EL BAFICI EN EL BAFICI 2015 (01): EL CIELO DEL CENTAURO
Por Marcela Gamberini
No hace falta anclarse en Invasión, la genial película de Hugo Santiago para poder ver El cielo del Centauro. Cuarenta y tres años después los contextos de producción son otros, el mundo ha cambiado, el cine no es el mismo y lo que es peor ninguno de nosotros somos los mismos. En 1969 Invasión fue un mito y una película, un relato y una imagen, una leyenda y una genialidad y aún lo sigue siendo. Con Mariano Llinás acompañando a Santiago en el guión, El cielo del centauro recupera a esa Aquilea que ahora es declaradamente Buenos Aires en sus componentes mágicos y misteriosos, laberínticos y cifrados, y nos la ofrece atravesada por una mirada lúdica, juguetona. La mirada de dos hombres –el mismo Hugo Santiago y el protagonista, a esta altura dos extranjeros- que a la distancia han imaginado esta ciudad, vacía, en blanco y negro, despojada de cualquier marca identitaria y nos la devuelven de una manera extraña, distanciada y cercana a la vez.
Más cerca de Roberto Arlt y sus locos porteños, conspirativos y absurdos, que de Borges (que aunque no lo veamos siempre está) más cerca de El escarabajo de oro de Alejo Moguiliansky (la presencia de la Unión de los Ríos es tangible) y su delirio narrativo que de Godard y su también delirante Alphaville, El cielo del Centauro es un Macguffin profundo, se busca aquello que nunca se encuentra y en esa búsqueda, que es un transitar por la ciudad, se dibuja la cifra misteriosa. Infinidad de líneas narrativas se despliegan juguetonamente, como se delinean en el mapa las múltiples trayectorias de ese personaje, mientras en esa ciudad vacía de gente y llena de historias y objetos perdidos, donde se colorean los jacarandás y las flores, ese personaje necesita develar un secreto. En esta constante y obsesiva develación la traición será moneda corriente, tanto como es moneda corriente la falsificación. ¿Qué vemos cuando vemos una imagen? ¿Cuando vemos un cuadro? Increíble es la secuencia del relato sobre Cándido López, ese hombre que dibuja la Guerra del Paraguay como un hecho feliz, con una candidez que responde de lleno a su nombre y que decanta en su estilo. La voz que cuenta el relato en boca de Elisa (la magnífica Romina Paula) envuelve a su oyente en una historia complicada, de olvidos, mutilaciones y traiciones. Tal vez esta sea la matriz de toda la película que no es más ni menos que un entramado de historias falsas, cándidas, donde el espacio (como en Cándido López) es vasto e inabarcable; un entramado de personajes extraños cada uno de ellos con un relato a cuestas, un relato que necesitan contar. Relatos que se invaden mutuamente, se cercenan, se mutilan, como los hombrecitos de López. El relato policial es el Macguffin, es el relato implantado para que ese protagonista construya una forma cinematográfica no exenta de estilo y elegancia.
La traición y la tradición, la falsificación y el original, los dibujos de los trayectos, las pinturas de Cándido López, los espacios deshabitados, los museos, los marineros, la ventana a través de la que vemos el comienzo del relato y su final, todo colabora en el trazado de esta película que como las constelaciones es un conjunto de estrellas-relatos sin centro. Se dice por ahí que Centauro, según los viejos griegos, fue quien le enseño a los hombres a leer el cielo y además supo orientar a un grupo de marineros que dieron en llamarse los “argonautas”. El cielo del Centauro es un objeto de placer, disfrutable y reflexivo, sobre el que podemos seguir pensando e hipotetizando, extrayendo sentidos, jugando con los personajes y sus historias. Que, creo, que de eso se trata. Del disfrute, del goce tanto de hacer una película, como de verla.
Marcela Gamberini / Copyleft 2015
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