EL BAFICI EN EL BAFICI (04): EL CIELO DEL CENTAURO

EL BAFICI EN EL BAFICI (04): EL CIELO DEL CENTAURO

por - Críticas, Festivales
19 Abr, 2015 05:07 | comentarios

Una estrella lejana

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Por Roger Koza

Vuelve el padre, un padre. ¿Cómo se llama? Hugo Santiago. ¿Quiénes son entonces sus hijos? No importa conocer sus nombres, pero son muchos. Él significó siempre modernidad, y ese prodigio insólito llamado Invasión, su primer largometraje, fue el horizonte inalcanzable de muchos. Después de aquel inicio, el mítico director que había sido discípulo de Robert Bresson y que había trabajado con Borges y Bioy Casares prosiguió su carrera en el exilio. Hizo otras películas, pero nunca más filmó en Argentina. Hasta ahora.

Las expectativas son altísimas y son de esperarse respuestas dispares. La propia Invasión es ahora la vara que se aplicará para juzgar a El cielo del centauro. Antes de que el film coseche sus apologetas y detractores, una afirmación: en un principio se hablará mucho de este nuevo film de Santiago, luego quedará en la memoria de sus admiradores y en el olvido de los que no encuentren aquí al genio pretérito, pero este film nos sobrevivirá y será una evidencia venerada. Como esa pieza de ajedrez antigua y prácticamente invisible que uno de los personajes centrales viene rastreando a lo largo de su vida en El cielo del Centauro, en el futuro recordaremos este film como una pieza cinematográfica que solamente era concebible en otro siglo. Una estrella lejana, una película venida de otro tiempo y acaso un linaje cinematográfico que empieza a extinguirse como una especie esplendorosa que no pudo perpetuarse por razones ajenas a su naturaleza. Ya no están Raúl Ruiz y sus películas, y tampoco Manoel de Oliveira, esos cineastas que llevan el cine a un dominio en el que las constricciones del naturalismo y la tiranía por reflejar fielmente lo real se ha superado.

El cielo del Centauro, Hugo Santiago, Argentina, 2015

Un ingeniero llega desde París a Buenos Aires en un barco. Es una parada breve, pero tiene una misión: entregar un paquete a un amigo de su padre, un tal Víctor Zagros. A lo largo del film, ese nombre y un “pájaro Fénix” serán dos términos operativos, ya que pondrán en movimiento los hilos de la ficción. Lo que importa aquí no pasa por la resolución de un conflicto específico o una tensión dramática particular. Es el movimiento de la ficción como tal lo que se impone, lo que lleva al ingeniero francés de una dirección a otra en busca de un hombre que se vuelve un misterio y que tiene además un objeto deseado por muchos. Éstas son las coordenadas simbólicas y narrativas, pero lo que define El cielo del Centauro estriba en los trayectos que se recorren a medida que su héroe va de un lado al otro y en la proliferación de personajes y situaciones que responden a matrices del film noir y a ciertas libertades propias de la literatura fantástica. En efecto, el mapa que lleva el extranjero por las calles de Buenos Aires se revelará entonces tanto como adminículo de orientación y como crucigrama escrito en un idioma desconocido en el que se cifra la estructura de la película.

Buenos Aires es aquí una ciudad enigmática, incluso imaginaria. Ya no hace falta rebautizarla como sucedía en Invasión con el nombre de Aquilea y trastocar las referencias históricas para hacer hablar a la Historia y enunciar, casi involuntariamente, los aciagos acontecimientos por venir. Buenos Aires luce misteriosamente descolorida, tomada por una lógica cromática que no llega a tornarse en blanco y negro debido a la aparición de intermitentes colores que se divisan fugazmente en las paredes, el cielo, las flores, y que la independiza de un retrato de cualquier época. Este procedimiento formal complica el reconocimiento preciso entre el tiempo presente de la ciudad y su peculiar transformación para la diégesis del film, auxiliado por un concepto sonoro que en cierta medida absorbe el esperado sonido natural y privilegia ciertas acciones, ciertos timbres y expresiones. El trabajo sonoro es formidable, y no justamente por ese fondo musical constante en el que suena un tango. Es que el sonido también trabaja a favor de un desplazamiento y despegue del tiempo en distintos sentidos. Extraño fenómeno es el tiempo y más todavía cuando depende en su fijación del espacio. En El cielo del Centauro se combinan referencias y así Buenos Aires deviene varias ciudades al mismo tiempo en un tiempo indefinido: la ciudad de un cuento inverosímil, la ciudad del recuerdo del propio director, en el que los jacarandas son signos constitutivos de la propia memoria del exiliado, la polis de hoy cuya materialidad es inexcusable frente a cualquier ardid de la puesta en escena aunque enrarecida, paradójicamente abstracta.

Como en Invasión, hay aquí también bandos de hombres que irrumpen en la cotidianidad de las calles y responden a intereses desconocidos y espurios. El mandamás es un tal Baltasar y su obsesión se circunscribe a obtener el “pájaro Fénix”. Lo político, no obstante, no define el clima social del relato como en la consabida obra maestra de antaño. Son otras coordenadas. Más que una facción política y fascista se trata aquí de una organización masculina del hampa que se dedica a la falsificación. En cierto momento, se verá la fábrica clandestina en la que se producen billetes y documentos de todo tipo, incluso en una habitación secreta quizás hasta se manufacturen cuadros. Este pasaje podría ser uno de los tantos en los que se ve el despliegue de la imaginación de Santiago. ¿Quién entre nosotros podría hacer lo mismo?

La pintura y las obras de arte tienen un papel preponderante en El cielo del Centauro. Si bien el ingeniero visitará a un coleccionista excéntrico que acumula pinturas y estatuas en su living, como también pájaros exóticos en una habitación secreta, la figura del gran Cándido López tomará una posición privilegiada. Primero en una visita al Museo Histórico Nacional, después en la casa de Elisa, hija de Zagros, quien ejerce un cargo administrativo en el museo y a quien la obsesiona el famoso artista que ilustró magistralmente (en panorámicas) la devastadora Guerra de la Triple Alianza. Los cuadros de López adquirirán vida en cierto momento, instante en el que la Historia y lo político rebasarán el código genérico que suele ordenar la película. La exégesis en la voz de Elisa funcionará como una guía hacia el pasado para un ingeniero colmado por el asombro y a su vez es una voz-pasadizo capaz de suavizar una puesta en abismo a medio camino, accesible de seguir. Es solamente en esta secuencia notable en donde la interdicción del color será desobedecida por completo, mientras las tonalidades de López fulgurarán reenviando lo fantástico a una escena colectiva signada por el horror histórico.

Los planos semicirculares que van hacia delante y hacia atrás para alcanzar a los personajes, un montaje rítmico que nunca detiene la acción, como ese ostensible travelling hacia delante que atraviesa el marco de la ventana del buque para adentrarse en Buenos Aires, constituyen la expresión de una forma cinematográfica dominada por un principio dinámico que empuja este cuento hermoso de Santiago, movimiento moderno que envuelve el cine, la literatura y la pintura en un espacio vital e imaginario llamado Buenos Aires.

Roger Koza / Copyleft 2015