, lo sé: pero mi abuela Sarita iba al cine de su barrio y veía a La dolce vita en continuado con una Ayala o una de vaqueros. Sólo por ir mucho al cine ella estaba educada para poder ver y apreciar desde cine moderno hasta las cosas más clásicas. Eso es educación cinematográfica: entender que todo el cine, en todas sus formas, le puede hablar a uno. Es sencillo y a la vez dificilísimo lo que hay que enseñar, o más bien recuperar. Y por otro lado también le temo a las consecuencias de que hoy en día es inimaginable para un cineasta proyectar que su película sea vista por alguien así, en un contexto siquiera parecido a ese. Se produce lejos de la propia tierra y sólo con el horizonte de que las películas van a ser vistas por ciertos círculos (primero extranjeros, luego “locales”).
LR: Aunque piense que tenés razón, lo que traes es más un problema global, no una cuestión argentina, ni siquiera una cuestión latinoamericana. Sí me parece que ciertos países están teniendo mayores recursos para no alejar a la gente de la cultura, para no perder la famosa batalla cognitiva, la soberanía cognitiva sobre tu tiempo, sobre tu pensamiento. Y tradicionalmente, países que están teniendo problemas socioeconómicos no están pudiendo (o se lo están evitando) tomar medidas para acercar a la gente al pensamiento. El argentino siempre se la ha tenido que rebuscar en ese sentido. Pero también hay algo que a mí me pasa cuando vengo a Valdivia, que sí me parece que tiene que ver con los cineastas y que sí tiene que ver con nuestro cine. Que es ver una película como Pepe, una película inmensa, que ganó en Berlín, etc. Es una película que todo. Pero que todo eso no le impide tener una sensibilidad y una mirada nueva, que responde a una manera de pensar. No local y cerrada sobre sí misma, no exportable, pero sí de una persona que se formó con determinada educación (y no me refiero a algo académico), en determinado lugar, con determinada gente. Que viene a aportar una mirada nueva, pero no una globalizada y universal, sino todo lo contrario: una mirada donde uno puede rastrear un territorio, donde no da todo lo mismo, donde no hay ¿edulcoramiento? posible. Pasa con Denominación de origen, pasa con ¡Ya México no existirá más!, pasa con Pepe. Y en algún punto, si esa mirada se puede rastrear, a mí no me interesa que la película esté financiada por Warner, la CIA, o el club de barrio. De hecho, me parece mejor que sea hecha con plata afuera y que venga a traer una especie de tanque de batalla, un caballo de Troya, que contenga una mirada extranjera, de lo otro, a esos festivales, a esos públicos, que esté hecha con esa plata. Quizás a los mexicanos ¡Ya México no existirá más! les parecerá muy cliché, como sé que a algunos les pareció: unas ciertas herramientas del cine experimental para pensar y romper la mexicanidad. Pero es inevitable ver que en cierto punto el montaje tiene una sensibilidad marcada, y no por ser experimental, sino por ser algo propio. Esas películas me hacen preguntarme sobre si las películas argentinas que yo estuve viendo traen una sensibilidad argentina, si acaso hay una. No me estoy preguntando nada nuevo, no quiero ignorar que, como todo, ya estaba en Borges, por lo menos en El escritor argentino y la tradición (que volvió en forma de fichas cinematográficas de la mano de Llinás y Prividera y que tuvo su segunda vuelta en Festifreak), pero no puedo evitar preguntarme si ya pasó demasiado tiempo sin poder rastrear una forma nuestra.
TG: Quizás estoy un poco cínico hoy, pero dudo que una película financiada por la Warner o la CIA tenga mucho margen en la batalla cognitiva o pueda ser un caballo de Troya en ese sentido que decís; dudo que una película que se mueve como pez en el agua allá le pueda escupir el ojo a esa hegemonía que es a la que responden sus propios productores europeos. A veces siento que faltan películas que generen un verdadero escándalo, que no sean entendidas por ese centro, que directamente fundan a esos inversionistas. Una película como la que mencionas, Pepe(que parece financiada por la ONU por todas las placas que tiene en los títulos), fue cálidamente recibida allá y debe estar cumpliendo muy bien con todo el recorrido que está haciendo. Según entiendo, Pepe aún no se proyectó en su país y que está dibujando exactamente ese recorrido de exhibición de “afuera” hacia lo “local”. Y me intriga verdaderamente ver qué les pasa a los dominicanos con esa película. Creo que esa es (o debería ser antes de toda canonización definitiva) una prueba de fuego. Porque descreo de eso que se dice acerca de que uno es el peor juez de sí mismo, que la gente de un país es el peor crítico de ese mismo país. Y por eso mismo me interesa (y me enciende una alarma) que una película como ¡Ya México no existirá más! haya sido recibida tibiamente en su país y que acá en Valdivia todos nos hayamos quedado con la boca abierta. Yo incluido, claro.
