DESPACHOS DESDE VALDIVIA: RIVERS Y QUAGLIATA BLANCO
Este es mi tercer año consecutivo en Valdivia y es, por lejos, el festival en el que vi más cantidad de argentinos. Y no me refiero únicamente a un mayor número de acreditados de prensa internacional (donde los argentinos superan en cantidad a los críticos y periodistas de otras latitudes) o de los equipos que acompañan a sus películas, sino que hay un buen puñado de público cinéfilo argentino deambulando por el festival. Incluso teniendo en cuenta la recesión que sufre el país, este dato no sorprende. Ya está claro que el cinéfilo es alguien obstinado, alguien que espera durante meses que llegue la fecha de inicio de su festival predilecto para emprender una nueva peregrinación. Un rito que hoy se les complica y mucho a los argentinos. El evento del año, el festival que venía siendo la estrella del calendario del cine argentino, es decir, el Festival de Mar del Plata, atraviesa sus momentos más oscuros y turbios desde su renacimiento allá por los 90.
Por sus programaciones afines, la cercanía en el calendario y la solidaridad entre sus equipos de trabajo, Valdivia y Mar del Plata siempre fueron festivales hermanos. Y tanto es así que durante ceremonia de apertura del lunes Raúl Camargo, Director Artístico del “FIC”, se pronunció en apoyo a Mar del Plata y denunció el vaciamiento que está realizando el INCAA de la gestión mileista: “no se puede permitir que las instancias culturales de encuentro e integración a través de la pantalla grande se vean despotenciadas, aniquiladas, silenciadas por hechos políticos que nada tienen que ver con el sustento popular y cultural que tienen los certámenes en Latinoamérica partiendo por Mar del Plata, el único festival Clase A de la región”.
Todas las noticias que llegan (o más bien se filtran) acerca de Mar del Plata son pálidas: programadores despedidos, equipos de trabajo reducidos, maltratos a algunas películas invitadas para una sección y luego relegadas sin explicación a otra de menor visibilidad, acuerdos con plataformas para darle un lugar central a un cine comercial que no necesita tal visibilidad, y muchas cosas más que siguen esta línea de debacle indudablemente programada. Por este panorama, pero principalmente por el oscurantismo que se viene manejando desde el INCAA, no sorprende que algunos cinéfilos argentinos gasten la bala de plata que tienen para viajar una vez al año a un festival y decidan venir a Valdivia. O al menos ese es el caso de unos estudiantes de Neuquén que me crucé en la fila de una proyección, quienes este año eligieron invertir el dinero que tenían reservado para viajar a Mar del Plata para venir a Valdivia. Por un lado, tienen mucha suerte: FICValdivia les va a ofrecer la programación arriesgada y diversa que Mar del Plata históricamente les supo dar. Pero, por otro lado, entristece empezar a comprobar que Argentina, y toda Latinoamérica, está viendo cómo se desdibuja uno de sus más hermosos lugares de pertenencia, de encuentro y de acercamiento a la amplitud del cine. La impotencia no debería ganar. Hay una lucha para dar. Viva Mar del Plata. Viva Valdivia.
Un acercamiento al montaje: Bogancloch de Ben Rivers
“No compro con ninguno de los Bens”, dice una crítica argentina durante una cena de mesas largas y mucha gente. Se refiere a Ben Russell y Ben Rivers, dos cineastas que en las últimas décadas se impusieron como exponentes del cine observacional y ensayístico (por resumir muy burdamente lo que hacen). No es raro charlar con alguien acerca de las películas de alguno de ellos y darse cuenta, quizás ya demasiado adentro de la conversación, que se estuvo hablando todo el rato de la filmografía del otro Ben. Este año los dos tocayos estrenaron largometrajes, ambos observacionales y filmados íntegramente en 16mm: Russell se despachó con DIRECT ACTION (codirigida con Guillaume Cailleau), probablemente una de las películas más frívolas, grandilocuentes y pintoresquistas del año, mientras que Ben Rivers estrenó en Locarno Bogancloch, un retrato modesto de un hombre modesto.
Más de diez años después de Two Years at Sea (su película más conocida) y de los cortometrajes This is My Land y More Than Just A Dram, Ben Rivers vuelve a retratar al mismo personaje: Jake Williams, un ermitaño escocés que vive completamente aislado de la “sociedad” en las famosas highlands de su país. El método de registro y montaje del británico se acerca mucho al de su largometraje anterior: planos largos con poco movimiento, sonido directo y la ausencia total de un hilo dramático conductor. Pero, ahora, con una mayor cercanía a su personaje como diferencia sustancial. En diálogo en Locarno con la crítica Cici Peng, Rivers remarcó algo de este aspecto que se palpa en la película: “En Two Years at Sea, me sentía como intentando desaparecer […] Pero acá, quizás porque pasamos mucho tiempo juntos, me permití entrar yo mí mismo en la película”. Bogancloch es una película que está ahí junto con su personaje, que se siente ahí y que invita a respirar al mismo ritmo que su personaje.
