EDGARDO COZARINSKY, UN HOMBRE IRREMPLAZABLE
Por mucho tiempo estuvo en París, ciudad ilustrada que siempre se caracterizó por su recelo a la hora de reconocer talentos foráneos que se destacan en aquello respecto de lo que los propios franceses sienten el derecho de ser tutores universales. ¿No creen los franceses que el cine les pertenece, como las palabras en la poesía y la literatura?
Ganarse un lugar en Francia como cineasta o escritor, si no se ha nacido en la emblemática nación de Balzac, Flaubert, Renoir y Bresson, no es para cualquiera. Hay que reconocerles a los franceses que a los laboriosos extranjeros se les concede un lugar y un estatus, si los pocos elegidos demuestran clarividencia, estilo y originalidad. Hay ejemplos sustantivos: Steiner, Cioran, Castoriadis, Sembène, Ruiz. También Edgardo Cozarinsky, quien filmó y publicó en París, donde conoció su vindicación temprana como cineasta, también como crítico y ensayista, y un poco más tarde como novelista. Cozarinsky fue un hombre demasiado curioso para entregarse a la especialización y a un solo dominio de expresión. Hizo teatro, fue actor, dejó títulos imprescindibles para la historia del cine, lo mismo con el cuento, el ensayo y la novela. Sus textos sobre cine son ejemplares. ¿Qué no hizo en vida ese hombre a quien el cáncer por mucho tiempo no logró doblegarlo?
El domingo 2 de junio de 2024, ese hombre dadivoso y siempre dispuesto a querer saber algo más dejó de existir. Los muertos no tienen destino; no viajan a ningún lugar. Quienes lo conocieron saben muy bien que su inteligencia era profundamente antidogmática. Durante este año, leyó y releyó La gravedad y la gracia de Simone Weil. En esa anómala prosa filosófica y mística había hallado algo que le resonaba en su fuero íntimo, como se decía en otro tiempo, pero no le dio un nombre ni ofreció explicaciones A sus allegados, les hizo saber la importancia de ese texto. En un pasaje del libro de Weil, se lee: “Todo cuanto deseo existe, ha existido o existirá en alguna parte. Porque no puede inventar por completo. Así pues, ¿cómo no voy a estar satisfecho?”.
Conjeturar que su conciencia antes de apagarse estaba en paz con todo lo que podía recordar no es descabellado. Cozarinsky fue querido y admirado. Y con razón: escribió libros notables, hizo películas de esas que definen el arte cinematográfico. Tan solo La guerre d’un seul homme (1982) justifica atribuirle un lugar irremplazable en la historia del cine. ¿No es una pieza aún más incómoda que Noche y niebla (1955), por su arte de remover entre los escombros de la memoria de una nación presuntamente inocente de su complicidad con la barbarie del fascismo? ¿Y no vale aventurar acaso que Días nómades, uno de sus libros más recientes, no es una cumbre secreta de la prosa en castellano?
Pieza reveladora de su inteligencia sensible es Días nómades, que no circula mucho en las librerías vernáculas, tanto para comprender su cine como también sus ficciones. El punto de partida del arte de Cozarinsky consiste en una intensidad sostenida de la observación de hechos que no se presentan como trascendentales o absolutos y de donde se pueden derivar conexiones inesperadas con otros hasta delinearse una intuición general sobre algo que sí tiene una importancia capital. Seguir una pista, asociarla con otra, entrever ahí un concepto y quizás una tradición, dejarse imbuir de una visión hasta que otro signo reclame redireccionar la atención hacia otro lado.
En efecto, perderse en el camino es el camino, porque es así como se descubren cosas. Por eso es decisiva la lectura de este libro reciente, porque esgrime, desde el placer de narrar pequeñas anécdotas en ciudades muy disímiles del mundo visitadas por Cozarinsky, un método general, un principio estético que necesita sistémicamente de una contrapartida que cualquier cineasta sabe propia: la instancia de asociar los fragmentos entre sí y a su vez establecer una nueva amalgama en un todo, eso que define al cine como ninguna otra operación: el montaje. De la ópera prima Puntos suspensivos o Esperando a los bárbaros (1971) a la última película codirigida con Rafael Ferro, Dueto (2023), el trabajo de asociación desconoce la línea recta y se erige en una segmentación con repeticiones de la que nacen motivos y de ahí posibilidades para el entendimiento. Por cierto, en Dueto, una película hermosa sobre la amistad, Cozarinsky escenificó su propia muerte, como Chaplin más explícitamente lo hizo en Candilejas (1952), película que no le era indiferente al cineasta argentino, quien hizo un cortometraje para MK2 sobre ese film de Chaplin cuando la productora y distribuidora francesa editó la colección de sus grandes clásicos y convocó a cineastas de la talla de Chabrol, Kiarostami o Jarmusch; entre ellos, estaba Cozarinsky.
