EL CINE, ¿PUEDE HACERNOS LIBRES?

EL CINE, ¿PUEDE HACERNOS LIBRES?

por - Ensayos
24 Ago, 2010 01:23 | comentarios

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por Roger Alan Koza

Cualquier lector interesado en el cine y eventualmente en la filosofía podrá reconocer de dónde viene el título de este artículo. El cine, ¿puede hacernos mejores? es un notable conjunto de artículos escritos por uno de los pocos filósofos que se toman el cine en serio: Stanley Cavell. Su argumento es sencillo: el cine sería mucho más que un entretenimiento popular, sería más bien un entrenamiento cultural (y popular), si por entrenamiento se entiende una práctica sobre la percepción y la interpretación con consecuencias ostensibles en el imaginario de un espectador y por cultura un entramado simbólico constituido por valores y concepciones del mundo heterogéneos. Cavell cree que el cine es capaz de modular nuestros comportamientos, ampliar nuestra sensibilidad moral y proporcionar herramientas simbólicas que afectan nuestro modo de estar en el mundo. Extender el alcance de su pregunta a la libertad requiere una clarificación.

La palabra libertad goza de buena salud. En nuestra cultura democrática (liberal) es un vocablo sagrado y autoevidente. Todos quieren ser libres, todos aman ese concepto que todos parecen entender, aunque secretamente sigue siendo un término casi indefinible. En efecto, los cantautores hablan de ella, los medios de comunicación la reclaman ante cualquier gesto de cercenamiento del famoso derecho a la libre información, el himno nacional la celebra, los jóvenes la reclaman, los conservadores le tienen miedo. ¿Qué es la libertad? A menudo se responde con un verbo que la dinamiza: elegir. Se trata, entonces, de poder elegir respecto de algo, acerca de uno mismo, o, en todo caso, de que ningún poder externo nos imponga qué debemos elegir, lo que sería una impugnación de nuestra autonomía como sujetos. Es ésta otra arista del archiconocido adagio liberal: mi liberad empieza en donde termina la del otro. Son respuestas reconocibles aunque, en última instancia, estériles, al menos si se pretende indagar acerca de la libertad más allá del sentido común.

Solemos creer que pensamos libremente, pero rara vez podemos pensar sin que algo piense por nosotros. Naturalmente, no se trata de un ser invisible alojado como un virus minúsculo que dirige nuestras sinapsis, un alien psíquico que en vez de brotar repentinamente de nuestro vientre utiliza nuestras cuerdas vocales para dar señales de su existencia, un tipo de paranoia que el cine cada tanto elige retratar. No. Es otro tipo de operación, a saber: como si fuera un murmullo sin una localización precisa pero disperso por todo nuestro cerebro y sus actividades, un conjunto de discursos, es decir, una ideología difusa, ordena nuestras preferencias y disgustos, nuestras concepciones de lo bueno, lo malo, lo profano, lo sagrado. Lo que decimos, lo que comemos, lo que elegimos, lo que vemos, ¿hasta qué punto nos pertenece?

Una tesis: hay una estructura que nos piensa. La pertenencia de clase, que no se elige, ya implica un posicionamiento inconsciente y una pre-concepción del mundo y del lugar que uno habrá de ocupar en él. Luego vienen la tradición familiar, la pertenencia lingüística, el condicionamiento espacial urbano (o rural), la socialización primaria y secundaria, fuerzas semánticas y materiales que habrán de componer el sujeto que somos. Sobre esa base elegimos y somos. Si se tiene la suerte de acceder a la educación y el estómago no cruje, existe la posibilidad de tomar cierta distancia de esa estructura y poder pensar de otro modo. Ese mantra docente que se repite una y otra vez acerca del pensamiento crítico no es otra cosa que la habilidad de desarrollar en los estudiantes (y también en los docentes) una percepción alerta sobre la estructura que estructura. Por eso, quien tenga vocación de libertad, tarde o temprano, tendrá que pensar contra sí mismo.

Entonces, una corrección: el cine, ¿puede hacernos más libres? No es menor aquí la función del ‘más’: indica un posible alejamiento de la estructura, no una infantil liberación de ésta, menuda imbecilidad del pensamiento libertario de otros tiempos cuando se creía posible vivir sin leyes y reglas (los efectos tardíos se pueden leer en nuestra sociedad, que ha hecho de la transgresión una ley). La libertad, entonces, sería la consecuencia inmediata de un ejercicio crítico y constante sobre los discursos que determinan nuestras vidas. Se puede ser más libre, cuando se aprende que todo léxico (jurídico, estético, político, religioso) con el que nos interpretamos no es el único disponible y excluyente, sino que como tal es fruto de un largo proceso histórico y contingente (el significado mismo de ‘libertad’ es histórico). Y eso en el cine se puede aprehender y avizorar en dos horas. Sí, el cine puede hacernos más libres.

