EL GUSTO POR LA BELLEZA
Por Roger Koza
Un recuerdo en sintonía, una anécdota: un domingo caminaba por El Zócalo. En cada esquina se podía ser testigo de un espectáculo azaroso: estatuas vivientes esperaban por la recompensa de su inmovilidad; imitadores de Michael Jackson, Elvis Presley y Batman se pavoneaban como si en ellos hubieran reencarnado los originales; unos hombres, a pesar del calor, bailaban disfrazados con trajes de criaturas animadas de Disney; otros hombres vestidos como caciques aztecas repetían gestos y cantos y extendían las manos cada cinco minutos esperando una moneda; un sexteto de mariachis entonaba unos clásicos y sus sombreros se convertían en alcancías. Atestada de gente, en plena tarde, la plaza fue ocupada invisiblemente por unos gritos histéricos que la invadían. Los transeúntes no llegaban a ver quiénes pegaban esos alaridos viscerales. ¿Quiénes eran, qué era? Una horda femenina que se movía como un todo entre la muchedumbre: unas 70 adolescentes, enloquecidas por la futura presencia de Justin Bieber en la ciudad. Más que remitir a un grupo de mujeres árabes emitiendo su alegría a través de una ancestral técnica vocal, las adolescentes, que caminaban con total determinación, gritaban frenéticamente sin articulación alguna. No había ni prosa ni rima, tan sólo un instintivo sonido de euforia, sonidos onomatopéyicos de una felicidad tan extrema como bizarra.
Cito al extremista que vio el problema mejor que nadie: “Llevamos en nosotros, como un tesoro irrecusable, un fárrago de creencias y certezas indignas. Incluso quien llega a desembarazarse de ellas y a vencerlas permanece, en el desierto de su lucidez, todavía fanático: de sí mismo, de su propia existencia; ha humillado todas sus obsesiones, salvo el terreno en el que afloran; ha perdido todos sus puntos fijos, salvo la fijeza de la que provienen”.
La sentencia de Emil Cioran es imbatible: la raíz del fanatismo respondería a una necesidad subjetiva. Percibir la contingencia del yo, verificar lo endeble de las creencias más queridas, que no vemos como creencias sino que somos en ellas, puede ser demasiado. Creer sin certezas, espiar en el mecanismo de la creencia para entender su límite y soportarlo, no es un ejercicio sencillo. ¿Y si hubiera en eso una salvaguarda ante la intemperancia y la violencia concomitante? ¿Y si hubiera en la negación del estatuto de verdad inamovible de la creencia un placer y un sosiego casi desconocidos?
Fenomenología del fan: antes del fanático y del extremista, está el fan, versión infantil del fanatismo, actitud supuestamente inofensiva. “Sé mi fan”, se lee una y otra vez en la plataforma de lectura por excelencia del yo como naturaleza última de todas las cosas: Facebook. Ahí se trata solamente de una liviana operación de marketing. Se puede dar el pulgar a un grupo de música, a un programa político, a una campaña de vacunación, a un alfajor, etc. Todo es objeto de adoración y apoyo subjetivo.
El fan desplaza su inverificable irrelevancia personal al seguimiento de un hombre o una mujer que, supuestamente, se ha desmarcado de la insignificancia general por sus cualidades extraordinarias. Él o ella es en él o ella. Una de las tres historias de amor de Dolls (2002), de Takeshi Kitano, es sobre un empleado municipal cuya obsesión por una cantante pop lo lleva a quitarse la vista. Es un fan en su máxima expresión. Si bien el interés de Kitano pasa por retratar en clave de melodrama la experiencia amorosa, se entrevé la potencial patología colectiva de los fans y sus actos: la desesperación por obtener un autógrafo, la tradición de decorar sus piezas como un templo de adoración, la mímesis con el ídolo y la adopción de sus gustos, el afán de coleccionar todo lo que provenga de esa figura que se ama visceral y acríticamente sintetizan una práctica que el fan ejerce sin examinar la genealogía de su fanatismo.
