EL AGENTE TOPO
El topo: Las relaciones (peligrosas) entre documental y ficción
Cuando escuchamos la palabra “topo” como metáfora, pensamos menos en Shakespeare y Marx que en Le Carré: para la cultura masiva, no se trata tanto de excavar como de ocultarse. Por eso quisiéramos aquí volver de alguna manera al viejo sentido de la metáfora, aunque la excusa sea una película que deja en claro que el topo es un agente. ¿Pero de quién, de qué? En El agente topo, Maite Alberdi registra la vida cotidiana de un geriátrico introduciendo subrepticiamente en él, y en la película misma, un representante (un agente topo) de la ficción.
Si Alberdi hubiera hecho un documental de observación, probablemente habría obtenido planos similares, aunque no el mismo resultado. Porque es su explotación ficcional de lo real lo que le permite entrar a Netflix (cuyo concepto del documental suele limitarse a un profuso archivo con entrevistas, y que aquí hace una excepción que confirma la regla). Pero el problema no radica en la renuncia a ese documental “observacional” que El agente topo pudo ser, en beneficio de un modelo “interactivo” (siguiendo las denominaciones de Nichols) que le permitiera pasar a la acción. Esa era ya la diferencia entre el “cine directo” y el “cinema verité”, a inicios de los años 60: en Crónica de un verano Rouch y Morin producían situaciones a partir de su propia intervención. La cuestión aquí es que Alberdi necesita despojar a esas imágenes documentales de su radical desnudez, para construir un artefacto asimilable a las plataformas y su público potencial. No se trata, entonces, de que las situaciones sean forzadas, sino del fin espurio al que sirven.
En ese sentido, se trata de lo opuesto a lo que plantea Sergio Wolf en su nota sobre El agente topo (publicada en Infobae bajo la pregunta “¿cuáles son los límites del nuevo cine documental?”), donde se sugiere que el problema “no es el dispositivo ficcional, sino el escenario donde Alberdi decide desplegarlo”, ya que “la cámara se vuelve invisible en un lugar donde hay una marcada asimetría cognitiva entre las personas que filman y las personas que son filmadas”. Pero el mismo Wolf se introdujo en un espacio similar para filmar a la octogenaria cancionista de Yo no sé qué me han hecho tus ojos. Asimetría hay siempre, entre quien tiene la cámara y quien es registrado por ella. La ética del documental no se juega pues en el registro sino en el montaje, donde se elige qué mostrar y que no: es decir, en el sentido final que tienen esas imágenes en la película, no por su procedencia. Porque no hay recursos buenos o malos per se, todo depende de su uso.
De igual modo, la “cámara oculta” no “violenta la ética” ni representa una supuesta “superioridad moral del documentalista respecto del personaje”, ni “siempre es una traición y una mentira para obtener un beneficio”: no es lo mismo registrar las declaraciones de algún nazi (como lo hace Lanzmann) que de residentes de un geriátrico. El único ejemplo que da Wolf es falso (Michael Moore no usó una cámara oculta con Charlton Heston en Bowling for Columbine). Por nuestra parte, dos ejemplos cercanos alcanzan: véase como logran Marie Monique Robin (Escuadrones de la muerte) o Carlos Echeverría (Juan, como si nada huibiera sucedido) no solo tomar declaraciones importantes que serían imposibles de buena fe (son acaso las únicas películas en las que los militares reconocen abiertamente la desaparición de personas), sino justamente demostrar la hipocresía del mismo declarante, entre lo dicho con cámara encendida y “apagada”. Y eso se logra también porque sabemos (pacto documental mediante) que no hay nada ficcional en esas tomas.
II
Acaso no haya mucha distancia en las concepciones (est)éticas de Wolf y Alberdi en cuanto a sostener, como hace el director de Esto no es un golpe, que “el documentalista también se ha ido despojando de otros trajes con los que siempre quisieron vestirlo, o hacerle sentir que tenía la obligación de vestir, como los de fiscal, policía, antropólogo, sociólogo, periodista, topógrafo o político”. Para Wolf lo que reivindica a la película de Alberdi “es un dispositivo cinematográfico que revela su decisión de actuar como una cineasta, con personajes, conflicto, intriga, elipsis y progresión dramática y no un estudio sobre el estado de situación de la salud, ni de la tercera edad, ni de los geriátricos en Chile”. Como si una cosa quitara la otra. O como si no pudiera hacerse una película sin “personajes” o “intriga”.
Lo que le molesta a Wolf es, antes que nada, que una película pretenda ser un estudio sobre un “estado de situación”, o que use el ‘nosotros’ “sin preguntarnos si queremos formar parte del colectivo al que nos suman a la fuerza”. Como si una película o cualquier texto solo pudiera tener, además de un autor solitario, una enunciación y lectura individual, atomizada, aislada de cualquier “colectivo” (siempre “forzado”, claro). Por eso su continua celebración del “documental en primera persona”, un subgénero que resume todos los problemas del llamado “giro subjetivo” en la cultura contemporánea.
Otro gran problema, que afecta en particular al documental, es la tendencia del cine contemporáneo hacia formas híbridas (de las que El agente topo es el peor ejemplo, porque vampiriza su potencia documental para construir una ficción complaciente). Wolf asume que “el cine cada día tiene más problemas para discriminar cuándo se trata de un documental y cuándo de una ficción”, pero para él está “lejos de ser un problema el dispositivo ficcional”, acaso porque confunde a conciencia los recursos de toda puesta en escena con la irrenunciable veracidad de todo documental (que aún quiera llevar ese nombre).