EL SIGLO PASADO Y SUS NOMBRES
Después de permanecer tanto tiempo en Francia, Cozarinsky sintió el deseo de regresar a su país. No volvió a Argentina en un momento luminoso, si es que alguna vez hubo alguno. Apenas luego de comenzar un siglo que supo despertar esperanzas de toda índole, incluso en una humanidad resplandeciente, el 2001 se reveló sombrío y devastador. El 11 de septiembre empezó verdaderamente el siglo XXI. Un poco después, en diciembre de 2001, Argentina se derrumbó. La devastación provocada por un sistema socioeconómico es difícil de reconocer en su diaria conformación. En un momento, algo fuera de toda expectativa sucede y desde las fisuras del sistema se inicia el desmantelamiento del orden vigente. Cozarinsky fue el primer cineasta que recogió esa devastación en las calles. Contó una historia de un pibe que se prostituía y los peligros que afrontaba. El relato avanzaba lentamente, pero lo que se filtraba por la peripecia de cada encuadre era la Argentina de los cartoneros y los sin techo y la miseria. Es ahí donde se ve por primera vez en el cine argentino la precariedad socioeconómica que se inaugura con el siglo y se perpetúa hasta hoy. Al mismo tiempo, es la película en la que Rafael Ferro y Gonzalo Heredia tienen una escena de intimidad en un hotel-alojamiento donde el intercambio sexual regido por la oferta y la demanda es trastocado por un reconocimiento del otro por ser quien es. La ternura no pertenece al vocabulario del economicismo.
En la primera película de Cozarinsky, Puntos suspensivos o Esperando a los bárbaros, el malestar social de la época se entromete en el relato con ímpetu y violencia. Lo que sucede con el cura reaccionario interpretado por Jorge Álvarez es que la seducción de la barbarie lo conquista de a poco. ¿Se vuelve de izquierda? ¿Homosexual? ¿Desea regresar a la naturaleza? La fricción ideológica se presenta tanto en la conciencia del personaje como en aquello que surge de las calles, y en ese magma indefinido, pero de signos reconocibles, se plasma una época de Argentina en la que, como ahora, el desorden discursivo se apoderaba de las prácticas sociales. La película no es ni tímida ni económicamente austera. Se lanzan signos como proyectiles de significados alusivos, pero nunca se esclarecen ni se ordenan para interpretar qué se dice y se pretende. La propuesta es transmitir la conciencia en trance.
La deuda de esta primera película con The Players vs. Ángeles caídos, de Alberto Fisherman nunca fue desconocida por Cozarinsky. Con él aprendió mirando, como un poco antes con Torre Nilson, un inicio característico de una época en la que el cine se aprendía viendo, trabajando y leyendo. A esa altura, Cozarinsky ya había publicados textos hermosos en revistas y diarios. Uno notable, en Primera Plana, y justamente sobre la película de Fisherman. El camino de los primeros miembros de la revista Cahiers du Cinéma lo inspiró, pero no fue necesariamente un camino similar el que eligió. Su vida en París, en la década siguiente, lo llevó a intercambiar con otros latinoamericanos en París, en una época propicia para que los llegados de afuera pudieran participar de las discusiones de la época. Fernando Solanas o Glauber Rocha podían hablar de igual a igual con Jean-Luc Godard. Hugo Santiago podía colaborar con Bresson. Invasión se proyectó en la primera edición de Quincena de los Realizadores de Cannes: Dos años después, se proyectó en esa sesión Puntos suspensivos o Esperando a los bárbaros.
Pero hay una película inicial, la tercera, hasta ahí, inesperada por su estilo y acaso por su tema, que será la consolidación de Cozarinsky para siempre. Alguien que hace una película como La guerre d’un seul homme (1982) no puede pasar desapercibido.
Que un cineasta bastante desconocido tome el diario de un escritor de la talla de Ernst Jünger, cuya posición en el ejército durante la ocupación alemana de París entra en tensión con una visión solitaria y disidente respecto del delirio del líder del nacionalsocialismo y sus acólitos, y cuya crítica impiadosa a la situación vergonzosa y ominosa que avanza en París y en todo Europa es trabajada dialécticamente con secuencias de propaganda del propio gobierno francés de Vichy, no fue en sí mismo una novedad, pero sí la audacia de desenterrar memorias vergonzosas de un pueblo feliz de sumarse a la lucha anticomunista y antijudía del fascismo alemán.