LR: Para mí en absoluto escupirles el ojo tiene que ver con que se fundan sus productores europeos, porque esa empresa es tediosa, sañosa e imposible. Entonces qué, ¿la única respuesta es hacer películas que hagan malos números? Si nos es imposible generar por nosotros los medios para realizar sus propias películas, claro que hay que aprovechar su dinero. Quizás no para hacer la revolución, pero para cambiar la mirada de uno, dos o tres. La única vara del éxito o no de la película no puede ser que una película haga o no haga plata y en este caso que perjudique a quien se la dió. Creo que si justamente el truco está en tomar esa plata y salir corriendo, pasar la película en todos lados, y ser lo suficientemente vivo como para esconder la mirada situada en todos lados.
TG: No digo eso. Pero me gustaría ver alguna vez una película latinoamericana de intención política y crítica del colonialismo que termine por molestar en serio a esos tipos, donde de verdad les duele. De todas maneras, a pesar de cierta sensibilidad local que puede emanar de una película, me interesa la idea de que no les podemos tomar la temperatura con certeza hasta no saber cómo impactan justamente sobre lo local. Sin ir muy lejos, La ciénaga de Lucrecia Martel cuando se proyectaba en Buenos Aires o en el exterior era un drama espeso, y cuando se proyectaba en Salta era casi una comedia de enredos. Algo así nos pasó viendo Denominación de origen, donde presenciamos la traducción exitosa de una manera local de sentir al cine. Y yendo a la película argentina que se proyectó en competencia, a mí me cuesta ver esto que hablamos, me cuesta encontrar en Todo documento de civilización una alteridad o la traducción de la espesura de ese espacio al idioma del cine. Ni en el montaje casi matemático, ni en la forma en la que se muestra la General Paz con esa cámara empañada a propósito, ni en la reconstrucción del espacio con Google Street View, ni en la manera en la que se aborda elípticamente el caso de Luciano Arruga; no veo el tiempo de ese lugar, el humor de ese lugar, ni las posibilidades expresivas propias de ese lugar o de esa lucha que se aborda. Ante todo, lo que veo es un programa, una racionalidad estética digitada para exhibir, de manera elegante, un conflicto documental. Y esto es exactamente lo contrario a lo que me pasa con ¡Ya México no existirá más! donde veo que la forma se enreda en los ritmos, las músicas, la ebullición y las tensiones irresueltas de ese espacio. No todas las películas tienen que tener esta vida arrolladora, pero se me abre un abismo cuando veo que predomina un concepto teórico antes que la intuición puesta al servicio de abordar la realidad.
LR: Hay algo que una vez le escuché decir a Pedro Costa que era algo así como: “a veces uno prende la cámara, y piensa que está obteniendo tiempo. Pero lo que obtiene es espacio”. Yo todavía no sé qué significa. Lo vengo pensando desde que él lo dijo. Y no creo que tenga una manera de explicarse con palabras, sino que es una cuestión… sensorial. Sensitiva. Uno ve una película y sabe que esa película está generando espacio. Y no tiempo. Creo que es eso lo que uno siente cuando ve ¡Ya México no existirá más!, o Cecilia Bartolomé, volviendo a los clásicos de Valdivia, o Kathleen Collins. Esas películas crean tiempo, y no porque cambie la historia del cine, sino porque el tiempo particular de esa película solo existe en esa película. Quizás la vamos a olvidar, va a estar todo bien, y nuestras vidas van a seguir. Pero en ese mínimo momento, se logró algo, algo que sólo hace el cine: manipular el tiempo. TG: A mí me interesa cuando esa manipulación del tiempo responde a algo que late en lo profundo de una idiosincrasia. Algo que no entendieron ciertos críticos europeos cuando inventaron la categoría de “slow cinema” para meter en una misma bolsa a todos los cineastas que trabajan con tiempos dilatados que no coinciden con los culturalmente hegemónicos ¿Kiarostami? ¿Sokurov? ¿Diaz? Todo adentro, todo más o menos lo mismo. Una burrada total. Esto que digo es como lo que pasa en las películas de Mikio Naruse que vimos hace unos meses en la Lugones, en donde los tiempos están completamente elipsados y no responden a los vaivenes de la tragedia, porque la tragedia no es el centro del drama. Se muere un personaje de tuberculosis, corte, se sigue adelante. Es un tiempo muy estoico, donde pareciera que, justamente, no hay tiempo que perder. Ahí relampaguea un sentimiento muy profundo que no puedo dejar de relacionar con una cultura que acaba de perder una guerra mundial después de que les tiren dos bombas nucleares. Corte, hay que seguir adelante. En esas cosas es donde yo veo cómo el cine habla de una idiosincrasia. No a través de exponer cuestiones locales, pequeñas, grandes o terribles historias. Mostrar lo local no es hacer una película local. En una película como Denominación de origen veo que se habla con el humor de los chilenos, con los tiempos de las bromas, de las “tallas”, como les dicen. La película habla ese ritmo. Siempre puede haber excepciones en donde los lenguajes locales se impongan a los condicionamientos del circuito de financiamiento y legitimación extranjero. Pero esto del tiempo que hablamos me parece uno de los grandes desafíos del cine contemporáneo latinoamericano o periférico en general. No hay que perder nuestro tiempo, y No hay que perder nuestro tiempo, y nosotros como críticos tenemos que saber encontrar dónde se manifiesta.
Lucía Requejo – Tomás Guarnaccia / Copyleft 2024
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