DETROIT: ZONA DE CONFLICTO / DETROIT

DETROIT: ZONA DE CONFLICTO / DETROIT

por - Críticas
31 Ene, 2018 09:28 | comentarios
A Bigelow situar su relato en el interior de Estados Unidos le resulta conveniente; el punto de vista es así menos ambiguo respecto de sus películas precedentes y su reconocida virtud de transmitir físicamente una experiencia límite se atiene a representar lo inaceptable.

**** Obra maestra  ***Hay que verla  **Válida de ver  * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor

LO INACEPTABLE

Detroit: zona de conflicto / Detroit, EE.UU., 2017

Dirigida por Kathryn Bigelow. Escrita por Mark Boal.

** Válida de ver

El regreso de Bigelow es también el regreso a contar una historia estadounidense en el propio país como escenario exclusivo, circunstancia que resuelve algunos -no todos- los dilemas políticos de sus películas más polémicas. 

La distancia en el tiempo (y también en el espacio) prodiga un mayor desprendimiento y una mayor libertad respecto del punto de vista con el que se piensa y mide cualquier experiencia, más todavía cuando se trata de un evento complejo. La representación de una situación problemática de la que se ha sido testigo o se ha participado, después de unos años, dispensa al juicio mayor versatilidad para revisar otras posiciones y lecturas posibles. El tiempo es generoso, aun con el dogmático.

Que Kathryn Bigelow haya decidido recrear una historia de abuso institucional sobre la comunidad afroamericana que tuvo lugar durante el verano de 1967 en Detroit desborda el legítimo interés por un inaceptable hecho histórico. Su inspiración proviene del presente, como lo ha expresado en varias oportunidades; un nuevo ejercicio despótico en manos de las fuerzas del orden sobre la población negra, en esta ocasión en Ferguson, unos tres años atrás, fue lo que la incitó a concebir este film. No será la primera vez que un cineasta elija el pasado para interrogar el presente; es una táctica efectiva, y asimismo un salvoconducto para neutralizar el desorden afectivo que empaña la reflexión sobre temas demasiados recientes, siempre urticantes o ideológicamente irritables. Eso no anula reconocer que, en Estados Unidos, como en muchos otros lados, el racismo es una ideología extendida, casi una tradición, que ni siquiera es vista como tal. Modula la percepción, domina los sentimientos. Es que una larga transmisión de preferencias y desprecios sostiene ese delirio de entrever en el color de la piel virtudes y deficiencias, las suficientes para incluso vindicar prácticas ominosas, como la esclavitud.

Tras un rudimentario prólogo animado (demasiado escolar) a cargo del pintor Jacob Lawrence, en el que se explican los movimientos migratorios dentro de los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, acaso demasiado pueril para sugerir una genealogía del conflicto racial que encuadra los hechos acontecidos en julio de 1967, Detroit apenas relacionará la represión y los homicidios en manos del Estado con un orden económico existente. Los hermosos dibujos de Lawrence ilustran una información insuficiente: la mera enunciación con fines didácticos de que la población afroamericana dejó el sur por el norte o, más bien, abandonó la desfalleciente agricultura por las nuevas promesas de trabajos más calificados en las industrias incipientes, después de 1945, quedará en mero esbozo.

Ese inicio, correcto pero reduccionista, se desdibuja paulatinamente, pues el tema de la intolerancia racial acabará dominando el análisis y la reposición dramática de los eventos. El racismo es sin duda un problema político, pero colocarlo en el centro exclusivo del debate es también una forma de olvidar las condiciones políticas que lo promueven. Al comienzo, un joven huye con algunos productos que se ha llevado de un comercio saqueado. Dos policías lo siguen y le disparan. En la corrida se le caen algunos productos. Son insumos de primera necesidad. El hambre y la precariedad existen, están antes que el desposeído se identifique con el color de la piel. Ese contrapunto político se perderá una vez que el film concluya con el procedimiento narrativo con el que se van introduciendo a todos los involucrados en los asesinatos en el motel Algiers.