Digamos: está muy bien que el documental se abra “hacia formas narrativas que parecían pertenecer solo al territorio de la ficción”, aunque eso lo hizo siempre (basta recordar al Nanook de Flaherty). También está bien explorar las fronteras entre ambos mundos (como hizo magistralmente Kiarostami, sobre todo en Close Up). Pero las “formas híbridas que el documental contemporáneo viene ejercitando” no son “parte de su fortaleza”, sino un problema que lo acompaña desde su fundación, y al que no debe renunciar como si lo creyera resuelto (o disuelto). Se trata de una frontera que debe existir como tal, para preservar la veracidad del documental (incluso al preguntarse en qué consiste su particularidad).
III
Para entender el lugar del documental, debemos pensar en el devenir actual del cine. El cine contemporáneo (es decir, el que viene después del moderno, y que aún marca nuestro presente) es necesariamente posmoderno: nace de la indeterminación relativista, y a la vez de una única y certeza, la de que ya no hay horizonte moderno. Sus padres son, paradójicamente, los últimos cineastas modernos: Godard y Antonioni. Ambos quisieron llevar la modernidad a su última frontera, y encontraron su punto ciego. Tal vez por eso ambos terminaron experimentando con el video, contemporáneamente a los primeros desarrollos del “cine expandido”, que parecía presagiar la disolución o explosión del cine mismo, como en el final de Zabriskie Point.
El video todavía tenía algo de analógico, con sus videocasetes en cinta (esta parecía el eslabón entre el film y la desaparición de la imagen), pero la llegada del digital no implica solo otra forma de producción, sino otra estética (y acaso otra ética): ya no se trata solo de las evidentes diferencias perceptivas, sino de una sustitución por otro tipo de imagen y experiencia. Se trata de una transición macluhaniana hacia una suerte de extensión del ojo (ya que la imagen electrónica se parece a la retiniana en su no granulosidad, en su facsímil de pura luz), es decir hacia un hiperrealismo absoluto (en tanto la mímesis sería el horizonte del arte occidental), y a la vez el fin del realismo tal como el cine lo concibió (porque su manipulación –que el cine mainstream explotó hasta el hartazgo, para llenar la pantalla de dinosaurios y superhéroes– vuelve imposible la pureza baziniana).
Sin embargo, si (con Godard y Antonioni) aún nos resistimos a dejar de llamarlo cine, no es solo por una mera cuestión formal (porque el cine sea un lenguaje y no un medio), sino por ese irreductible elemento (extracinematográfico) que aporta su condición documental: la honestidad que exige –o debería exigir– su pacto de lectura. Pues lo único que distingue un film documental de uno de ficción es el juramento o la promesa de que lo que vemos existe en la realidad (es decir, que existió antes de ser imagen y seguirá existiendo por fuera de ella).
Se trata, entonces, de conservar ese último bastión de la imagen como territorio específico de una ética, y por lo tanto de una estética. Contra la abducción documental por la ficción dominante (que gusta jerarquizarse por su apego a los “hechos reales”), y contra el documental que quiere escalar posiciones o ganar atención pasando por ficción (porque sufre un síndrome de inferioridad): mantener ese límite irreductible que implica asumir la relación con un mundo fuera de la pantalla (último bastión de la modernidad). Como si debiéramos volver a los orígenes mismos (a la luz original de los Lumière) para devolverle al cine –no solo documental–su única certeza y posibilidad de susbsistencia, además de su renovada esperanza en el futuro.
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El agente topo, Chile, 2020.
Escrita y dirigida por Maite Alberdi.
Nicolás Prividera / Copyleft 2021
Sería interesa te poner a conversar a El agente topo, con Harley Queen de Carolina Adriazola y José Luís Sepulveda; en cuanto a estos limites eticos del documental y la ficción. Saludos y gracias.
También con Nomadland, otra película que vampíriza lo documental para transformarlo en una ficción edulcorada.
Prividera no siente usted que además de todo lo que ha mencionado hay una especie del uso ideológico/político de la ficción? Digo, tengo la sensación que se instala cierta tensión de cine negro al inicio del filme en la cual la «villanía» por así decirlo, esta depositada en la institución geriátrica y a medida que la (manipulada) evidencia de lo real se va sucediendo esto se revierte, el geriátrico se vuelve un lugar apacible (usos del color y la luz mediante que así lo van generando) y el mal recae recae sobre el abandono de hijos y familiares. Mi conclusión sería: Nihilismo hacia el ser humano (sobre todo jovenes) – Reivindicación de la institución (privada). Lo cual teniendo en cuenta el contexto no me parece menor. Saludos
Siempre hay un «uso ideológico/político», eso no distingue ficción o documental,. En todo caso puede decirse que la ficción encubre muchas veces lo real. Por ejemplo, que el amable detective que hace el casting es un viejo torturador del pinochetismo, como nos venimos a enterar leyendo algunas publicaciones chilenas. También, como es más obvio, que se trata de un geriátrico abc1, lo que deja más clara la defensa de la «institución», como usted dice. Todo en esta película es institucional, en el sentido más conservador de la palabra.