Es un amor delirante, desmedido, capaz de despertar la iracundia si alguien se atreve a cuestionar el culto. Prueba infalible, téster de violencia perfecto: dos líneas contra un superhéroe como Batman pueden costar hasta alguna amenaza imprecisa en las redes sociales. Otra característica del fan: la impaciencia y la intolerancia respecto de un disidente de su pasión pueden transformarse en una interminable manifestación de desprecio por quien no detente esa idolatría. Para un fan, Batman es mucho más que una figura de cómic: es más bien un fetiche emocional de infancia y por lo tanto una extensión de su propio imaginario.
El amor al cine es a veces desmedido, polémico y colérico, y por eso la injuria como retórica tiende a ser la regla en este universo simbólico. Es el lado combativo de la tradición de los Cahiers du cinéma, la mítica revista que en algún momento supo yuxtaponer en su discurso cinematográfico la intransigencia estética y el radicalismo político. Desde entonces, los enfrentamientos cinéfilos son a todo o nada; los términos odiar y detestar son propios del vocabulario cinéfilo. Sin corrección política, sin diplomacia, el cinéfilo puede exterminar en un segundo toda una obra. La inversión amorosa, lógicamente, es correlativa: se ama holísticamente a un director y todas sus películas. Quien lo ame es un igual; de lo contrario, estamos frente a un enemigo, una escuela opositora, un bando equivocado.
Hay un film hermoso y casi secreto sobre un hombre que consiguió superar esa lógica binaria del enfrentamiento perpetuo tras décadas de ejercer la transgresión, la provocación y la lucha armada. La película, de Philippe Grandrieux, es un retrato del gran cineasta japonés Masao Adachi, miembro de una generación radicalizada del cine japonés y compañero de trabajo de Nagisa Oshima y Koji Wakamatsu a principios de la década del ‘60. En su título ya está el secreto de todo: Quizás la belleza reforzó nuestra resolución: Masao Adachi (2011).
Adachi perteneció a una generación que ligó la cámara al fusil. Después de rodar un film sobre la guerrilla palestina, Red Army/PFLP: Declaration of World War (1971), por casi tres décadas se involucró con la Armada Roja Japonesa (Nihon Sekigun), un grupo de extrema izquierda. Su paradero fue desconocido hasta fines de la década del ’90, cuando lo encuentran en el Líbano y lo deportan a Japón.
A Grandrieux no le interesa demasiado indagar sobre el pasado de Adachi: prefiere mostrar cómo toda esa experiencia pasada ha sido asimilada a un presente donde el director parece sosegado pero no por eso menos inconformista. Grandrieux elige un retrato mimético: la voz grave y serena de Adachi comanda el texto del film, que combina un tono de diario personal con la entrevista íntima. Los paisajes elegidos y el tono de luz son propios del cine de Adachi: un bar, las calles de Japón y un bosque de cerezos en flor; la penumbra se impone a la exposición. Cada tanto pueden verse algunas secuencias de viejos films de Adachi y se cita un pasaje clave de Prisionero/Terrorista (2007) de donde surge el título de la película. A lo largo del film, Adachi expresa una teoría de cine, una concepción política y un espíritu de revuelta, pero tras tantos años se autodefine como un surrealista.
Sin decirlo, Grandrieux va delineando un giro final en la vida del cineasta, un descubrimiento tardío. Adachi parece haber abandonado la voluntad de verdad para desembocar en el deslumbramiento activo de la belleza. Acaso se trate de la belleza como fuerza de insurrección y como primer anclaje frente a todos los males del mundo: la miseria es fealdad, el poder es tosco, la injusticia tan asquerosa como intolerable. ¿Hace falta tener la verdad para destituir esas calamidades? El fan y el fanático de las causas justas pueden inteligir en un puñal el contenido de un silogismo indudable. Matar en nombre de la verdad, matar con la verdad. Pero todo eso es horrible. El cineasta francés citará entonces a Dostoievski: “La belleza salvará al mundo”.
¿Qué hay después del fanatismo, que queda si uno ya no tiene la verdad que habilita a regular las conciencias, administrar las riquezas y rectificar el deseo de los otros? Según Adachi y Grandrieux, la belleza, un espacio de lo viviente aún indeterminado en el que surgen formas de vida e inquietudes nuevas.
Este texto fue publicado por la revista Quid en el mes de agosto-septiembre 2013
Roger Koza / Copyleft 2013
Entre esta belleza -que no sé si nos podrá salvar- está este texto.