DIALECTOS DE LA IMAGEN
Poca necesidad hay de presentar a Román Gubern, renombrado historiador y teórico español del cine y los medios de comunicación de masas, leído y estudiado por varias generaciones. Su nuevo ensayo se edita ahora en la colección Signo e Imagen de Cátedra, donde ya habían aparecido numerosos libros del autor barcelonés —la mitad de ellos dedicados al análisis del cómic como arte de la narrativa gráfica—, quien también ha contribuido a tres de los doce tomos de su colectiva Historia general del cine (1995-1998) y a la Historia del cine español (1995). Al igual que algunas de las últimas publicaciones de esta colección, Dialectos de la imagen se ofrece como un volumen fuera de norma, con un formato más cuadrado y un tamaño más reducido del habitual. En poco más de 250 páginas, Gubern propone una síntesis de las diversas expresiones que las formas visuales figurativas han adoptado desde el inicio de la humanidad. Hilvanando sabiamente historia y reflexión, el autor considera el desarrollo de la cultura humana como un camino impulsado por el apetito de semejanza icónica, desde la silueta animal que probablemente vio confundido un primitivo homínido en la roca encontrada de noche, o quiso ver en la nube divisada de día. Un camino de logros científicos y artísticos que culmina con la tecnología de la Realidad Virtual Inmersiva y la posibilidad de interactuar con la imagen de un mundo recreado.
Si en el principio era el «Verbo», es necesario que también fuera la «Luz» —según relatan las primeras líneas del Génesis— para separar lo visible de la oscuridad primordial que esconde la amenaza de lo desconocido. La percepción visual implica convertir una impresión sensitiva en información cognitiva, pero las diferencias entre mirar, ver, observar y desear —operaciones vinculadas al ojo del hombre— vienen determinadas por la actitud del sujeto. La acción de mirar sin otro fin que el deleite, característica de la visión humana, conduce a Epicuro a considerarla una forma de «tacto a distancia». Román Gubern se remonta al Antiguo Testamento para encontrar descritos dos casos de escopofilia —o pulsión escópica de origen sexual— provocados por el deseo de contemplar lo que generalmente está vedado a la mirada: el rey David espía a Betsabé durante su baño antes de idear una argucia para convertirla en su amante, mientras que la piadosa Susana, también bañándose, es objeto de la mirada libidinosa de dos ancianos. Sin embargo, la función erótica del ojo es contrarrestada por su facultad punitiva: desde su mismo origen, las religiones monoteístas justifican la supremacía de la vista atribuyendo a la divinidad el don de verlo todo, y, consecuentemente, la capacidad de vigilar y castigar.
Al imperativo y al deleite de mirar le acompaña la voluntad de reproducir lo mirado haciendo que adquiera una existencia física autónoma; ir un paso más allá de la sombra y el reflejo que, involuntariamente, son las dos primeras imágenes de sí mismo creadas por el ser humano. La evolución en la destreza de crear imágenes figurativas es inseparable del aprendizaje de cómo sus elementos transmiten significados y asientan convenciones que aseguran el éxito comunicativo. La propia figura humana —y la variedad de gestos que genera— es un conjunto de signos que comunican conforme a una compleja gama de valores culturales y bases universales, como explica detenidamente Gubern en el cuarto capítulo del libro. Dentro de las fronteras que establece cada arte figurativo, se pone a prueba el talento del creador para explorar las posibilidades de la imagen y perseguir el ideal de reproducción mimética de la realidad, a lo que ayudarán las prótesis mecánicas de tipo óptico, a modo de «ojos artificiales». Como detalla Laura J. Snyder en el igualmente recién publicado El ojo del observador (Barcelona, Acantilado, 2017), en el siglo XVII el pintor Johannes Vermeer utiliza lentes, espejos y cámaras oscuras con el fin de superar las limitaciones de mirar a simple vista, lo que le permite plasmar una mejor apreciación de las escenas de la vida cotidiana que retrata; de distinto modo, la investigación de la naturaleza microscópica emprendida por su conciudadano Antoni van Leeuwenhoek ensancha el campo de lo visible y del conocimiento. La cámara fotográfica, el cine, la televisión, la imagen digital y la realidad virtual son estadios progresivos de una aventura tecnológica en busca de nuevas maneras de registrar y comunicar imágenes, pero también de conseguir una réplica cada vez más perfecta de lo real.
La superación de la edad analógica mediante la aplicación de la tecnología digital ha supuesto descubrir un universo inédito gracias a sus herramientas para manipular la imagen. La plasticidad de lo digital permite diluir la frontera entre la imagen fáctica —que aparece como testimonio de lo realmente acaecido— y la construida. Gubern pone como ejemplo la portada de la revista Time, en junio de 1994, donde se mostraba el rostro del jugador de fútbol americano O. J. Simpson, acusado de asesinato. La transformación gráfica a la que fue sometida la imagen la alejan del documento que aparenta ser y la aproximan a una perversa interpretación pictórica. La discontinuidad que en las imágenes fotográficas o cinematográficas establece el maleable píxel —unidad mínima de la imagen digital— queda encubierta por la engañosa continuidad icónica del conjunto, formando una retícula homogénea donde todo cabe. Y si «todo es posible, ya nada produce asombro», recuerda el autor.
En el cine, el perfeccionamiento de los efectos digitales ha propiciado ver cada vez con mayor naturalidad criaturas fantásticas, catastróficos sucesos o la imposible cohabitación de pasado y presente que proponen Parque Jurásico (Jurassic Park, Steven Spielberg, 1993) o Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994). Pero esta tecnología también permite modificaciones de la realidad filmada mucho menos espectaculares en aras de la verosimilitud, como es el costoso añadido en postproducción del vaho a los actores de Titanic (James Cameron, 1997), filmados en cálidas aguas mexicanas que debían pasar por las del frío Atlántico Norte. La profusión de hiperimágenes compuestas de injertos de diversa procedencia mediante la manipulación digital desacreditan el valor documental de la fotografía o el cine, aunque, por otro lado, ofrece oportunidades de pensar la noción de autenticidad para aquellos creadores con la suficiente inquietud. Por ejemplo, en La inglesa y el duque (L’anglaise et le duc, Eric Rohmer, 2001) los actores habitan decorados virtuales obtenidos digitalizando documentos y escenarios reales de la Francia de finales del siglo XVIII. De este modo, lo escénico, lo histórico, lo pictórico y lo arquitectónico se entretejen en un único mosaico de clarividente intemporalidad.
Dialectos de la imagen es un vívido repaso a lo que la imagen figurativa ha representado hasta nuestros días y una invitación a reflexionar sobre su futuro. Como siempre, el acabado editorial de Cátedra es ejemplar, aunque se podrían haber evitado unas pocas erratas con una revisión más serena. Anotemos solamente que el año de la edición mencionada del libro de A. J. Greimas y J. Courtés es 1962, no 1862 (p. 228). Que el juego de salón aludido no es el «pine-ball» (p. 242), sino el pinball. Por último, es Lady in the Lake, no «Lady from the Lake» (p. 239), el título original de La dama del lago, la película de 1947 en que el actor y realizador Robert Montgomery —adaptando la novela homónima de Raymond Chandler— ensaya la técnica de la cámara subjetiva.
Román Gubern, Dialectos de la imagen, Madrid, Ediciones Cátedra (Colección Signo e Imagen), 2017. 272 páginas.
Jaime Natche / Copyleft 2017
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