EL CONSUELO DE LA FICCIÓN
No ha pasado tanto de aquel momento en el que se trastocaron las nociones del tiempo y del espacio. La pandemia ocasionó desarreglos económicos, saturó el orden doméstico, alteró la naturaleza de los vínculos, profundizó la soledad o su falta y obligó por un período a pensar y planificar en los límites de las 24 horas diarias. El futuro fue incierto por un tiempo, el presente continuo fue una paradójica condena, o en ocasiones una posibilidad para reconsiderar, si las condiciones eran favorables, la experiencia en sí de tener tiempo prescindiendo de las rutinas de siempre.
En ese contexto, el cineasta Alejo Moguillansky, la bailarina y coreógrafa Luciana Acuña y la hija de ambos, Cleo, decidieron transformar las condiciones físicas de la pandemia en punto de partida de una (auto)ficción cinematográfica inscripta en el género más exigente, la comedia. Haber convertido el living, el patio, la terraza, el comedor y la cocina en un gran set es una de las proezas de La Edad Media, película que destila vitalidad e ingenio y sugiere lúdicamente que la ficción constituye siempre una fuente de consolación.
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Roger Koza: El Pampero Cine dio tres películas sobre la pandemia y rodadas durante ese período. Desde el inicio de la compañía se ha esgrimido una devoción práctica por la ficción. El gran desafío de la pandemia consistía en ver si se podía hacer ficción desde el encierro. ¿Cómo llegaron a la decisión de hacer la película y hasta qué punto sobrescribieron lo que realmente vivían con la libertad que prodiga la ficción y la distancia que eso implica?
Los Moguillansky: Muchas de las películas que hacemos pueden imaginarse como formas de inventar ficción a partir del presente. Es decir: películas que tienen una relación evidente (y de algún modo documental) con el presente pero que al mismo tiempo pertenecen al reino de la pura ficción, no como variación o sobrescritura de lo real, sino como transformación, del mismo modo que una cámara recibe la luz y la transforma en una imagen. Quizás tenga que ver con una mirada ya desmañada de establecer diferencias entre qué es ficción y qué no, o que nuestro trabajo sea el de inventar imágenes y formas que, en el mejor de los casos, resulten un refugio donde depositar alguna esperanza. Como sea, La Edad Media empezó a filmarse en nuestra casa durante la pandemia sin ningún tipo de especulación o planificación, sin la sospecha de que eso que estábamos haciendo se convertiría en una película. Diríase que más que filmar una película lo que estábamos haciendo era sencillamente cine. En ese aislamiento que significó el 2020, nuestro grupo humano se dedicó (entre los trabajos online, la escuela online, la convivencia perpetua, la alienación en la cocina o aquel alcoholismo pandémico) a mirar y producir cine. Veíamos junto a nuestra hija Cleo ciclos de Chaplin, de Keaton, de Tati como modo de hacer que el cine siga existiendo en nuestro grupo (nuestra familia) ante la pregunta obligada que nacía en ese entonces: ¿dónde está el cine? En paralelo a eso empezamos a filmar. No como registro pandémico ni mucho menos. Diríase más bien: al contrario. Un poco irritados de la sobreproducción de materiales audiovisuales de la cuarentena para ser digeridos durante la misma cuarentena por telespectadores pandémicos en una inmediatez lindante con la tele, o del abuso de la primera persona en la infinidad de relatos audiovisuales sobre el aislamiento, más bien tratamos de pensarnos como una compañía que tenía a su disposición un set las 24 horas del día, y que era nuestra propia casa. Esa fue nuestra forma de tratar de ser contemporáneos al presente pandémico: no copiándonos de los modelos de redes sociales para generar contenidos inmediatos pletóricos de puro presente, sino tratar de retratar ese presente desde la ficción a fines de no falsificarlo, de tener la distancia necesaria para poder realmente verlo en su complejidad, tanto trágica como infinitamente absurda y capaz de generar lo que siempre buscamos: la carcajada. Los tres (los cuatro, contando a nuestra perra) probábamos cosas tanto delante como detrás de cámara, ciertamente atravesados –a veces incluso copiando– por el slapstick que veíamos en esos tiempos (y que le estábamos mostrando a nuestra hija). Eso fue, de forma irresponsable, generando materiales que se fueron acumulando hasta que pidieron alguna organicidad. El hecho de filmar fue, sobre todas las cosas, una necesidad de supervivencia para personas en las que el hacer es un hecho plenamente constitutivo. “Si soy lo que hago, y ya no lo hago, entonces ¿quién