EL OÍDO DEL DEMÓCRATA

EL OÍDO DEL DEMÓCRATA

por - Ensayos
30 Oct, 2013 12:16 | comentarios
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El señor de las moscas

 Por Roger Koza

Han pasado tan sólo treinta años. Se votó primero y el congreso abrió sus puertas unos meses después. Argentina abandonaba su era más oscura, allí en donde el exterminio era una estrategia y la pauperización de las fuerzas productivas una política. Los canallas uniformados, que siempre tuvieron el beneplácito de un sector de la sociedad civil, tenían que volver al cuartel y eventualmente atravesar un juicio y un veredicto. El tiempo ha pasado, la Historia se sedimenta y si bien todavía hoy se discute qué es estar en democracia, en un futuro no muy lejano entenderemos lo que se ha aprendido en estas tres décadas. Vivir en democracia excede la visita periódica al cuarto oscuro.

El cine argentino acompañó como pudo el fervor y el acostumbramiento de vivir durante este segmento de la historia argentina. El cine evolucionó en democracia, y es ostensible al revisar el progreso de las poéticas cinematográficas, cada vez más diversas a medida que los años fueron pasando, un signo que tiene mucho que ver con el hecho de vivir en un país democrático. De El amor es una mujer gorda, de Alejandro Agresti, a La fe del volcán, de Ana Poliak, y de Juan como si nada hubiera sucedido, de Carlos Echevarría, a M, de Nicolás Prividera, los directores argentinos demostraron voluntad y sensibilidad para sintonizar y representar el resurgimiento de un sistema político y los efectos en la vida cotidiana, pues la democracia es mucho más que un sistema de representación sostenido en el voto popular.

Tal vez porque aún hoy es el tema que organiza el conflicto ideológico en Argentina, el kirchnerismo ha sido un gran fuera de campo para el cine argentino de ficción. Los ejemplos son escasos si se intenta percibir en el cine de ficción la democracia argentina desde el 2003 en adelante. Si los historiadores del futuro intentaran saber a través del cine cómo fue vivir en la Argentina kirchnerista, el cine de ficción solamente le regalaría unas paredes pintadas con la inscripción de “Néstor vive” en El estudiante, de Santiago Mitre y no mucho más (Francia, de Adrián Caetano, en cierta medida puede ser leída como un film que sí dice algo sobre los últimos 10 años en Argentina). Ni en el llamado cine independiente, ni en el cine denominado industrial, el kirchnerismo ha encontrado una representación precisa. Un chiste en boca de Suar en Dos mas dos, un film pacato sobre swingers, es todo lo que se puede cosechar. ¿A qué se debe semejante omisión? Se trata de un síntoma que remite a una huella de lo real cuya fuerza simbólica es tal que no se encuentran las herramientas interpretativas justas para incorporar a un relato sin el imperativo de una cotidianidad interpelada por un enfrentamiento ininterrumpido. ¿Cómo filmar una historia en la Historia que diga algo más y no se conforme con reproducir lo ya conocido? ¿Cómo zanjar la mimesis con el presente y hacerlo hablar de otro modo? A la fuga consciente de lo real vía una concepción de ficción, no hubo un modelo que funcione como una vía documental indirecta sobre la subjetividad de una época, lo que no significa que lo político como tal no esté inscripto en las ficciones. ¿No es acaso una película como Corazón de León, un documental indirecto del imaginario de una clase social específica que pone en puesta en escena una fantasía delirante que transcurre en el limbo?

Es lógico que no haya sucedido lo mismo en el campo documental, y tal vez el film más importante de este período, capaz de airear e historizar a gran escala la cristalización antagónica que signa aún el presente que vivimos es Tierra de los padres, de Prividera. Película maldita y exigente, en varias ocasiones ninguneada, pero férrea y lúcida para pensar genealógicamente el presente. Tierra de los padres es la película que revela el espíritu del presente a través de la materia del propio pasado. Varios textos históricos clave, algunos lectores, el cementerio de La Recoleta como escenario circunscriben exhaustivamente los signos del nacimiento de una nación y cómo ésta se ha constituido a través de una infinita confrontación de clases, la que ha sufrido transformaciones y variaciones de una época a otra. Desde entonces la democracia fue un esbozo, una prueba, un fantasma, un campo de batalla simbólico, un experimento social en ciernes. Pero el lugar desde donde ahora se conjugan todos los discursos de la Historia indica una ventaja para el cineasta y todos nosotros: han pasado treinta años de democracia.

