EL CINE, MUDO

EL CINE, MUDO

por - Ensayos
06 Jul, 2019 07:03 | comentarios
En este breve texto, el autor se pregunta por la recurrente falta del presente en el documental realizado en Argentina.

(Este texto fue leído el primero de junio de este año en la mesa “¿Por qué documentar?” de la Muestra Internacional de Cine Documental realizada en la provincia de Santa Fe)

La pregunta que nos convoca parece puramente retórica, de respuesta evidente en un presente que tiende a archivarlo todo, pero creo que por eso mismo se la puede invertir. No me refiero a preguntarse por los problemas del memorialismo y la necesidad de olvido como parte de todo proceso de memoria, porque creo que ese no es nuestro problema aquí y ahora: En un país que ni siquiera cuenta con una cinemateca propia, no podemos sino reivindicar la necesidad de preservar nuestra memoria audiovisual. Entonces, la pregunta  que quisiera devolverles es ¿Por qué no documentar? O bien, más precisamente ¿por qué el cine argentino rehúye tanto a documentar, no solo el pasado sino también el presente (ese pasado de las generaciones que vendrán)? Para esto es necesario trazar también la relación entre documental y ficción, a menudo vistos como mundos separados, pero que tienen una relación indisoluble en la historia del cine.

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Por eso, antes de referirme a este aquí y ahora, entendidos en el lapso de unas décadas (que de todos modos no son más que un pestañeo en los tiempos largos de la historia humana), no puedo dejar de iniciar recordando que la idea de “documentar” podría remontarse a las pinturas rupestres que nuestros antepasados dejaron en las paredes de sus cuevas, sin que todavía sepamos si por pura pragmática, incluso magia mediante, o con algún atisbo de eso que hoy al contemplarlas podemos reconocer como emoción estética.

Y es que la documentación nace también como forma de expresión, aunque tuvieran que pasar miles de años para reponer esa mirada estética como filosofía práctica. Una filosofía de la representación, que se desprende de ese distanciado acto de mirar el mundo para darle un sentido a la acción, incluida la de dejar testimonio. Eso anuda (dando un salto a lo 2001de Kubrick) aquellas manos autofiguradas con las que miles de años después pusieron a girar las primeras manivelas de las cámaras primitivas, en la larga senda que va de la producción de una imagen a la reproducción del movimiento.

El cine nace documental (más allá de esa idea de Godard, de que los Lumière hacían ficción y Meliès documentaba). Sea como sea, hay en esas primeras imágenes una vocación, acumulada por siglos de tradición occidental, por dar cuenta de lo real. Que la ficción se haya impuesto como modalidad dominante sobre la documental (que de todos modos siempre late en las imágenes, al menos hasta nuestra era digital) es un desvío que no podemos tomar aquí. Baste decir que desde sus orígenes el cine asumió esa suerte de “división del trabajo” entre la ficción y el documental.

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Pero en el caso argentino el documental moderno nace de la necesidad de renovar toda una visión del cine. No en vano (dejando de lado la experiencia de los noticieros paraestatales, desde inicios del siglo XX al primer peronismo) hubo que esperar un desarrollo “autoral” del cine documental, que surge a la par del cine argentino moderno. Me refiero, claro, a las experiencias de Tire dié y Los inundados. Es Fernando Birri y la escuela de Santa Fe los que van a abrir las puertas de esa vanguardia, que pronto va a ser también política. De ahí la doble vertiente del cine documental argentino: denunciar (un mal actual) y anunciar (un cambio necesario). En ambos casos se trataba de un cine urgente: más que por qué, se preguntaba para qué. La documentación implicaba una acción presente con vistas a un futuro posible, reformista o revolucionario. Y el sentido mismo del cine (su autonomía estética o su dependencia política) parecía estar en juego.

La última dictadura vino a arrasar con esas discusiones y perspectivas. Y tras la vuelta de la democracia y una nueva primavera, en que el cine se dedicó (nuevamente) a denunciar, esta vez los males legados por la dictadura, es decir, las deudas de la democracia (pienso sobre todo en el Cine-Ojo de Céspedes y Guarini), el documental se abocó más a mirar al pasado que el presente, no digamos ya el futuro. Ya no hubo vocación de anunciar sino una vuelta a denunciar, incluso tras la crisis del 2001 (todo el cine posterior de Solanas, aun con una voz heredada de La hora de los hornos, trazó un diagnóstico más que una línea de acción).

 Y con el crecimiento exponencial del documental (debido tanto a necesidades históricas como a posibilidades técnicas) pareció reactivarse la “división de trabajo” en el cine argentino, como si la vivificación del cine documental le permitiera a la ficción dejar de lado su propia necesidad de documentar la realidad. El “renacimiento” de la política bajo el kirchnerismo pareció darle la razón al diagnóstico que ya esbozaba Aguilar en Otros mundos, al revisar el Nuevo Cine Argentino nacido en los prescindentes años 90: si el Estado se hacía cargo, para bien o mal, de los grandes relatos, el cine podía no necesitar abordar lo político abiertamente. Lo curioso es que casi nunca lo había hecho (salvo en momentos claves y concretos, como durante la otra primavera democrática, la del 73). De hecho se le había achacado al cine del primer peronismo ese haberle dado la espalda a la realidad, que el cine moderno (con Birri a la cabeza) venía a reclamar como imperiosa necesidad.

Y este giro conservador, que repite ese viejo problema del cine argentino, acaso quedó demostrado con el advenimiento del macrismo. No solo la ficción renunció a tocar lo candente de la realidad (salvo por derecha, con las comedias negras de Cohn-Duprat, Campanella o Suar), sino que ni siquiera el documental parece querer documentar el presente… Como si se conformara con las imágenes provistas por la TV o los celulares. Pero estas imágenes son tan pregnantes y omnipresentes como no pensadas. Solo el cine puede pensar la imagen, y dar cuenta de la propia época. Y lo hace con más potencia mientras esta tiene lugar (como demuestra la historia del cine). Pero si tenemos que pensar, aquí y ahora, en qué films documentaron estos años (y no me refiero solo al macrismo o al kirchnerismo), ¿cuántos podemos mencionar?

Un ejemplo (la excepción que confirma la regla, ya que lo hizo un no residente en el país) es Que sea ley, documental sobre la lucha por la ley del aborto filmada por Juan Solanas y presentado en el último festival de Cannes. Hablamos del movimiento más visibilizado de los últimos años, y aun así no tuvo película propia, en ningún sentido. ¿Qué queda, entonces, para temas menos urgentes a los que el acostumbramiento nos hace ver como parte del paisaje, como la violencia institucional, o las notorias discusiones políticas que atraviesan la Argentina hace una década, que un periodista propagandizó con el nombre de “la grieta”, como si no fuera un fenómeno que viene de lejos y hace tiempo, pero que los cineastas se niegan a explorar? ¿Tendrán los investigadores del futuro que leer entre líneas para encontrar, a cada paso, los discursos que definen el presente y acaso el futuro, y que ni siquiera los documentalistas están documentando?

Un verso de Brecht rezaba, pensando en las generaciones futuras: “no dirán ‘la época era oscura’ sino ‘¿por qué callaron los poetas’”?

*Fotograma: Que sea ley (encabezado); 2) Tire dié.

Nicolás Prividera / Copyleft 2019