DESPACHOS DESDE VALDIVIA 4: FIN DE FIESTA Y ALZAMORA
El festival se termina y empiezan los abrazos de despedida, la nostalgia y todo eso. FICValdivia se pasa muy rápido. Y es que suceden muchas cosas en pocos días en un festival de exactamente tamaño medio. Es suficientemente grande como para tener muchas películas “grandes” que tuvieron paso por otros festivales, proponer competencias ricas en variedad y tener una sección dedicada la industria y el fomento del cine local. Pero también es lo suficientemente chico como para tener una escala humana. FICValdivia privilegia a lo largo de sus siete días a la gente. La programación está pensada para que haya un descanso sin películas al mediodía, hay abonos para que los cinéfilos puedan ver muchas películas a precio reducido, por la mañana los niños de las escuelas de la región asisten gratis a funciones especiales y hay muchísimas proyecciones con entrada liberada. Y, además, pueblo chico infierno grande: la dimensión social del festival no escapa de dos cafés, tres o cuatro bares, un karaoke y dos boliches. Es difícil venir una, dos, tres veces a FICValdivia y no llevarse amigos.
El festival se termina y eso también implica premios, distinciones, menciones especiales y una fiesta de cierre para que los no premiados puedan mirar con rabia desde un rincón a los jurados. De todas maneras, fantasías aparte, el festival otorgó sus premios y cabe destacar al jurado de la Selección Oficial Largometraje (María Paula Lorgia, Héctor Oyarzún y Lucía Salas) que le dieron, además una mención especial a la argentina Todo documento de civilización de Tatiana Mazú y otra a Salomé del brasileño de André Antônio, sus dos premios principales a dos grandes películas: el Pudú de Oro se lo llevó ¡Aoquic iez in Mexico! de Annalisa Quagliata, un extraordinario retrato experimental de las tensiones que implican el concepto de la “mexicanidad”; mientras que el Premio Especial del Jurado fue para la película chilena Denominación de origen de Tomás Alzamora. Un film que no debería pasar sin ser mencionado en estas páginas.
Fenómeno municipal: Denominación de origen de Tomás Alzamora
Si se quiere tener una experiencia de proyección más cercana a la del público general (algo muy difícil en los festivales de cine), es preferible intentar asistir a la segunda o tercera proyección de las películas locales. Es sabido que, en la primera pasada, siempre llena de personas del equipo y el elenco de la película, el entusiasmo y la lealtad de los amigos y familiares de los realizadores puede mezclar los tantos. Me salteé esa primera función, pero pasan los días y me sigue resonando la proyección de Denominación de origen de Tomás Alzamora, película chilena en la competencia internacional de FICValdivia: hubo aplausos y risotadas, pero, por sobre todo, sobrevolaba la excitación de estar viendo algo inédito.
“¡Vecino, vecina, la longaniza es sancarlina!”, grita en una plaza, entre pancartas, música y bailarines folclóricos, la protagonista de Denominación de origen. Ella es una referente social de San Carlos, una pequeña ciudad tan orgullosa como rencorosa. Su causa es la de todo un colectivo agrupado en el Movimiento Social por la Longaniza de San Carlos (de ahora en más MSPLSC). Años de vivir a la sombra de Chillán, la “hermana mayor” de San Carlos en la Región de Ñúble, llegan a un límite cuando estos vecinos/enemigos les arrebatan injustamente (por escritorio) el premio regional a la “Mejor Longaniza”. Pero el MSPLSC no busca revertir este fallo, eso es cosa chica. El organismo, encabezado por la protagonista, un abogado medio chanta, un DJ de fiestas y un longanicero de la vieja guardia, quiere una justicia mayor: que el Estado reconozca la denominación de origen del famoso embutido de la ciudad. ¿Champagne? ¿Roquefort? En este retrato sobre el absurdo de la burocracia, el orgullo de los pueblos y la potencia de una comunidad organizada, la longaniza sancarlina busca unirse a ese grupo selecto.
