EL IMPLACABLE
En julio de 1958, Jean-Luc Godard escribe: “Una película de Ingmar Bergman es, si se quiere, un cuarto de segundo que se metamorfosea y se alarga durante una hora y media. Es el mundo entre dos parpadeos, la tristeza entre dos latidos de corazón, la alegría de vivir entre dos palmadas”. En el mes en el que se publicó ese hermoso artículo titulado “Bergmanorama”, el cineasta sueco había cumplido 40 años y tenía sobre sus espaldas 19 largometrajes, 3 películas para televisión y un cortometraje. El notable desempeño numérico, sin déficit de excelencia estética, correspondía a un período de solo 11 años de actividad cinematográfica. Una década le había bastado para convertirse en un maestro del cine y en un adalid involuntario de la modernidad cinematográfica. Con Bergman la cámara conquista la autoconciencia.
Lo que dice Godard es cierto y puede tomárselo como un axioma para mirar estructuralmente cualquiera de las 70 películas de Bergman. Un buen ejemplo es el último largometraje, Saraband. Liv Ullmann vuelve a interpretar a Marianne de Escenas de la vida conyugal. Mirando a cámara avisa que visitará a Johan, su exmarido. La película es ese viaje, pero el relato no se despliega disociándose de ese primer instante; nace de él, como sucede en tantas otras, como en La hora del lobo o Persona.
En 1946 Bergman estrena Crisis, un título cuyo peso simbólico puede extenderse a la totalidad de su obra, que tiene siempre momentos de ligereza y comicidad, más allá de que privilegia la angustia como la ubicua tonalidad espiritual; es un sentimiento confiable porque no miente. Quien padece la angustia es acá una abnegada profesora de piano que por 18 años cuidó de Nelly. La llegada al pequeño pueblo de la verdadera madre para llevarse a su hija a Estocolmo es el núcleo del conflicto narrativo. Se trata de un debut esplendoroso, pletórico de ideas estéticas: la sobreimpresión para plasmar el movimiento de la memoria, el empleo de planos secuencia complejos para cubrir el desplazamiento de muchos personajes en un perímetro extenso y una construcción de diálogos singularísima en la que la posición subjetiva de los personajes no se devela nunca en la inmediatez de lo que dicen sino a través de la recepción en otros personajes que responden luego a lo que se ha afirmado devolviendo una verdad inadvertida.
Es improbable que Bergman se haya inspirado en ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra, pero Llueve sobre nuestro amor (estrenada en el mismo año del clásico metafísico estadounidense), por la intervención en el destino de los protagonistas de un misterioso personaje, que no es exactamente un ángel, remite a aquella. Es probablemente la película más “feliz” del cineasta, y también la que impugna más directamente la hipocresía de la sociedad sueca. Un exconvicto y una mujer completamente sola se conocen e intentan comenzar una nueva vida. Siendo una película inusual en el sistema de Bergman, el cineasta delinea mejor ciertas ideas visuales ya ensayadas en su primera película y también entrevé en la pareja el vínculo preferencial de sus relatos.
Juegos de verano resplandece entre todas las películas de esos primeros años: una historia de amor trágica entre una bailarina y un estudiante universitario que se conocen en una isla y pasan sus momentos más felices al lado del mar. Con esta película se afirma el inteligente uso del flashback en la poética de Bergman, que nace del movimiento interior de la consciencia de los personajes y no de la voluntad externa del realizador para poner en marcha el relato. Acá también toma posición sobre cómo filmar de otro modo la percepción del mundo. La intuición es la siguiente: hay instancias inesperadas en las que la llamada realidad deviene irreal; la traducción estética de esto consiste en hacer converger lo onírico con la fluidez de la conciencia diurna, despojando de su funcionamiento mecánico a la cotidianidad. El viaje de la bailarina a la isla que pone en funcionamiento la memoria tiene un preludio que parece un sueño a plena luz del día. Escenas de esa índole pueblan las películas de Bergman, las distinguen. El inicio de Cuando huye el día o Persona son paradigmáticos.
Son muchas las películas emblemáticas del cineasta. Un verano con Mónica, El séptimo sello, Fanny y Alexander, Los comulgantes, Gritos y susurros, pero en pocas se va más allá del descontento de los personajes. En efecto, en Bergman puede advertirse una omisión disimulada de lo político, como si sus películas estuvieran inscriptas en una política de la intimidad y las delimitara un principio escéptico frente a la retórica utópica. Hay excepciones. Vergüenza se estrena en 1968, un año clave en Europa. La guerra civil que invade el retiro de los artistas en el campo tiene signos multívocos y sintoniza con una violencia política de la época. Acá Bergman se luce por su oído ante la guerra, pues la violencia se siente perceptivamente a través del sonido, aunque la película tiene una escena escalofriante en la que los dos protagonistas corren entre un grupo de detenidos y la cámara está en el interior de los presos. (En Persona, en la pantalla de televisión de la clínica también se alcanza a ver imágenes de la Guerra de Vietnam; el otro film político por antonomasia es El huevo de la serpiente, un laberíntico retrato del nazismo).
Si hay una película entre todas que sintetiza la fuerza moderna del cineasta, esa es Persona. Su potencia radica en que incita violentamente a la interpretación, pero resiste por igual a que la obsesión hermenéutica pueda confirmarse en la evidencia de su trama. ¿Qué le pasó exactamente a la actriz que ha enmudecido por voluntad propia? ¿Quién es en verdad la enfermera que cuidará de la artista subjetivamente anulada en la clínica y después en la isla? En el preludio, en un montaje frenético y modernista por excelencia, los brevísimos planos de un niño tocando una pantalla, intercalados con otros planos que apenas permiten comprender lo que se vislumbra, casi a la velocidad del pestañeo, indican el gran dilema de lo moderno: la representación es siempre defectuosa, incompleta. Frente a lo incierto, ante la inestabilidad del mundo y sus cosas, quedaría entonces el último territorio firme, el del propio rostro. Pero Bergman también derrumba la representación del yo frente al espejo. El propio rostro deja de ser confiable como prueba del yo. Detrás de los ojos puede no haber nada, y el propio rostro también se confunde con el de los otros y con la mirada (vacía) que vierten los otros sobre cada persona aislada. Persona es terror de primer orden, porque el lenguaje resulta insuficiente para nombrar. O dicho de otro modo: el yo es innombrable, y también lo es aquello que lo horada.
Bergman fue siempre un cineasta implacable. La piedad no lo caracterizó, tampoco la esperanza, menos aún la condescendencia. Prefirió el reconocimiento de la inestabilidad del deseo, la inclinación generalizada al egoísmo y el vacío existencial que corroe el alma. Prefirió la verdad, cueste lo que cueste, como el matrimonio de Escenas de la vida conyugal, otra proeza en su haber, retrato impiadoso de un vínculo amoroso en el que la palabra y la verdad todavía recorren un mismo camino.
*Publicado en otra versión y con otro título en Revista Ñ en el mes de julio 2022.
Roger Koza / Copyleft 2022
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