EL CINE COLOR DE ROSA
Por Roger Koza
Todavía faltan cuatro meses para que culmine el año, pero cuando lleguen el momento de los balances de diciembre, en la memoria cinematográfica del año estarán presentes La vida de Adèle y El desconocido del lago, dos películas con intensas secuencias eróticas de mujeres con mujeres y hombres con hombres. Unas décadas atrás, y no necesariamente en tiempos de dictadura, de haberse estrenado películas de este tenor, incluso si se hubiera sorteado la interdicción predecible frente a la censura, el escándalo hubiera estado garantizado. Es fácil imaginar notas periodísticas, protestas callejeras y programas de televisión dedicados a desentrañar cómo ha sido posible que el coito entre varones y las caricias frenéticas entre las hembras de nuestra especie alcancen la libre exhibición en una sala.
Es posible que todavía existan espectadores que repudien enfáticamente películas como las de Kechiche y Guiraudie, pero la indignación está restringida al círculo de pertenencia social de los encolerizados, los pretéritos pastores de las buenas costumbres. Secretamente, ese hombre o mujer ha asimilado que en la vida moderna el espacio público garantiza la libre circulación de creencias, las cuales tienen, lógicamente, consecuencias prácticas. Él o ella sabe que no hay obligación de pagar una entrada para ver estas películas; y sabe también que puede expresar libremente su repulsión respecto de éstas. Lo que no puede hacer es prohibirlas.
Que las películas mencionadas se hayan estrenado sin reparos y solicitadas en contra de su exhibición es una constatación del progreso moral de una sociedad, mal que le pese al moralista, progreso que tiene su correlato jurídico en la sancionada ley del matrimonio igualitario. Es difícil demostrarlo, pero no hay duda de que el cine, a lo largo de estos años, ha ayudado a ablandar los prejuicios, como así también a expandir la imaginación moral. Recordemos las acaloradas discusiones que provocaba el estreno de Adiós, Roberto, de Enrique Dawi. Tras su divorcio, el personaje de Carlos Calvo descubría el amor prohibido en los labios de Víctor Laplace. La sociedad comentaba y los debates pululaban en aquel entonces. El destape era inevitable; no mucho tiempo atrás los policías detenían a los afeminados, les pedían sus documentos y les preguntaban si eran solteros. Al calabozo no iban solamente los militantes radicalizados, también las almas mancilladas por sus preferencias sexuales. Cazar invertidos no estaba en la lista de prioridades persecutorias, pero no faltaba nunca un sodomita entre los detenidos.
¡Cuánto ha cambiado todo! La libertad se respira y en general los hombres pueden amar del modo que se les dé la gana.
Nuestras películas rosas
Con el estreno de El tercero, la sólida película de Rodrigo Guerrero, el cine cordobés contemporáneo consolida una inquietud que está presente en varios de los realizadores de nuestra provincia. Es una evidencia: las sexualidades heterodoxas aparecen retratadas en muchas de las películas hechas en Córdoba.
En el cine de Santiago Loza, el “abuelo” de la mayoría de los cineastas cordobeses que filman en actualidad, el deseo homosexual está presente en La invención de la carne. El sufrido personaje de su película, la más radical que tiene en su haber el notable y prolífico director, finalmente puede experimentar un poco de placer con otro hombre. La invención de la carne no es, de todos modos, una película focalizada en el amor homosexual, más bien se trata de una indagación libre y poética sobre la intersección entre el cuerpo y la fe. Pero Loza ya había trabajado directamente sobre el tema de la homosexualidad en su no tan conocido documental Rosa patria, un retrato sobre el lúcido poeta, escritor y sociólogo argentino Néstor Perlongher. A fuerza de testimonios y algún que otro material de archivo, además de algunos interludios con música y danza, Loza retoma la importancia de Perlongher en la constitución del discurso sobre la experiencia gay, imposible de soslayar si se pretende ir a fondo en el tema.
La “abuela” del cine cordobés contemporáneo es sin duda Liliana Paolinelli. No fue en su ópera prima, Por sus propios ojos, su interesante drama carcelario, donde afloró en el cine de Paolinelli el interés por la homosexualidad femenina, sino en sus dos películas posteriores: Lengua materna y Amar es bendito. En el primer caso se trataba de una madre aprendiendo a lidiar con el hecho de que su hija amaba a una mujer. Si bien el memorable personaje de Claudia Lapacó parecía provenir de unas décadas atrás, tanto por su ingenuidad como por sus prejuicios, Paolinelli dejaba muy en claro que la aceptación de estas nuevas costumbres en el orden amoroso tiene lugar cuando el prejuicioso está dispuesto a querer entender y desterrar sus impedimentos ideológicos. La curiosidad de la madre era el motor conceptual de aquel film en el que se vislumbraba la integración, en el imaginario de la clase media contemporánea, del amor lésbico como una práctica entre otras. En su película posterior, Paolinelli está más preocupada por el agotamiento del deseo en el marco de una pareja de dos mujeres. Después de siete años de estar juntas, el erotismo se ha debilitado, y en ese contexto probarán “abrir” el espacio de la pareja. Se sumará entonces otra mujer, incluso hasta se incluirá a un hombre en la ecuación. El film sugiere cuán difícil resulta ir más allá del sentimiento de pertenencia mutua, noción propia de la pareja burguesa por la que se constituye un acuerdo mutuo de fidelidad y dedicación exclusiva. La novedad consiste aquí en revisar este núcleo simbólico tan fuerte como legitimado en las coordenadas del erotismo lésbico.
Volvamos a El tercero, la sobria película de Guerrero. Sabemos que su trama pasa por una anécdota. Uno de los miembros de una pareja gay estable invita a través del chat a un pibe más joven a su casa para compartir una experiencia sexual entre los tres. Lo hermoso del filme es que éste no disocia el placer de la ternura. Tanto las escenas de sexo como las que involucran una larga conversación durante una cena previa a la acción erótica están democráticamente coreografiadas, pues tienen para el realizador una importancia simétrica. En El tercero se transmite un legítimo derecho al placer, pero esto no comporta una deshumanización de los sujetos. De allí la firme convicción del realizador en sostener los vínculos de sus personajes a partir de una cierta ternura que atraviesa todos los intercambios. Esto no impide, al mismo tiempo, que El tercero sintonice indirectamente con una preocupación que el ya mencionado Perlongher supo articular tempranamente en una entrevista. Decía: “Ojo, que el poder no está planteando la abstinencia. Lo que se está estimulando es la monogamización y la familiarización de los perversos”.
Este texto fue publicado en el diario La voz del interior en el 2014
Roger Koza / Copyleft 2016
Últimos Comentarios