DOC BUENOS AIRES 2024: MI TÍO, EL YAGUARETÉ
“Aquí, por los alrededores nada más estamos yo y el jaguar. Lo demás es comida para nosotros. Los jaguares, ellos también saben mucho. Hay cosas que él ve, y uno no ve, no puede. ¡Uh! tantas cosas… No me gusta saber mucho, me da dolor de cabeza. Sólo sé lo que el jaguar sabe. Pero de eso, lo sé todo. Aprendí”.
João Guimarães Rosa
En una comunidad mbya-guaraní de la frontera entre Argentina y Brasil, corre de boca en boca un rumor extraordinario: en los años 1970, un hombre de la aldea se transformó en yaguareté. La historia sobrevive por fragmentos y susurros a regañadientes. De la vida –y sobretodo de la misteriosa muerte– de Canuto casi no se habla, pero una certeza se impone: el germen de una película. Para la tarea, se presentan Ariel Kuaray Ortega, experimentado cineasta de la región, responsable de películas decisivas para el cine de hoy en el territorio que se conoce como Brasil –desde la agresividad militante de Duas Aldeias, Uma Caminhada (2008) hasta la inmersión cotidiana y espiritual de Bicicletas de Nhanderú (2011)– y su amigo Ernesto de Carvalho, quien durante décadas ha trabajado como tallerista en comunidades indígenas y ha hecho un par de cortometrajes fundamentales, como Nunca é Noite no Mapa (2016), y más allá de haber participado en la dirección del épico documental Martírio (Vincent Carelli, 2016). A lo largo de más de una década, más que filmarla y montarla, Ariel y Ernesto –y sus actores, y los miembros del equipo, y la comunidad entera de Tamanduá– han vivido La transformación de Canuto.
Hay un par de películas en la historia del cine que son así: más que obras de arte aisladas, son el vórtice de un remolino que atraganta todo: historias, vidas, cuerpos, maneras de filmar, pensar y vivir. Todo gira, todo se transforma alrededor de eso que llamamos cine, y no hace falta conocer lo que no pertenece a la película, porque los vestigios del torbellino se trasladan a la pantalla. Acá, no hay diferencia substancial entre la película que se hace y el proceso de hacerla, entre los bastidores de la filmación o las escenas resultantes del esfuerzo cinematográfico. Todo es cine y todo es vida, o viceversa. La transformación de Canuto es una película a la luz del día: todos sus gestos, todas sus operaciones ocurren a cielo abierto. Y, aun así, su sentido profundo estará para siempre fuera de alcance de nuestros ojos y oídos extranjeros.
Todo empieza con el deseo de narrar la historia de Canuto. Pero mientras se hacen los primeros movimientos de preparación –la consulta a los que todavía se acuerdan de él, las negociaciones con la comunidad para empezar el rodaje –, ya todo se tiñe del drama central. Dionísio, el abuelo de Ariel y uno de los primeros pobladores de la aldea, habla sobre la cosmología guaraní al borde de una ruta, lamentando la pérdida progresiva de esa manera de vivir y pensar, y en ese instante el registro tiene que ser interrumpido por el paso de una moto ruidosa. Ariel nos cuenta que sus ancestros le decían que comer mucha carne podía provocar la transformación en animal. Un corte burlón nos lleva al asado que se está haciendo con su familia.
Desde las primeras conversaciones, queda claro que los testimonios no bastarán. Habrá que reconstruir la historia de Canuto, encontrar los mejores actores en la comunidad para revivir su drama, apostar por una ficción de época. Para Ariel, quien se va convirtiendo de a poco en el verdadero protagonista de la película, la única manera de comprender realmente lo que pasó será atenerse a los instrumentos propios del cine. El acto de zambullirse en lo cinematográfico será radical, pero como diría Audre Lorde, “las herramientas del señor no desmantelarán su casa”. Por eso apropiarse del arsenal cinematográfico significará acá hacerlo siempre con un desfase fundamental. Esa arma colonial, contemporánea del imperialismo, y que desde sus inicios estuvo dedicada a fabricar el mito de la superioridad blanca y occidental sobre los pueblos indígenas del mundo, tendrá que funcionar de otra manera. Hacer ficción, sí, pero reivindicando otras tradiciones de pensamiento. Hacer cine, sí, pero desmontando sus parámetros más básicos en el camino.