Los contrapuntos entre la lectura de los diarios, los silencios frente a las imágenes frugales y los fragmentos de los noticieros constituyen una auténtica deconstrucción del discurso nazi, cuyas operaciones retóricas invertían el sentido de las palabras y la interpretación de algunos datos disponibles con los que se producía una imagen delirante de una Francia feliz y colaborativa con el ejército nazi y sus distintas colonias, con su ciudadanía lo suficientemente antisemita para plegarse a una política de exterminio. Que un cineasta argentino haya realizado una película semejante obliga a observar lo siguiente: inmiscuirse en zonas acalladas de la historia francesa es un acto de genial y absoluta irreverencia por parte de Cozarinsky; el estatuto intelectual de Cozarinsky, capaz de aplicarle a un texto difícil y culturalmente venerado otros modos de razonamiento que son característicos del montaje, se revela insólito. Es que ni un francés ni un alemán podrían haber concebido y filmado algo así, que necesita nutrirse de una mirada oblicua, lateral, en la estela de ese universalismo rioplatense cimentado en el reconocimiento borgeano de no pertenecer a ninguna tradición, pero poder visitar todas. Tras esta indiscutible obra maestra, Cozarinsky asumió riesgos de pareja magnitud: una película sobre los Cahiers du Cinéma (Le cinéma des cahiers, 2001); antes, una sobre Henri Langlois, la hermosa Citizen Langlois de 1995. También, más atrás en el tiempo, eligió una figura sacrosanta culturalmente como Jean Cocteau, en Jean Cocteau: Autoportrait d’un inconnu (1983). Cozarinsky fue audaz y temerario; no pidió permiso ni reclamó legitimación: ninguna inhibición detuvo su deseo de explorar, de indagar, de hacer.
Como a Cozarinsky le gustaba viajar y conocer lugares fuera del imperativo tosco del turismo, era lógico que estableciera puentes entre sitios lejanos o que se lanzara a filmar. Lo poco que se ve de Vietnam en Dueto se debe a la edad del cineasta cuando visitó Hanói. Si hubiera pasado tres décadas atrás, habría con seguridad una serie de películas sobre ese país que conoció tardíamente y con el que recobró ese sentimiento tan infrecuente con el paso del tiempo: el asombro. ¿Qué hubiera filmado en la tierra de Ho Chi Minh? Fantômes de Tanger (1997) puede dar alguna idea tentativa, porque la fascinación por ese mundo libre y extraño que creen descubrir en Marruecos los escritores que aparecen en la película es compartida por el propio Cozarinsky, quien podría dar testimonios como los otros. Pero lo que se dice es menos decisivo que el modo en que el cineasta mira: acá los detalles tienen la condensación de lo microscópico, trasposición de una técnica literaria consistente en describir obsesivamente el detalle como una forma de prodigar el propio encartamiento que vive el viajero cuando el tiempo no apremia y la atención puede dejarse llevar.
Hay tanto más para señalar. Los retratos sobre la amistad de las películas con Ferro, Carta a un padre (2018) o el breve pero luminoso film dedicado a la pianista Margarita Fernández, Medium (2020), o ficciones muy poco convencionales como Guerriers et captives (1999) o Les apprentis sorciers (1977). ¿Y qué decir de ese film breve como Boulevards du crépuscule: Sur Falconetti, Le Vigan et quelques autres en Argentine (1992)? En esa película sobre dos intérpretes de cine, una de ellas, nada más que la Juana de Arco de Dreyer, viviendo en Argentina, ya se siente el deseo de volver al país y filmar Buenos Aires, más allá de que algunos de los entrevistados, como Adolfo Bioy Casares, repongan algunos hechos de la historia argentina no tan lejanos en el tiempo que solo pueden ocasionar vergüenza y dudas.
Cuando un hombre como Cozarinsky muere, no es un duelo entre otros. Quien ya no está con nosotros era de una estirpe en extinción. Nunca se sintió más que nadie, nunca pretendió ser un gran cineasta, ni un escritor consagrado, ni un intelectual a secas. Fue todo eso, más allá de que les restó importancia a todas las designaciones del prestigio. Dijo una vez: “Sólo en alemán el luto se llama, espléndidamente, trabajo de pena: Trauerarbeit”. Para los lectores y los amantes de sus películas, empieza ahora este trabajo. Tendremos que luchar, además, para que muchas de sus películas se puedan ver y para dar a conocer algunos de sus libros que casi no circulan. Es otra forma del duelo, un trabajo contra el olvido y la desidia que los grandes como Cozarinsky no merecen.
*Publicado en Revista Ñ en el mes de junio.
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