DOC BUENOS AIRES 2024: MEMORIA Y PRESENTE
La guerre d’un seul homme, Edgardo Cozarinsky, Francia 1983
La tercera película del gran Edgardo Cozarinsky tiene su lugar en la historia del cine. Pertenece al linaje de películas como Noche y niebla. No son muchas las de esta índole, porque se necesita coraje y rigor para embestir lo ominoso en la Historia, desterrar el encanto masivo y ajeno del fascismo para conjurarlo explicitando que es un veneno del espíritu que siempre puede regresar y promover un trabajo colectivo de memoria para neutralizar cualquier atisbo de amenaza a la dignidad humana. ¿Contra quién batalla el solitario del título? ¿Quién es él? Cozarinsky elige los Diarios parisinos de Ernst Jünger, figura ambigua, escritor excepcional y asimismo oficial militar, quien ofició como capitán del ejército alemán durante la ocupación nazi en París, donde comprendió en total soledad que la política de su país y las ideas del máximo líder del Tercer Reich eran inaceptables y vergonzosas. El talento descriptivo y la síntesis conceptual del escritor impregnan y desdicen la presunta felicidad que vierten las imágenes de archivo en la Francia de Vichy, montaje dialéctico por el cual la palabra y la imagen coexisten en una disyunción constante. Cozarinsky consigue así hendir lo que una imagen oculta cuando supone mostrar. La selección del material es tan pertinente como los pasajes citados de los diarios; reveladores son también algunos segmentos que pasan en silencio, una falta incómoda por la que la inmoralidad de un régimen político se percibe como corresponde y se lo impugna como se merece.
Los ríos, Gustavo Fontán, Argentina, 2024
Dice J. L. Ortiz: “El mundo es un pensamiento realizado de la luz”. A ese verso, se añaden en el poema otros atributos del ser del mundo. Es beatífico, dichoso. El cine de Fontán es una mirada sobre ese mundo escrito en luz. Es también un sonido. El motivo elegido es el río. Un pescador llamado Godoy dice algunas cosas. Un hombre rema y su bote se desliza en el Paraná. Una niña y un niño sienten que ninguna otra cosa puede prodigar más placer que bañarse en el río. El sol no sobreactúa jamás ante la cámara y cuando se le piden destellos en el reflejo del agua procede como corresponde. Hay palabras escritas en Los ríos; los poetas saben que los planos de Fontán son apacibles. Calveyra, Ortiz, Baker, Viel Temperley acuden con versos y el cineasta los recibe con desenfoques deliberados, contrapicados de los bosques al lado de la orilla y cielos recogidos por el lente que en la hora elegida para filmarlos tienden a evocar figuras y contornos propios de una acuarela de Turner. Es fácil olvidar que todo lo que existe es un acopio de formas múltiples en el que la materia está imbuida de una azarosa vitalidad. Fontán sabe ensamblar la sobreabundancia del mundo y hallar encuadres precisos que repongan un recorte del todo como experiencia estética. Lo que sucede en menos de una hora consiste en adentrarse al misterio del cinematógrafo: la cámara reordena lo dado y restituye algo que no está en la naturaleza. Lo que se devela poéticamente es el alma de las cosas.
Roger Koza / Copyleft 2024
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