San Carlos y Chillán son Santa Fe y Rosario, Santiago del Estero y San Miguel de Tucumán, Shelbyville y Springfield, son todas esas ciudades unidas por rencillas locales, sus complejos de inferioridad y su folclore tensamente compartido. En la presentación de Temporada, una de las películas que componen la retrospectiva de este año dedicada a André Novais Oliveira, el programador Victor Guimarães comentó que una vez un crítico argentino quiso hablar mal del film calificándolo de “municipal”. Por eso él, por su parte, hizo una alabanza de la película usando el mismo adjetivo. Una operación similar podría realizarse con Denominación de origen: ambas películas hablan a través del punto de vista del vecino; toman el lenguaje de sus personajes y la escala de sus planos de la misma geografía de la ciudad. De esta manera, contrario a cierto sentido común globalista, ambas llegan a la universalidad de los conflictos de sus personajes justamente gracias a observarlos desde esa escala, sin borrar los trazos íntimamente locales que los hacen lo que son. Las ciudades se conocen caminando, reza el sentido común popular. Temporada y Denominación de origen, cada una a su manera, toman eso como ley.
Ese lado moral de la estética de Denominación de origen se imbrica con una característica de su estilo: Tomás Alzamora es un cineasta de puertas afuera. Si fuera científico probablemente realizaría sus experimentos en el patio, dejando que el azar de la meteorología afecte libremente las variables de sus ensayos. Su estilo consiste en hacer convivir el entramado de su ficción con una dimensión documental. Denominación de origen se lanza sobre la realidad, como si esta fuese un bastidor de tela donde se bordan los contornos de una ficción, siempre siguiendo las rugosidades de la superficie real donde esta se teje.
En Denominación de origen conviven en perfecta armonía el elenco profesional con actores no profesionales que recrean sus oficios (longaniceros, científicos, agrónomos, funcionarios). Las acciones de los personajes aparecen constantemente integradas en el paisaje local, en las plazas, las ferias y los eventos locales. Tal es el vínculo con lo verdadero que en la sesión de preguntas y respuestas luego de la proyección, Alzamora comentó que un evento real sacudió a la producción cuando el proyecto de la película estaba en marcha: frente a la impotencia sancarlina, Chillán consiguió la denominación de origen de su versión del embutido. Un hecho que, sobre la marcha, fue integrado a la propia película reestructurando su forma. En vistas del resultado, esta anécdota le da sentido al enorme aire que tiene la película, al impacto casi documental que generan todas las acciones. Es como si Alzamora se hiciera cargo del famoso axioma de Rossellini: “Las cosas están ahí, ¿por qué manipularlas?”. Antes que falsear una realidad, siguiendo la tradición de Ruiz y Agüero, el realizador se basa en ella para revelar gracias a la ficción la belleza de las cosas mismas. El sentido del humor chileno, siempre autoparódico, irónico y amigo del patetismo, encuentra un retrato hermoso en Denominación de origen.
El currículo de Tomás Alzamora incluye un pasado como DJ y rapero, además de un presente como director y productor de videoclips. Todo un bagaje estético que despliega de manera muy inteligente en Denominación de origen. Gracias a una excelente venta de choripanes en una feria, cuando finalmente aparece la plata para financiar las acciones del MSPLSC, se activa en la película una secuencia videoclipera con imágenes cancheras de los personajes, con dinero y despilfarro como leitmotivs acompasados por un reggaeton bien sucio. Pero más adelante, es la misma plata la que aparece como límite de las ambiciones colectivas y como reveladora de problemas de fondo ignorados. No hay final feliz para el MSPLSC: el dinero, cuando se le pide un esfuerzo a la comunidad para dar una última pelea en pos de la justicia de su longaniza, se convierte en la frontera que divide el individualismo egoísta y el proyecto de una comunidad. Todo el fervor de un primer momento choca contra una pared cuando el “no”, insospechadamente, se impone. La algarabía de esa secuencia tipo videoclip es el opuesto complementario de la sequedad de la escena en la que sucede el acabose. Esas imágenes del despilfarro se revelan como un simulacro y la estética videoclipera como farsa.
Pocas películas hoy en día trabajan con lo real como Denominación de origen. En escala microscópica, la frustración con la que trabaja se parece a aquella que se vivió en el país, según cuentan los chilenos, mientras se realizaba la película, cuando se impuso por plebiscito el rechazo a la reforma constitucional que iba a cambiar las bases legales heredadas de épocas dictatoriales. En todos lados, son tiempos difíciles para construir comunidad. Pero, entonces, ¿el colectivo falló en comunicar lo que hacían? ¿Acaso estaban demasiado ensimismados sobre sí mismos que olvidaron a quién representaban? ¿O es que el individuo es un ser avaro y mezquino por naturaleza? Con agudeza, Denominación de origensugiere esas preguntas. Con quizás un poco de candor, asoma respuestas luminosas. Pero, a fin de cuentas, siempre lo importante es seguir trabajando.
Tomás Guarnaccia / Copyleft 2024
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