soy?”, se pregunta en un momento un personaje en La Edad Media. Supongo que la respuesta a esa pregunta es seguir haciendo, seguir trabajando como único antídoto. Con los teatros cerrados, con los cines cerrados, con el mundo en destierro, hacer cine era nuestra única salida. Era, sencillamente, lo único que teníamos, nuestra única patria. Esa abnegación provocó que esa acumulación de escenas, secuencias, planos aislados, fuera ganando aplomo. Lo que había empezado como un juego de un momento a otro cobró peligro. Lo que antes era una idea ahora era un personaje. Lo que antes era un personaje que tenía existencia por detrás de un vidrio esmerilado interpretado y falseado por alguno de nosotros se volvió una necesidad narrativa y hubo que llamar a un actor (Lisandro Rodríguez) para encarnarlo. La impunidad creativa había generado materiales que pidieron un relato, un marco. Se filmaba y se editaba inmediatamente después en el mismo sitio donde habíamos filmado. Nuestra casa devino un estudio de cine en todas sus fases. Ese marco narrativo que hoy tiene el film lo fuimos creando con Walter Jakob en infinitas sesiones viendo el montaje e imaginando junto a él puentes, conexiones, desplazamientos de una cosa a la otra, que a su vez generaban nuevas escenas y así. En definitiva, de eso se trata montar una película: unir puntos lejanos. Primero con Walter y luego con Mariano Llinás. La forma final de la película es un resultado de esa libertad y esa distancia que mencionás.
En el primer acto, antes de que Cleo sueñe y comience su recaudación para obtener el telescopio, la película trabaja sobre la relación creativa y dinámica de las rutinas. La clave cinematográfica era hacer sentir el ritmo de la vida doméstica como si fuera una coreografía . ¿Cómo planificaban todas esas escenas?
El pensamiento coreográfico, o si se quiere musical, es inherente al lenguaje en común entre nosotros. Nos conocimos trabajando. Una es coreógrafa, el otro cineasta. Y la creación de lenguaje entre ambos vino primero, mucho antes de que fuéramos pareja (y luego familia). Ese lenguaje en común está efectivamente atravesado por el movimiento tanto en las películas como en las obras que hacemos juntos, sin importar si dirige uno o el otro. Es, acaso, un territorio para poner en escena al mundo mismo. Quizás tenga que ver con la necesidad de darles vida, desarrollo y movimiento a las cosas por fuera de todo orden discursivo o meramente argumental. En general nuestra búsqueda hacia la imagen esquiva la palabra como ente organizador, justamente por su poder absoluto y su capacidad de clausurar sentido. Eso exige mucha creación de mundo. Y en esa creación de mundo, pues sí, acaso nuestro lenguaje pueda considerarse más cercano a la música o a la pintura que a las formas argumentales, en las que en general se practica un humor más ligado a la ironía o a la parodia. Quizás seamos defensores de la materialidad misma de las cosas, las imágenes, los sonidos, los cuerpos, tratando de generar un lenguaje que no los opine o los vuelva funcionales a una eficacia más convencional. La descripción de una rutina doméstica puede ser un motivo musical muy rico. La convivencia de dos o tres personas puede ser pensada como quien piensa un dueto o un trío en un ballet o en un ensamble de cámara. En el fondo se trata de los materiales que uno tiene a disposición y con los que uno juega. La alienación, el fracaso, la explosión física, el dinero, los trabajos, la educación son temas que funcionan como capas, con diferentes velocidades de cada imagen, y entre esas velocidades está esa organización coreográfica, o caligráfica, o musical, o como quieras llamarla. Ese es nuestro modo de planificar, con el agravante de que en esta película, cuando uno estaba en cuadro, otros dos estaban afuera haciendo uno cámara y el otro sonido. Cuando dos estaban en escena, era uno solo el que estaba afuera haciendo al mismo tiempo cámara y sonido. Cuando los tres estábamos adentro de la escena, dejábamos el cuadro y el foco fijo, colgábamos la caña con el micrófono de alguna lámpara o baranda que anduviera cerca, y repetíamos tomas tantas veces como fuera necesario. Tal como un ensamble musical repite y repite hasta que dan con la cosa: que tenga la velocidad de cada personaje, que eso genere contraste, pero que no sea empujado, que no fuerce al material a ser lo que no es, pero que sea impredecible, que sea inhábil en su habilidad, etc. En definitiva, todas las cosas que le preocupan a un director de cine, o de teatro, o a un director musical, o a un coreógrafo, o a un pintor en igual medida: cómo crear imágenes verdaderas, justas.
