EL KÁISER DE LA ATLÁNTIDA
SONIDOS DEL SIGLO XX
Frente a la abyección y la desvergüenza, el veredicto de algunos pensadores de aquel tiempo fue categórico: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Hubo otros pronunciamientos similares, y como recuerda un personaje sin precisión en El káiser de la Atlántida, Primo Levi y Simone Veil supieron que lo que se vivió en los campos de concentración no era material susceptible de ser narrado. La interpretación literal de esas afirmaciones restringe la fuerza moral de tales impugnaciones; eran señalamientos incompatibles con la interdicción y sí advertencias y testimonios sobre las implicancias de lo que había sucedido y su significado en todos los órdenes concebibles de la experiencia humana. Una palabra en un verso, una nota en una sonata, una línea en un cuadro, incluso el diseño en un plano para la construcción de una fábrica no podían disociarse de lo que culminó en 1945.
El dilema que sintió primero el compositor y director de orquesta británico Kerry Woodward, en 1975, cuando estrenó la ópera en cuatro actos El emperador de la Atlántida, o el rechazo de la muerte en Ámsterdam, no fue muy distinto de lo que sugería desesperadamente la reconocida frase citada de Theodor Adorno. En un pasaje de la película de Sebastián Alfiel, la misma angustia es invocada por Gustavo Tambascio, el director de escena argentino en la presentación que tuvo la ópera en Madrid. La paradoja es que la ópera en sí fue concebida, aunque no ejecutada, por el compositor austríaco Viktor Ullmann y el libretista y poeta alemán Peter Kien mientras estaban prisioneros en el campo de concentración de Theresienstadt. Quienes padecieron la humillación sistemática de vivir en el campo, en condiciones imposibles para la creación artística, habían concebido la ópera ateniéndose a los instrumentos y los músicos presentes en el encierro. Bajo tales circunstancias, ¿no era el desafío de Woodward y Tambascio todavía mayor?
Reponer una obra jamás vista ni escuchada después de un poco más de tres décadas o volver sobre ella con algunos cambios ya durante este siglo exigía un esmero mayor. Había que volver no solamente a sortear la amenaza de ser banal frente a lo acontecido, sino también intentar algo todavía más inaccesible: imaginar las condiciones de inspiración y escritura en un campo de concentración. La delicada y didáctica película de Alfiel expone el compromiso de sus dos grandes responsables y todos aquellos que lo acompañaron, reconstruye el redescubrimiento por parte de Woodward de la obra, sigue los ensayos en Madrid y contextualiza la ópera y su tiempo y asimismo la relación con nuestro presente.
En ocasiones, Alfiel emplea materiales de archivo que nunca están de más para constatar la praxis del exterminio. La obscena alegría de los acólitos del nazismo contrasta con los condenados, cuyos gestos no son solo los de la desolación y la derrota, porque no escasean en aquellos documentos las miradas antipáticas frente a la cámara de los verdugos y otros gestos de decencia y resistencia que pueden leerse en gestos y acciones mínimas. Como es sabido, las filmaciones de los nazis mistificaban la vida cotidiana del campo, como si se tratara de una temporada de vacaciones para ciudadanos de segunda clase en Theresienstadt. A esa propaganda maliciosa se la contrarresta acá con los recuerdos de algunos sobrevivientes, también con algunos planos de la actualidad, la lectura de cartas y una fantástica animación esporádica en la que los músicos con piyamas a rayas tocan la obra en cuestión. Así es cómo la película conjura el hecho maldito de que esa ópera irónica y vital nunca se escuchó en las barracas del campo. Si fue de este modo porque los administradores del campo descubrieron signos paródicos en la caracterización del káiser que remitían al tirano de bigotes, o si resultó así debido a que quienes podrían haber ejecutado la partitura fueron enviados a Auschwitz para su aniquilación, no se sabe del todo: son dos hipótesis que en nada cambian esencialmente las consecuencias de la crueldad y la vileza.
Hay algunos pasajes indelebles en los escasos 77 minutos de película: constatar la partitura original escrita al reverso de distintos informes burocráticos de los nazis, escuchar algunas de las grabaciones en la que la famosa médium y espiritista Rosemary Brown informa sobre las modificaciones en la ópera, o simplemente observar el esfuerzo de todos los músicos por honrar la obra y su genealogía son secuencias prodigiosas. Pero nada resulta más hermoso que escuchar los fragmentos de la obra musical, que pueden apreciarse durante los ensayos y los conciertos. El mero hecho de imaginar que tales estrofas fueron sentidas y luego transcriptas en un endeble pentagrama, y que intérpretes del siglo XXI pueden revivir en sus voces y en sus instrumentos aquello que Ullmann y Kien hicieron juntos, cuya evidencia en papel sobrevivió por milagro, es un discreto pero contundente triunfo sobre el fascismo. Si, como en la ópera, la muerte en sí desdeña la guerra y no trabaja a su favor, la película de Alfiel vindica una forma sensible de cómo no abdicar frente al poder de los necios y el embrutecimiento al que someten todo.
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El káiser de la Atlántida, España, 2020.
Escrita y dirigida por Sebastián Alfie.
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*Publicada por Revista Ñ en el mes de agosto 2023.
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Roger Koza / Copyleft 2023
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