DOC BUENOS AIRES 2022: LECCIONES DE COMOLLI
Este no es un texto de presentación, ni tampoco de despedida. Hace mucho escribimos un texto de presentación: fue en 1999, cuando en el marco de la IV MEACVAD (Muestra Euroamericana de Cine, Video y Arte Digital) Jean-Louis Comolli vino por sólo tres días a Buenos Aires. La breve visita fue sucedida por otra, y luego otra, hasta que a lo largo de dos décadas se nos hizo habitual estar al tanto de sus películas y sus publicaciones. Llegó a construirse una asiduidad que hacía fácilmente imaginable el siguiente reencuentro. En aquella visita inicial, una antología de sus escritos sobre el cine documental en el volumen compilado por Jorge La Ferla, Medios Audiovisuales, ontología, historia y praxis nos brindó la excusa para introducir por escrito a su contribución fundamental. Es pasmoso apreciar cómo aquella colección de textos de los años noventa, que ocupaban un centenar de páginas del volumen, mantienen hoy una vigencia absoluta.
Por otra parte, ver uno de sus films o leer a Comolli aporta otra evidencia: estas líneas tampoco pueden configurar una despedida, porque la frecuentación de sus películas y textos aportan una voz inconfundible, y uno diría también una particular dimensión de escucha que siempre cultivó como rasgo distintivo, que siempre exige de sus lectores o espectadores una relación dialógica. Tratando con ellos, de alguna manera, el autor aún nos acompaña. Este texto servirá entonces, a lo sumo, para dejar constancia de algunas cosas que, a lo largo de un camino de más de dos décadas, aprendimos con Comolli.
La alusión que el título hace a lecciones debe ser entendida en un sentido completamente opuesto al de un ánimo aleccionador. Si bien además de crítico, teórico y cineasta, Comolli era profesor, lo era desde un ángulo que descartaba de inicio cualquier atavío profesoral. Su enunciación requería más bien de pares, interpelados por lo que podían aprender, tanto él como sus interlocutores, del cine, por medio de una relación en común. Eso le permitió siempre un trato productivo y lateral con la academia, apto para las entradas y salidas de un discurso que se autorizaba más allá del claustro, precisamente poniendo en crisis los argumentos de autoridad.
Es preciso recordar que Comolli no era un catedrático sino un intelectual, con las resonancias que el término posee en la lengua francesa. Desbordaba las pertenencias institucionales, proponía discutir en distintos ámbitos del debate público, sin temer la puesta en cuestión de la institución y sus conformidades.
En cierto sentido, recordaba aquello que alguna vez planteó Edward Said, de que el verdadero intelectual es un outsider. Las clases y textos de Comolli deberían ser entendidos más bien como intervenciones que ingresaban en distintos ámbitos, las publicaciones especializadas, la pantalla o las aulas (muy en particular cuando se abrían a un modo de funcionamiento que evocaba el taller o el foro), para discutir el estatuto del cine y su devenir, en un arco que iba desde los mismos inicios hasta los tiempos actuales, donde postulaba una crucial aptitud para la supervivencia. Hasta podría decirse que también planteaba para el cine los contornos de una misión fundamental a asumir, luego de atravesar el tsunami digital y resistir, implantando su diferencia, a la arrasadora normalización de un espectáculo audiovisual que lo impregna y lo regula todo, a puro cálculo de beneficios.
Contra la aplanadora de un universo audiovisual que desde los mass media se expandió y reinventó en la cultura de redes, que amenaza con no dejar ni un ángulo por fuera de la promesa de una totalidad visible y audible, Comolli sostenía al cine como una práctica orientada a trabajar en los intersticios, capaz de romper ese espectáculo que se ha convertido en el arma más sofisticada del capitalismo avanzado. Siempre recordando la condición visionaria de un Debord, pero reemplazando su rechazo al cine por una renovada confianza en sus poderes, una de sus lecciones fundamentales se evidencia en su percepción del cine como un campo en permanente transformacion, de enormes dimensiones. El lugar desde donde él proponía su trabajo no era otro que el de una cultura de la mirada y la escucha que requería además una insólita capacidad de movilidad: entre pasado y presente, entre documento y ficción, entre fantasía y conciencia crítica. Un territorio en el que aún había muchísimo por descubrir.
La de la duplicidad del cine fue otra lección (casi cabría escribir: otra obsesión) de Comolli, que le permitió desarrollar la idea matriz de un cine-monstruo, luego la de films mutantes. Ese énfasis en una ambigüedad constitutiva fue, además de un elemento teórico, una opción estratégica para demoler, en las discusiones sobre el cine documental, el reduccionismo de pensarlo como una actividad representacional, o un discurso sobre la realidad. Así hizo posible advertir las ambivalencias de un trabajo en marcha donde lo que está entre las cosas es lo decisivo: entre la cámara y lo puesto frente a ella, entre el mundo y su imagen, entre el espectador y la pantalla, entre lo visible y lo invisible. Es así como, ubicado desde el cine, este aprender con el cine era una posibilidad permanentemente abierta como uno de los efectos centrales de su enseñanza.
Para Comolli no había relaciones opositivas entre teoría y práctica, como tampoco las había entre cineastas y espectadores. Ya en uno de sus textos publicados en los Cahiers du cinéma, “Por un nuevo espectador” (1966) estipulaba lo que podría considerarse un manifiesto tanto como un programa de acción para su trayectoria: lo suyo no era la monolítica convicción del militante, sino la permanente activación de una posición crítica. Posición que incluye el sostén de una inquietud, la atención a las duplicidades y las ambivalencias. Y es precisamente esa inquietud crítica la que moviliza la acción. Esa perspectiva fundante es la que siempre supo transmitir, y que nos conmueve cuando con la salud averiada y ante la oscuridad de estos últimos años, mantenía intacta su capacidad de producción, volcada cada vez más a la escritura, con una lucidez implacable.
Podía ocuparse de cine o de música, de los nuevos semblantes del fascismo, de la pandemia, de la cultura de la cancelación o del cambio climático, Comolli seguía irreductible, no sólo por la toma de posición, sino por la incisividad de las preguntas que planteaba. Alguna vez utilizó una bella figura al escribir que la función que correspondía a aquellos interpelados por el cine era el de ser algo así como serenos nocturnos. Cómo ver en la oscuridad y cómo emprender simultáneamente la demolición de las ilusiones de una visibilidad totalitaria, en la cual la pantalla como escaparate captura por deslumbramiento. Ardua labor, pero que el cine, y tal vez sólo el cine, es capaz de encarar. Después de la partida, queda el legado. Junto a Comolli seguiremos asistiendo a eso que el cine nos inclina a mirar, más allá de las fascinaciones y refulgencias propias de una configuración mercantil-espectacular de lo visible, cada vez más totalizante y totalitario. En suma, son lecciones que apuntan a perseverar en un trabajo indispensable, del cual aún tenemos mucho por aprender.
Eduardo Russo / Copyright 2022
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