Hay dos o tres momentos que evocan recursos de Méliès, Keaton y Chaplin: la sobreimpresión para trabajar sobre un sueño, por ejemplo. En ese sentido, la película tiene algo de las viejas películas de aquellos maestros: eran aptas para todo público, pero en un sentido superior a la franja etaria. ¿Por qué esa elección? Es una película familiar, pero lejísimos del lugar común que expresa ese concepto.
El humor está en la base de cualquier cosa que hagamos. La comedia es inherente a cualquier empuje hacia la ficción que tratemos de provocar. Incluso cuando esa ficción es trágica o abismada. El destino de la comedia como un género infantil habla más de cómo el resto de los géneros se fueron volviendo más discursivos, más bien pensantes, más de agenda, más argumentales, más objetos que la gente ya sabe lo que quiere que digan y sencillamente su rol es repetirlo (volver a decir eso que se espera que digan). La comedia, por alguna razón, se salva de esas obligaciones temáticas que hoy logran que el público rápidamente pueda adjetivar una película, o colocarla en algún discurso partidario, o considerarlas funcionales a tal o cual cosa, y digan que son necesarias, o monumentales, o “todo lo que está bien”, o que participen de cierto juego irónico, que sean inteligentes, que produzcan canon y tranquilidad. Ya casi nadie defiende lo innecesario, lo que está mal, el error, las cosas fuera de lugar, el lugar de la impunidad creativa, la desfachatez como un camino posible hacia un lenguaje experimental y popular al mismo tiempo. Pero cuando eso aparece en una pantalla de cine, su contundencia, o su felicidad, es total. En las películas que hacemos hay mucha velocidad y mucho humor. Por momentos hay imágenes que uno no entiende con precisión, pero justamente en su abismo radica su sentido, su potencia poética (o al menos esperamos que así sea). La comedia siempre fue un buen instrumento en contra de la razón, del sentido común, de la convencionalidad. Habitar la comedia es, para el paisaje del cine hoy, casi como vivir en un gueto. Honrados nosotros de seguir habitándolo. La solemnidad está haciendo estragos en el cine, y su herramienta es siempre discursiva o verbocéntrica. Es lo que ha generado que el cine empiece a copiar su lengua de las series, que heredan su lengua de no otra cosa que la televisión. Pues bien: La Edad Media se pasa en el cine. Esperemos que por algún tiempo antes de caer en el olvido del consumo privado online y en la falda de quien mira. Es un perfecto ejemplo de cine no faldero.
Esperando a Godot es una referencia ubicua, pero lo interesante es que la obra de Beckett establece un contrapunto entre Cleo que lee fragmentos y el personaje de Margarita Fernández que participa en un rodaje a distancia en el que la misma pieza es el origen de la película. ¿Por qué acuden a Beckett?
¿Por qué no? Beckett siempre está dando vueltas. El Grupo Krapp, que Luciana fundó y dirigió junto a Luis Biasotto, le debe su nombre a La última cinta de Krapp, de Beckett. Castro, película dirigida por Alejo, es una adaptación de Murphy, novela de Beckett. Las elipsis gramaticales intraducibles de Beckett, su capacidad de abismo, su talento para el vacío como único lugar del sentido son, si se quiere, materia constitutiva en nuestros asuntos con el cine o con las artes escénicas. Quizás sea, junto a Godard, un refugio donde uno siempre puede volver, recordar que lo que uno tiene de incierto, de inhábil, de desconocido, es donde uno finalmente se encuentra a uno mismo y a los otros. Por otro lado, la presencia de Beckett en La Edad Media viene puntualmente del hecho de que uno de los personajes (el que encarna Alejo) está filmando una versión audiovisual de una obra tardía de Beckett (Rockaby) junto a un personaje encarnado por Margarita Fernández, dirigiéndola remotamente por teléfono, volviéndose loco tratando de que se encuadre lo que él pretende. Eso no es un invento de La Edad Media. Esa otra película, Rockaby, no solo se estaba efectivamente filmando, sino que existe. Es más: La Edad Media es apenas una propaganda encubierta de esa otra película que esperamos estrenar pronto junto a sus otros responsables.
