DI BENEDETTO POR TRES: VILLEGAS, SPINER Y MARTEL
El distinguido estilo de un escritor como Di Benedetto se siente en cualquiera de sus textos; puede ser una novela, un cuento, una crónica. La milagrosa intensidad conceptual de su prosa puede exteriorizar la conciencia discreta de un personaje, ofrecer una descripción microscópica de un lugar o precisar un evento social con términos que no habiliten el disparate interpretativo. Las palabras se atienen sin desvíos a las circunstancias y a los involucrados.
Los suicidas, Aballay, el hombre sin miedo y Zama, tres películas basadas en textos de Di Benedetto, no tienen prácticamente nada en común, excepto un difuso fondo violento que no se deja aprehender del todo y se resiste a traslucir un sentido inmediato. No es una violencia metafísica, ni tampoco la cuota barbárica que proviene del instinto. Más allá de ese común denominador, no hay siquiera un indicio de que los films de Juan Villegas, Fernando Spiner y Lucrecia Martel, respectivamente, abreven de la misma fuente. Resulta imposible reconocer de inmediato un origen compartido. Cualquier párrafo al azar de Di Benedetto lleva la marca de su autor, pero ningún plano de las películas mencionadas remite necesariamente al escritor, al menos en un primer momento.
Villegas se apropia de la novela Los suicidas con respeto y discreción. El tema del film y la novela lo exigen. Toda aproximación al suicidio que se precie parte de una clarividencia incómoda: vivir no es obligatorio. Las decisiones de transposición de Villegas son bien identificables: restricción discursiva, mesura filosófica, recortes narrativos y concentración directa en el recurrente drama del personaje que interpreta Daniel Hendler, apoyándose más en los gestos y los actos que en el soliloquio. El protagonista ha cumplido 30 años, su padre se suicidó a esa edad, tiene que llevar adelante una investigación periodística relacionada con el tema capital de la existencia (es lo que él cree) y de ahí se deriva todo.
Spiner tiene una certeza fundacional. El magnífico cuento de Di Benedetto es para el cine un western (spaghetti), y así lo escenifica Spiner desde el plano inicial hasta el último, en el que se divisa un puñal en primer plano: estética iconográfica del género, lo que explica en parte los recursos formales proclives a la exacerbación. En su lectura y transposición de este cuento que tiene lugar en 1900, Spiner prioriza el móvil de la venganza. Los hombres persisten en su bestialidad y no hay resquicio para la piedad. Pablo Cedrón, quien interpreta al gaucho solitario que en cierto momento se siente seducido por adoptar la mística delirante de los estilitas, irradia el psiquismo endemoniado que define a su criatura indomable. El segmento de su conversión pertenece a otro régimen estético, y es ahí donde resplandece tanto el espíritu literario de la novela como el talento del director.
Los procedimientos de Lucrecia Martel para llevar al cine Zama son muy diferentes de los empleados por Villegas y Spiner. La singularidad propia de la novela reclama por un sistema estético que desborda las poéticas de los géneros. Que transcurra en 1790 solamente determina un período; el resto es insólitamente desconcertante, pues hay una fuerza expresiva en el texto que es al mismo tiempo concreta y abstracta. ¿De qué manera filmar una rareza literaria como Zama?
Nicolás Sarquís lo intentó sin suerte unas décadas atrás, pero la novela parecía destinada a que algún día fuera animada por Martel. Así es que la cineasta más sofisticada de su generación ha conquistado una materia severa y ha sabido hallar el pasaje secreto que va del párrafo al plano. Sucede que el libro elegido es casi la institución de un mundo, y para Martel eso significaba materializarlo en un espacio físico que distara de la característica operación de la imaginación de cualquier lector. La materia del cine es lo que existe; trastocar lo real y ordenarlo para originar un mundo es prodigioso. Es por es que Zama parece haber sido filmada literalmente a fines del siglo XVIII, como si el equipo de Martel hubiera viajado en el tiempo para registrar en vivo y en directo las peripecias de Don Diego de Zama, un funcionario de la Corona española ansioso por regresar a Europa. Allí lo esperan su mujer y sus hijos; mientras, el tiempo pasa y el corregidor tiene que hacerse de paciencia.
La misteriosa dedicatoria de la novela reza: “A las víctimas de la espera”. Es sabido que la novela pertenece a una trilogía signada por ese comportamiento de naturaleza psicológica. La espera en Zama no es la misma que en El silenciero o en Los suicidas, pero las tres funcionan como una fenomenología de esa actividad de la conciencia por la que el que espera siente una desavenencia entre el presente y el porvenir. El principio poético de la película consiste en reproducir la conciencia desplazada de Zama, trabajando minuciosamente sobre la relación del personaje con la perspectiva espacial que suele restarle cualquier indicio de fuga y asimismo intensificando una dimensión sonora que todo lo enrarece; esta dimensión incluye cuatro irrupciones musicales no melódicas que ni siquiera pueden calificarse de extradiegéticas.
Pero Zama no es una película solipsista; que el punto de vista esté anclado en la conciencia de su personaje no confisca la atención al universo semiclausurado de este. Martel ha dicho que el film gira en torno a la identidad. ¿Qué significa esto? En un pasaje de la novela, en el cual Zama rechaza participar en una fiesta erótica con mulatas, se lee: “No había confesado la totalidad de mis razones, sí una principal. Nunca, hasta hacerlo, pude prever que descubriría así mis aprensiones y un móvil de mi conducta a una persona ajena a mi intimidad”. Este extrañamiento de la conciencia para sí es estimulado por la presencia de los otros, los que no son europeos.
En los últimos 30 minutos de Zama los verdaderos otros de Occidente hacen su aparición. Cuando eso sucede el film deviene un trance perceptivo, pues la conciencia de Zama ha perdido del todo su fundamento; el desarraigo es total. El europeo convencido creerá que se trata de la llegada de los salvajes. No es lo que Martel presupone. Los originarios de América están ahí, constituyen una ontología. El cosmos desolado de Zama encuentra allí su límite. Es la diferencia de la identidad, lo que resiste y no se iguala. Es el abismo de la identidad abierto por los otros.
*Este texto fue publicado en Revista Ñ en el mes de septiembre 2017
* Fotogramas: 1) Zama; 2) Aballay, el hombre sin miedo; 3) Los suicidas
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