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La fe en el volcán

Democracia: todos parecemos entender lo que ese vocablo significa, todos pretendemos ser sus acérrimos defensores. Libertad de expresión y elección, elogio de la diferencia y de la posible virtud que presuntamente acompaña a su reconocimiento, la tolerancia. Se nos dice y se nos pide: en democracia hay que hacer un esfuerzo frente a quien expresa una cosmovisión, una concepción de justicia, una ética, una política distinta a la que uno supone tener. Se nos incita a escuchar y a tener paciencia. Es la verdad del otro y mal que nos pese se le debe escuchar. Es la deontología del demócrata. Pero la belleza de la democracia pasa por otro lado. Sucede que de todos los inventos de los hombres la democracia es el único que no enmascara su propia contingencia y su autoinstitución. La democracia no está en el ADN de la especie; tampoco es un destino vertical descifrado por sensibles hermeneutas, menos aún se trata de un obsequio de Dios a sus criaturas. Se trata más bien de una invención imperfecta e inacabada del imaginario de un pueblo específico, una idea instituida hace siglos que fue luego retomada tardíamente en Occidente durante los últimos siglos: una forma de gobierno y también un posible estilo de vida. Sin garantía externa o una salvaguarda extrasocial que la proteja, la democracia es una forma de vida que implica explícitamente un límite a cualquier creencia que intente sobreponerse frente a otras como la creencia. Y he aquí en donde el evangelio de la tolerancia resulta insuficiente. Quien tolera no está dispuesto a experimentar el gesto democrático por excelencia, aquel en donde alguien se dispone a ser atravesado por el discurso del otro, a descentrarse y a movilizar sus núcleos de certeza hacia una zona del pensamiento en el que éste no se clausura y prueba. El famoso pedido de diálogo poco tiene que ver con una escucha pasiva en el que se intenta no reaccionar frente a las razones de otro sino que todo pasa por hasta qué punto uno es capaz de dejarse arrastrar en la razones del otro. Eso no implica perder el punto de vista propio sino más bien estar dispuesto a un experimento radical en el que se ve desde la perspectiva del otro.

No hay una película específica que funcione como retrato de esta posible acepción de lo democrático, ya no como un sistema político sino como una experiencia fascinante de la intimidad. Pero el cine en su conjunto es precisamente un amplificador de percepciones ajenas, una visualización eficiente sobre distintas formas de vida que discretamente sí opera un descentramiento peculiar y momentáneo en la mirada del espectador. Un asesino, un renegado, un poderoso, un hombre solitario, otro tímido, un paranoico, un malogrado, incluso cualquier existencia infame o secretamente virtuosa, se transforma en el espacio fantasmal de una pantalla en un posible camarada de nuestra intimidad. A ese otro a quien no le daríamos ni siquiera la hora fuera del cine puede ser digno de nuestra atención si nos encontramos con él o ella en el cine. Ahí lo podemos ver, escuchar, sentir sus razones, acompañar. ¿Una versión estética de la transmigración de las almas? Si el film es convincente en cierto momento la experiencia filmada es la experiencia de quien mira. En ese juego de posiciones subjetivas intercambiables, que va mucho más allá de la identificación, la razón del otro es experiencia propia. Las distancias que el cine propone lo permiten, y se trataría entonces de un entrenamiento efectivo y preparatorio para un juego democrático radical. En el cine, los grandes directores han sabido siempre igualar la dignidad de todos sus personajes, aun cuando algunos de estos representan el mal en el mundo.

Finalmente, es bueno recordar una vieja película que funciona como una síntesis didáctica de la idea de democracia. El film pertenece al reconocido director de teatro Peter Brook y se trata de una adaptación de una novela de William Golding: El señor de las moscas. El film de Brook de título homónimo (como también la versión cinematográfica de Harry Hook) sitúa su relato en un isla desierta, destino inexorable para un grupo de chicos británicos que sobrevive a un accidente aéreo. Son todos varones y,  convenientemente, tanto en el libro como en la versión cinematográfica, la sexualidad esta elidida. La fuerza libidinal de todos los protagonistas, de entre 10 y 12 años, se concentra en la supervivencia: reunir alimentos y establecer un conjunto de reglas de convivencia es el eje de todo.

El señor de las moscas apela a una conocida hipótesis acerca del estado de naturaleza inicial, insiste en dos líneas políticas en contraste: por un lado, la que representa Ralph y Piggy, los partisanos de la democracia, quienes creen en la conversación como un método de coordinación democrático respecto de todos los deseos y proyectos del grupo. Una enorme caracola hallada al lado del mar funcionará como símbolo de reunión y dispositivo que sintetiza y organiza el uso justo y distributivo de la palabra. El sonido de la caracola es una indicación para los ciudadanos de la isla a participar de un improvisado foro donde se discuten las acciones del grupo. Quien tiene la caracola en la mano es el que habla y da sus razones. Pero otra vía social representada por Jack se irá imponiendo; es la línea del poder de los fuertes. Ya no se tratará de consensuar las razones del grupo, ni persuadir a quien piense diferente, sino más bien establecer jerarquías y funciones por la fuerza. La razón del más fuerte prevalecerá, el débil obedecerá o será sometido a la violencia de la horda obediente. Pero lo más interesante pasa por un gesto fundacional de Jack y sus seguidores en el que ese sistema no democrático necesita validar su legitimidad en el nombre de un poder no humano, o un origen extraosocial. Se postulará una criatura no humana (el famoso señor de las moscas), una bestia que acecha, y a quien se le retribuirá ofrendas y sacrificios. Así, frente al abismo y el desamparo social, los pequeños sobrevivientes encuentran dos caminos. La invención democrática es una vía; el otro camino elegido consiste en otro tipo de invención que no se presenta como tal, un mundo simbólico en el que dioses y poderes no humanos están ahí desde siempre para asegurar cómo debe ser el orden de las cosas. Los mejores intérpretes de ese poder no humano serán quienes tendrán el derecho de organizar al resto de los mortales, pues los mediadores privilegiados que entran en contacto con ese poder absoluto saben administrar el bien de todos.

¿Quién está dispuesto a circunscribir su vida entera al sonido de una caracola? Si la democracia ha de convertirse en un estilo de vida, necesita de una escucha atenta a la música que llega de esa endeble y preciosa caracola Cuando se abandonan las certezas que provienen del cielo la polifonía democrática invita a los hombres a ser un poco más libres.

Roger Koza / Copyleft 2013

Este artículo fue publicado por la revista Quid en el mes de octubre 2013