Una de las grandes ideas de la película es llevar al paroxismo que todo tiene un precio y todo se puede vender. ¿De quién fue esa idea y qué piensan haber detectado en ese gran gag que define el epílogo?
Hay varias respuestas. Por un lado, el hecho de estar filmando una película en nuestra casa, con nuestros cuerpos, con nuestra hija, nuestra perra, nuestra habitación, en definitiva, la intimidad, doblega esa pregunta. No se puede permitir que tal nivel de exposición sea sometido a la forma en la que en general se degluten o cuantifican las imágenes en el presente. Es decir, en la interacción que proponen las redes o las plataformas con las imágenes, en cantidad de visualizaciones, de “me gusta”, de comentarios virulentos o festejantes. Naturalmente, cuando los materiales son tan frágiles, nuestro deber como productores es cuidarlos de un consumo frívolo o cuantificable. Quizás una manera de cuidarlos sea filmar ese mismo problema, que es lo que sucede en el final de la película. Por otro lado, siempre nos sucede que, cuando aparece algo parecido a un procedimiento, nuestro lenguaje tiende a destruirlo o radicalizarlo. Esa radicalización sucede en ese final de La Edad Media, lo que empieza siendo un juego inocente, vender objetos por MercadoLibre, termina pulverizando todo lo que vimos durante todo el film, no solo los objetos sino los mismos cuerpos de los personajes. Lo que la película inventa, luego lo destruye. Hacia el final, no queda nada: apenas el vacío, una abstracción parecida a la muerte. Los espacios que en otra era albergaron vidas, movimientos, música, ahora están en silencio, ausentes, recorridos por el único ser que sobrevive al desvanecimiento de todo: una perra, única testigo de que en ese lugar existió una pequeña civilización con un lenguaje y una cultura. Ya ni ella sabe si alguna vez existió. Lo mismo da. De la misma forma que nosotros ya no sabemos si el cine existió.
Hay también en todo esto que dice algo del cine en pandemia, el cine como tradición.
Durante la pandemia en algún momento se podía pensar que, ante tamaña crisis planetaria, el cine podía dar una respuesta, podía inventar lenguaje. Así como la posguerra engendró el neorrealismo, fue tal el corte que significó la pandemia que en algún lugar uno podía ser optimista respecto del cine. Podía reinventarse, tanto en términos de lenguaje, como de generar algo que derive en un regreso a ese espectáculo colectivo o de feria que alguna vez fue. No solo no pasó, sino que los cineastas se replegaron en el modelo serial propuesto por las plataformas. Lo cierto es que uno se alegra de ver colegas trabajando gracias a las plataformas. En todo caso lo que hay que decir es que el cine se copia de ese modelo que se produce y se consume con la misma lógica que la televisión. Y bueno, lo nuestro no es eso, sino el cine. Cuando se ve al cine replegarse ante ese fenómeno, claro: se empieza a percibir que en esa lógica filmar algo o venderlo es prácticamente lo mismo si uno piensa en el consumo doméstico de las imágenes. No son imágenes lo que se producen, sino nuevos consumidores. La gente ya rara vez se queda con imágenes de las películas. La sensación de haber visto algo que no olvidaremos, que no entendemos del todo pero que sabemos que nos concierne (como nos pasa con una pintura, o un concierto, o la arbitrariedad de un verso, o la caída de un cuerpo, o un plano de un film de Murnau) prácticamente no existe como una dirección del cine contemporáneo. La nueva inteligencia es argumental, ingeniosa, irónica o bien pensante. O en su defecto, pletórica de obligaciones marcadas por los comisarios de turno, que miran las películas buscando que pisen el palito que las haga sucumbir frente a los temas de agenda que ellos mismos marcan. Las preguntas que se les hacen a las imágenes hoy son semejantes a las que un tasador le hace a un inmueble. Se las cuantifica. La interacción con esas imágenes es decir si están bien o mal, como si fuéramos sacerdotes medievales o dueños de una verdad consumada. La nuestra es una era de una arrogancia moral sin antecedentes. Se habla de especulación inmobiliaria, especulación financiera, pero nadie habla de especulación visual, cinematográfica o artística. Es una práctica ya tan normalizada como invisible. La pregunta es obligada: ¿cómo volver a inventar imágenes capaces de eludir semejante burocracia del gusto, imágenes inconcebibles, capaces de colmar una sala de cine de un sentido tan contundente como inexplicable? ¿Cómo volver a hacer que el cine pueda volver a mirar hacia el presente e imaginarlo? ¿No es hora de volver a creer en el cine?
