EL LIMONERO REAL (01)
LO INEFABLE
por David Oubiña
Gustavo Fontán no encontró esta película sino que tuvo que llegar hasta ella. Es cierto que cada uno de sus films anteriores brillaba por méritos propios: El árbol (2006), La madre (2009), Elegía de abril (2010), La orilla que se abisma (2008) eran obras de una maestría infrecuente. Pero a la luz de El limonero real, adquieren un nuevo sentido; porque este film desborda sobre ellos y, ahora, observados en retrospectiva, aparecen como estaciones de un recorrido obstinado que debía conducir hasta aquí.
Imposible adaptar la novela de Juan José Saer que ha servido como punto de partida para el film. Fontán lo sabe y por eso ni siquiera lo intenta. Prefiere dialogar con el texto y trazar su propio camino. Conserva la locación: esa pequeña galaxia provinciana conformada por las islas del río Paraná. Conserva algunos motivos argumentales: una muerte a destiempo, un luto interminable, un recuerdo que mortifica y que pesa demasiado sobre los hombros. Y conserva la respiración del relato: un ritmo cansino, arrastrado, pertinaz. Pero su talento como cineasta consiste en apropiarse de estos materiales para construir sobre ellos una coreografía audiovisual inconfundible.
La vida es dura en las islas. Aunque hay alguna felicidad en este día de fin de año: como si el universo apurara el cierre de un ciclo y alentara la breve ilusión de un nuevo comienzo. Por momentos las cosas parecen encontrar alguna armonía. El resplandor del sol entre el follaje, una zambullida en el río, una fogata encendida mientras los niños corren o juegan por allí, un grupo de personas cenando alrededor de una mesa, el roce de los cuerpos cuando las parejas se entregan al baile: los actos más sencillos resultan episodios cósmicos bajo la mirada del cineasta. Pero esos islotes de plenitud no hacen más que subrayar una pena infinita que se extiende como un océano en la memoria.
Gustavo Fontán posee el don de la belleza y, con El limonero real, completa una obra de rara perfección. Si desconfía de las facilidades que podría ofrecerle la narración clásica es porque prefiere apostar a la intensidad de cada imagen para comunicar una emoción que, en cada instante, resulta inefable. Al final, el hombre que rema de vuelta a casa es sólo una mancha negra que apenas se recorta en la oscuridad de la noche. Sólo escuchamos el chapoteo de los remos sobre el agua, las maderas del bote que crujen, la respiración acompasada. Casi no distinguimos nada. Y, sin embargo, Fontán ha triunfado allí donde el cine rara vez logra imponerse: nos deja ver eso que no se puede mostrar.
David Oubiña / Copyright 2016
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