En una ocasión, un mozo de un restaurante me confiesa que después de ver un film que yo pasé en un cineclub se había sacado una carga de años. Se trataba, lógicamente, de los efectos tiránicos de un discurso con el que él se interpretaba (y se castigaba a sí mismo) a propósito de ciertos gustos sexuales que consideraba anormales. El mesero era fetichista. Le gustaba el cine, y, si bien no siempre entendía las películas que se pasaban en el cineclub, se obligaba a verlas. Fue así que vio Conspiradores de placer (1996), un film de Jan Svankmajer. Allí, el maestro de animación del surrealismo checo dedica una película entera a legitimar la heterodoxia más delirante sobre los placeres corporales, y no tiene obstáculos moralistas a la hora de imaginar los métodos y prácticas de estos conspiradores. Un conjunto de personajes, fetichistas, sádicos, masoquistas y fóbicos, exploran cómo resolver los requerimientos propios de sus múltiples fantasías. Resumido así, el film puede parecer una apología digna de degenerados, pero la maestría de Svankmajer, inspirado en Ernst, Buñuel, Freud y el Marqués de Sade, consiste en dotar de humanidad a sus personajes, siendo el humor, y no la obscenidad, el modo elegido para contar esta historia que, pletórica de significados, carece de diálogos. Con planos detalle, técnicas de animación y de marionetas, y una concepción elaborada de la banda de sonido Svankmajer demuestra un conocimiento acabado del lenguaje cinematográfico, aquí al servicio de la libertad tanto de sus personajes como de su público.

Otro gran ejemplo de libertad en el sentido que aquí se ha propuesto se puede constatar en Fabricando a Tom Zé (2006). Este retrato sobre Tom Zé funciona, en primer lugar, como una introducción general a la obra del músico, figura oblicuamente esencial del mítico movimiento estético (y político) conocido como Tropicalia, y olvidado por décadas hasta su redescubrimiento, gracias a David Byrne de los Talking Heads, a quien se ve en un pasaje. Décio Matos Júnior sigue al músico por un extenso tour europeo, mientras Tom Zé cuenta algunas etapas de su vida y habla sobre la música, secundado por sus músicos y su amada esposa. A veces, Matos Júnior recurre a la animación, al collage fotográfico y a materiales de archivo para poder entender a este artista multifacético, que además trabaja como jardinero en Sâo Paulo. Pero Fabricando a Tom Zé excede su pertinencia como film musical y en su transcurso se convierte en un documento sobre la fuerza vital de los hombres y el deseo de crear. En efecto, Matos Júnior consigue mostrar cómo la lógica de la improvisación está ligada al pulso de la vida, y en la infinita curiosidad sonora de Tom Zé se intuye una concepción del arte cercana a la medicina, el reparo y el consuelo. Es un film sobre un hombre libre, alguien que pudo trascender su estructura y hacer de su propia vida una composición artística.

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Quien está más allá del discurso imperante en Hollywood y es capaz de configurar un cine más allá de la estructura estética que regula el cine global y la percepción colectiva de imágenes es Jim Jarmusch. Los límites del control (2009) es una película libre, más libre, sin duda, que las que vienen haciendo la mayoría de sus coetáneos. Es una meditación filosófica, un thriller abstracto, un ensayo sobre los paisajes urbanos y naturales, una declaración política (y poética) y una toma de posición sobre el cine. Un supuesto asesino (Isaach De Bankolé) tiene una misión imprecisa en España. De Madrid a Sevilla se encuentra periódicamente con varios personajes: un español asustado, un mexicano maníaco, un inglés que discurre sobre el sentido de lo bohemio, una mujer vestida de blanco que sostiene que lo mejor del cine son los momentos “muertos” y una suerte de Donald Rumsfeld, interpretado por Bill Murray, que tipifica al enemigo ideológico de Jarmusch, blanco final del “hombre solitario”, como se lo identifica en los créditos. La fascinación por los paisajes remite al cine de Antonioni, y la retórica y el minimalismo del film parecen una relectura general y personal de toda su carrera. El perspectivismo relativista que ordena el discurso de este film filosóficamente nietzscheano es menos radical que la belleza formal que detenta cada uno de los fotogramas y la insinuación política de su título, que en el pasaje que involucra a Murray devela todo su potencial semántico.

Recientemente, se ha estrenado la tercera película de Jason Reitman, Amor sin escalas (2009), un retrato ambiguo sobre la subjetividad capitalista. Aquí, Clooney trabaja para una compañía especializada en despidos, y es un mujeriego casi incorregible, incapaz de proyectar una relación amorosa a largo plazo. Amor sin escalas es una película importante porque devela cómo un sistema socioeconómico constituye la intimidad, y a su vez pronostica la digitalización de la impiedad del mercado laboral: en el futuro –sugiere– los despidos serán vía chat a través de un agente anónimo. Esta discreta apología sobre el capitalismo con rostro humano es precisamente la trampa contemporánea por excelencia. No se trata de elegir entre un sistema menos cruel y personal y otro despiadado y virtual, sino de poder cambiar las coordenadas simbólicas, para que un despido sea inadmisible, al menos en los términos en los que lo presenta la película. He aquí al sistema pensando por nosotros, he aquí un momento en el que somos menos libres.

FOTOS: 1) Conspiradores de placer; 2) Los límites del control.

Este artículo fue publicado por la revista Quid en el número abril-mayo de 2010.

Roger Alan Koza / Copyleft 2010