Cleo se reveló como una actriz magnífica. En los créditos se le atribuye hacer sonido directo. Parece una más entre ustedes. ¿Cómo fue hacer una película con ella en un rol predominante?
¿Recordás aquella carta de Godard?: “Yo juego / Tú juegas / Nosotros jugamos / Al cine / Tú crees que hay / Una regla del juego / […] / Porque has olvidado / Que es un juego de niños”. Es bastante precisa respecto del modo en que se filmó La Edad Media. De algún modo fue enseñarle a hacer cine a una niña. Enseñarle a hacer sonido, a qué mirar en un cuadro, incluso a hacer foco con diferentes marcas, a sostener la actuación a lo largo de un plano, a concebir el movimiento como un diálogo entre el tiempo y el espacio. Por supuesto que, al tratarse de una niña, los tiempos eran infinitamente más breves que en los de un rodaje convencional. Se filmaba no más de una hora por día –aunque tampoco se filmaba todos los días– o en algún momento del fin de semana. Requería mucha preparación de nuestra parte a fines de no sobrecargar a Cleo. O parar de tirar tomas cuando ella estaba cansada. En definitiva, tenía más la forma de un juego que de un trabajo. El asunto es que fue ella misma la que fue entendiendo y entusiasmándose con el proceso. Y ella fue ganando terreno hasta volverse, como decís, una más, borrando cierto paternalismo o sobreprotección que nosotros de repente tratábamos de ejercer. Se volvió un par, no solo a la hora de ejecutar, sino también a la hora de imaginar o discutir ideas. Se llegó a un determinado momento en que los tres sentíamos que teníamos una responsabilidad en común, un proyecto mutuo, un colectivo cuyos bordes coincidían con los de nuestra familia. Para nosotros dos, el aprendizaje fue también descomunal.
¿Cómo trabajaron con la luz? Hay momentos notables en materia de registro. Desde las nubes en la tarde, la aparición inesperada del viento y las noches en la terraza.
Disponer de equipos, un set de filmación y un grupo de trabajo las veinticuatro horas fue un extraño privilegio que probablemente no se repita nunca más. Uno, durante la pandemia, se volvió un especialista del sitio en que habita (que en nuestro caso fue nuestra casa). El oficio cinematográfico empezó a parecerse bastante al de un pintor que estudia la luz en su propio taller. Uno iba detectando con infinita precisión los cambios de luz a lo largo de los días y los meses, entendió las diferentes calidades de luz a lo largo del día, los pequeños efectos lumínicos que se van produciendo por reflexión y refracción en los edificios vecinos, etc. En lugar de escribir una escena y luego pensar cómo iluminarla, empezamos a inventar escenas a partir de la luz existente, algo parecido al trabajo de un pintor barroco. Pero también hubo un estudio del recorrido de la luna desde nuestro punto de vista, de los diversos horarios de atardeceres y amaneceres y su variación según el estado atmosférico, del crecimiento de unos limones en un limonero, o la milagrosa variación de movimiento generada por el viento. Por otro lado, la modestia y sencillez del equipo (apenas una cámara, un trípode, un grabador de sonido y una caña con micrófono y corbateros) orientó la búsqueda hacia ciertas figuras cinematográficas más artesanales en desuso, como las transparencias que mencionabas antes, o las noches americanas en la terraza, o el viejo truco inventado por Méliès para desparecer objetos a través de un corte. De alguna forma nos posibilitó la capacidad de ser ingenuos. La ingenuidad es un valor en desuso. Ahora todo el mundo se dice inteligente.
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*Publicada en otra versión por Revista Ñ durante el mes de octubre 2022.
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Roger Koza / Copyleft 2022
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