Hay una precisión para nada mecánica en la manera en que Rivers acompaña a Williams en su día a día. El británico lo filma desde que despierta en su casita rodante, arreglando una ventana, dando una clase de astronomía a unos niños, cocinando y hasta cuando se baña al aire libre en una bañera improvisada. Bogancloch es una película cuya escala pictórica y temporal está acompasada a la idea de una percepción humana alejada de los ritmos de la vida en las ciudades: si hay un plano del paisaje, la lente utilizada por Rivers será siempre aquella que no deforme la imagen; y sin importar cuanto tiempo tarde Williams en realizar una acción, el ritmo de las escenas va a acompañar con la menor cantidad de elipsis posibles sus movimientos. No hay suspenso, no hay sorpresa, Bogancloch vibra en una frecuencia baja donde relampaguea la posibilidad de un ritmo de vida diferente, donde se insinúa, a veces de manera elegante, y a veces con una rimbombancia poco discreta (como en sus últimos planos), la absurda pequeñez del ser en este mundo inmenso.
Otro acercamiento al montaje: ¡Aoquic iez in mexico! De Annalisa D. Quagliata Blanco
Ver dos películas tan distintas en continuado ayuda a notar cosas. En la misma pantalla en la que se vio Bogancloch, el último documental de Ben Rivers, en Valdivia se pudo ver una película que plantea una concepción rítmica radical. Así como Rivers lleva a su film hacia el terreno de la relajación y del sueño, gracias a su montaje de ritmo pausado y espaciado, con tiempos lánguidos que le permiten al espectador recorrer con la mirada cada rincón de los planos, como adentrándose a las imágenes para prácticamente convivir con su protagonista. La ópera prima de la mexicana Annalisa D. Quagliata Blanco opera desde el montaje para que sea imposible cerrar los ojos. Acá los planos cortan antes de que uno pueda parpadear. La película pide moverse. Las imágenes saltan de la pantalla. El lugar común sería etiquetar a esto como cine experimental. Y lo es. Pero antes que todo ¡Aoquic iez in mexico! se presenta espiritualmente como una sinfonía urbana punk.
En cualquier otro festival de este tamaño o más grande, lo lógico sería que una película como esta fuese programada en las secciones dedicadas a los cines más experimentales y vanguardistas. Pero acá no. Valdivia le abre las puertas de su sección competitiva internacional a una película que empieza abriendo la puerta de una patada con su lenguaje. ¡Aoquic iez in mexico!, que se traduce como “ya México no existirá más”, es un largometraje dividido en cinco capítulos (o cinco secuencias y ya) que giran en torno a las iconografías y territorios que hacen a la “mexicanidad”. Aparecen repartidas en las secuencias los mapas de la ciudad, los cuerpos de esa ciudad, los sueños febriles y oscuros de una joven, la libido sinuosa y explosiva que despierta el mestizaje y el sincretismo. En pantalla, México DF se puede mezclar con su gente, su gente con sus tatuajes, sus tatuajes con ilustraciones precolombinas, esas ilustraciones con imágenes de monumentos antiguos; y así sucesivamente, cada secuencia con un hilo propio que se abre en mil imágenes y sonidos. Tan fuertes y filosas como la música distorsionada de Los Cogelones que revienta los parlantes de tanto en tanto.
En los ritmos de montaje donde las imágenes repiquetean como chispas sobre una música que las estructura rítmicamente, aparece algo del espíritu de Santiago Álvarez. En la fijación sobre la posibilidad performática del movimiento de los cuerpos en plano, vibra el espíritu de Maya Deren. Entremedio aparece algo novedoso: la posibilidad de coreografiar una molestia. De la primera secuencia a la última, al final del viaje que propone la película, aparece la sensación de haber dado una vuelta, de haber cruzado un arco. Así como al principio se enlazan distintos mapas históricos del trazado urbano del DF, a lo último esa misma ciudad es vista desde el punto de vista de un ciudadano de a pie, poniendo foco en las obras en construcción, en los ríos entubados con hormigón, en las autopistas y los bancos que rodean a antiguas pirámides atrapadas por toda una ciudad indiferente. ¡Aoquic iez in mexico! pinta a una cultura, una identidad, a un pueblo como una olla a presión avivada por siglos de tensiones irresueltas. Es difícil quedar físicamente indiferente después de esta experiencia visceral y profundamente política. Los cuerpos no mienten.
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No está mal agregar que sería completamente inviable que las dos películas mencionadas pudieran ser producidas por sistemas de fomento que se vuelquen únicamente a apoyar estéticas que están pensadas y calculadas para el éxito comercial. Es decir, sería imposible que estéticas así sean apoyadas por la “doctrina” actual del INCAA. Y sin embargo acá están, en un festival de cine internacional, nutriendo el prestigio de las cinematografías de sus países, abriendo imágenes de su cultura al mundo e incluso, muy probablemente, generando divisas. Pero la plata nunca es el verdadero problema cuando se discuten estas cosas, sino las otras dos cosas anteriores. La cuestión de los pueblos es siempre su soberanía.
Tomás Guarnaccia / Copyleft 2024
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