El film está dividido en 5 actos: primero, la animación y el contexto de violencia social; después, la presentación de los personajes; a continuación, las infinitas horas en la noche del 25 de julio hasta la madrugada del 26; luego, la investigación y el infame juicio a los policías; y, finalmente, el devastador destino de uno de los sobrevivientes. Todo esto sucede en casi dos horas y media, y la distribución dramática con sus momentos de tensión y resoluciones constituye una prueba del pulso narrativo excepcional de la realizadora. El ritmo es indetenible. No hay distracciones; cada escena se concatena con otra, suministra la información que necesita, describe a los personajes, impulsa la acción; en ocasiones, se atempera el dramatismo con materiales de archivos sonoros, audiovisuales y fotográficos.

Sin dudas, el tercer acto es el decisivo. El centro de gravedad narrativo se ciñe a la acción en el motel, cuando los tres policías blancos y un guardia de seguridad negro, con el apoyo de otras fuerzas de seguridad (que irán abandonando la escena del crimen, porque resulta evidente la violación de los derechos civiles de los detenidos), tienen en vilo a los 11 detenidos (en el inicio eran 12, pero a Carl Cooper lo asesinan de inmediato): un grupo de amigos; un miembro de la banda musical The Dramatics y un compañero vinculado al proyecto musical, y un excombatiente de Vietnam acompañado por dos jóvenes mujeres blancas.

La publicitada virtud estética del cine de Bigelow consiste en su pericia para transmitir físicamente los horrores de situaciones extremas en las que el cuerpo constituye una unidad mínima política y está en peligro. En Vivir al límite la experiencia extrema de estar en Irak combatiendo al enemigo se materializaba a fuerza de un uso virtuoso del registro directo, giros narrativos inesperados y una amalgama de elementos sonoros y visuales que transmitían la embriagadora adrenalina de estar en el frente, como también la confusión subjetiva de ser partícipe de una misión sospechosa.

En esta ocasión, las bondades de la física de Bigelow son dudosas. En efecto, acceder a la sensación física de la tortura psíquica quizás pueda ablandar al racista y al convencido de la supremacía blanca, cuyo retrato en Detroit es impío y sin matices, como si la propia brutalidad fuera una respuesta de la esencia bestial de estos hombres sin atributos y no una determinación de un sistema económico. Es que los agudos hiperbólicos del grito de una chica rubia, el sudor en la frente de un hombre humillado hasta las últimas consecuencias, la mirada perdida de un moribundo o la dignidad de un músico que en vez de rezar prefiere cantar pueden llegar a conmover hasta al más obstinado reaccionario, pero no es más que un efecto dramático, acaso efímero, que no necesariamente mitigará el ordenamiento del mundo al que este subscribe. Por otro lado, para quien siente la injusticia del caso, la intensificación de los suplicios y su representación opera como una redundancia de su impugnación. He aquí el límite político del film, donde este, precisamente, consigue una potencia innegable.

Sin embargo, y no se puede omitir, el cine estadounidense no espera para volcarse a filmar el presente que molesta o revisitar el pasado de distintos períodos de su historia que nunca cierran del todo. La Historia está abierta, mal que le pese al que entiende que la vida solamente se juega en un puro presente continuo. Por eso es admirable que el cine estadounidense haya sido desde el principio parte de su propio destino político; representar los acontecimientos más gloriosos como también los vergonzosos ha sido una marca de su propia evolución.

Todo lo que cuenta Detroit es infamante. Aquí no hay duda del punto de vista de Bigelow; la ambigüedad de sus dos películas precedentes permanece aquí suspendida o simplemente erradicada; quizás porque la distancia aligera el punto de vista y tal vez porque no compromete el relato con la relación de su país con sus presuntos enemigos.

Al mismo tiempo, inesperadamente, una película como Detroit reenvía involuntariamente un signo incómodo para el espectador argentino. Las calles de Detroit devuelven imágenes demasiado frescas y que se asemejan a otras imágenes, ya no de ficción, de la historia vernácula del último año, pero traspuesto en otro contexto y tiempo. Las certezas de muchos, frente al film de Bigelow, pueden perder un poco el equilibrio, porque las balas, las piedras, los abusos, la confrontación ciega, la racionalidad política de la represión que se delimita a lo inmediato, como su justificación, están expuestos y ordenados en otros signos. Ese disloque y extrañamiento es un plus que solamente lo erigen las coincidencias de las revueltas sociales. Lo que es universal es el sufrimiento, y es bastante dudoso que la conjura del sufrimiento se conquiste con pólvora y gases.

* Esta crítica fue publicada en Revista Ñ en el mes de enero 2018

Roger Koza / Copyleft 2018