¿Dónde hay más ficción? ¿En el yaguareté de madera en el cual trabaja Ariel durante un año o en los sonidos felinos que puntúan la película desde muy temprano? ¿En las conversaciones de Canuto con su amigo o en esa extravagante luz azul que entra por los huecos de la madera mientras estamos en el presente de la filmación? ¿En la escena de Canuto tragando agua del riachuelo con su vestuario setentero o en su repetición rabiosa por Ariel, impaciente con el laburo a medias de su actor? ¿En el campo-contracampo de los diálogos entre marido y mujer o en el plano secuencia del equipo improvisando una escena a su manera en una noche ebria?
¿Dónde hay más documental? ¿En las escenas de visionado colectivo de la obra en progreso con el equipo o en los recorridos por el bosque del fascinante niño Álvaro, ya en el rol del niño Canuto para chequear sus perfectas trampas para pájaros? ¿En la reforma de la casa de meditación de la aldea o esa manera tímida del Canuto adulto vivido por Tini de comer un pajarito recién capturado, en donde se adivina toda su incapacidad para la interpretación del hombre-fiera? ¿En los testimonios de los ancianos sobre la muerte de Canuto o en esa secuencia extraordinaria de retratos en la que cada mujer de la comunidad se da cuenta de que Canuto desapareció? ¿En la fiebre del Canuto interpretado por Ariel, ya acometido por los peligros de la transformación o en los ataques de furia del director Ariel, siempre intranquilo detrás de la cámara?
Como explica Eduardo Viveiros de Castro, todo el multinaturalismo amerindio está fundamentado en un “mestizaje universal entre sujetos y objetos, humanos y no humanos, al que nosotros modernos siempre estuvimos ciegos, por nuestro hábito de pensar por dicotomías”. La transformación de Canuto es una película decididamente mestiza, renuente a las divisiones normales entre ficción y documental, humano y animal, proceso y resultado, fílmico y extrafílmico, cine y no-cine. Si Canuto es aquel que vivió el acontecimiento radical de la cosmología amerindia y cambió de perspectiva, pasando a ser capaz de mirar con ojos de yaguareté, escuchar con sus oídos, exhalar su olor, pensar con su mente, la película se posiciona y nos posiciona en la metamorfosis en sí, en el proceso de ese devenir, siempre atenta a todos los estados limítrofes, a todas las variaciones, a toda la inconstancia del cine y de la vida.
En años recientes, el cine de ficción que se acercó a las comunidades indígenas en Brasil, lo hizo tratando de conocer el cine hecho por los cineastas indígenas, a veces hasta de apoyarlo en términos económicos, pero huyendo de sus formas como pasa con un hombre que no es Canuto y huye de un jaguar. En películas como La fiebre (Maya Da-Rin, 2019) o La flor de Buriti (João Salaviza, Renée Nader Messora, 2023), aunque guarden cierta fuerza interna –unas más que otras–, su acercamiento al mundo indígena está siempre mediado por un barniz formal que parece no contentarse con el grado de inspiración que el cine indígena sería capaz de ofrecerles. Hay siempre un intento de hacer que la ficción parezca más ficción, que el encuadre sea más preciso y rígido, que la luz sea más crepuscular y equilibrada, que el sonido intervenga más fuertemente, como si el lenguaje de esos pobres y toscos documentales fuera un espectro nocivo del cual hay que huir a toda costa. La transformación de Canuto va por el sendero contrario: en la construcción de su forma única, aprende con el teatro a cielo abierto de Ava Yvy Vera – A Terra do Povo do Raio (Genito Gomes, Valmir Gonçalves Cabreira, Johnaton Gomes, Joilson Brites, Johnn Nara Gomes, Sarah Brites, Dulcídio Gomes, Edna Ximenes, 2016), con la ritualidad metacinematográfica de Yãmiyhex: As Mulheres-Espírito (Sueli Maxakali & Isael Maxakali, 2020) o con la luminosidad de los planos-secuencia de Urihi Haromatipë – Curadores da Terra-Floresta (Morzaniel Ɨramari Yanomami, 2014). La película de Ortega y Carvalho es fruto de toda la belleza y de toda la pujanza formal del cine indígena que tuvo su auge en la última década en este territorio.
Como en lo mejor del cine indígena, o como en el cuento de João Guimarães Rosa (uno de los mejores textos de la lengua portuguesa, si es que se puede llamar lengua portuguesa lo que se formula ahí) cuyo título tomo prestado para nombrar este texto, el yaguareté es mi tío. Hay una cercanía con la bestia que hace que su carga mitológica se mantenga, pero trastocada por una vecindad absoluta con el mundo de los humanos. En La transformación de Canuto, la temida fiera es un huidizo brazo de mujer con ropa de estampa animal, presto a salir del encuadre. Sus famosas garras que se desprendían del cuerpo de Canuto en el momento de su muerte son borrones de tinta negra sobre las espaldas del actor. Y, sin embargo, la creencia del espectador está intacta, porque como sucede en la literatura de Guimarães Rosa, la película ya ha dejado en claro que acá se habla en otra lengua, la cual, pasado un tiempo, se puede comenzar a balbucear.
Pero La Transformación de Canuto también es fruto de un siglo de historia del cine, y su máquina imaginaria no tiene fronteras precisas. El personaje de Ariel, que de tanto frustrarse como director se transforma en Canuto él mismo, tiene algo fuertemente cassavetiano: sólo le importa la intensidad, y prefiete llevar la actuación hasta las últimas consecuencias. El torbellino procesual hace pensar en el cine-vivido de Pierre Perrault, con su capacidad de involucrar a toda una comunidad en la experiencia de una película. La inmersión en la cosmología mbya-guaraní, esa manera de inventar un cine que hable su lengua cinematográfica, continúa los trabajos de Marta Rodríguez y Jorge Silva junto a los indígenas del Cauca en Colombia. Los momentos de improvisación indetenible, en dónde la cámara atestigua una ficción que ya se derrama por los bordes del encuadre nos recuerdan a los análisis del Grupo Ukamau sobre el proceso de El coraje del pueblo (1971): “Los miembros del equipo a menudo observaban con asombro los imparables procesos de representación. La cámara, por tanto, tenía que actuar como protagonista; debía colocarse entre los puntos de vista de los participantes y participar como un testigo más”.
Acá, las fronteras son imprecisas, o verdaderamente dejan de importar. En una secuencia, Canuto-Tini está cerca de un árbol en el medio del bosque. De repente escuchamos la voz de alguien del equipo que pide para interrumpir la filmación. Pero la cámara no se detiene, y ahora vemos que un vecino cazó un coatí enorme y pasa por allí. Se decide pedirle su animal prestado para una escena, y en los planos siguientes ya estamos en el reino del campo-contracampo, el encuadre fijo, la calma de un drama de época. Pero los diálogos tienen la frescura de la improvisación, los vestuarios son poco más que una sugerencia, y la ficción apenas se desprende de la no-ficción. ¿Dónde hay más cine? ¿En las peripecias del hombre-yaguareté o en ese coatí que de repente irrumpe para metamorfosear todo? ¿Dónde hay más drama? ¿En la historia antigua de un hombre que se transformó en felino o en la lucha presente de un equipo de cine para transformar su película en una obra maestra? Lo único que importa es la transformación, o la capacidad del cine de transfigurar la realidad, o, también, la capacidad de la realidad de transmutar el cine.
Si el mundo de los cánones fuera justo y bello, La transformación de Canuto figuraría en el futuro al lado de las obras maestras de Jean Rouch, Pierre Perrault, Abbas Kiarostami, Jorge Sanjinés o Wang Bing. Pero quizás ya sea hora de dejar de lamentarse y construir nuestra propia memoria cinematográfica, En un momento, el equipo trata de encontrar al actor que interpretará a Canuto de niño. Bajo las instrucciones de Ariel, los chicos de la aldea juegan, dibujan el hombre-fiera a su manera, tratan de imitar a un yaguareté, miran hacia la cámara con la mayor ferocidad que puedan. De repente, la cámara encuentra la mirada de uno de ellos y todo el clima juguetón de la escena se detiene inmediatamente. Toda pregunta desaparece en una fracción de segundo. Ese niño que nos mira es Canuto. No cabe ninguna duda y lo sentimos como un temblor en el cuerpo. Llamémoslo magia del cine, llamémoslo milagro, no importa. Lo que importa es que en esa mirada yace una experiencia intraducible, donde el lenguaje falla y sólo queda el escalofrío. Después todos -incluso los otros niños- reconocerán a Álvaro como el único Canuto posible, pero ni hacía falta decirlo. Ariel tenía razón: hay cosas que sólo el cine puede llegar a hacernos conocer. Y no lograremos explicarlo nunca. Ni a los gringos, ni a los europeos, ni a nosotros mismos.
Victor Guimarães / Copyleft 2024
DOCBA/arma colonial vigente del IMPERIALISMO, aun continua en vigencia, fabricando mixtos. Esta pelicula, marca uno mas. Los pueblos originarios deben centrar sus proyectos que fueron victimas de los oscuros laberintos que le impusieron para no dejarlos abriri sus ojos. Esa es la lucha. Un inmenso aplauso de felicidad A LA REALIZACION DE docba/24
pERDON HAY UN ERROR EN EL INICIO (DOCBA). mIS DISCULPAS.